" En un artículo
que publicaste hace unas semanas en Rebelión calificabas el derecho a
decidir de fantasma. ¿Puedes explicarnos qué quieres decir con ello?
(...) la función de un fantasma es asustar a la gente, mientras que la
función asignada al “derecho a decidir” es engatusar a la gente.
Reconocerle a la gente derechos e invitarla a que decida siempre suena
bien de entrada.
Se consigue así la adhesión espontánea e irreflexiva de
los destinatarios de tan opípara oferta. Conseguido esto, los
inventores del pseudo-concepto confían en llenar esa vacía adhesión
inicial con el contenido deseado: el ejercicio del derecho de
autodeterminación de Cataluña, cuya reivindicación explícita y directa
correría el riesgo de chocar con la evidencia de que la relación
existente entre los habitantes de Cataluña y el resto de España está muy
lejos de los supuestos contemplados por el derecho internacional como
fundamentos de la existencia y ejercicio de semejante derecho.
Bien,
admitamos que “derecho a decidir” es en realidad un sinónimo de
“derecho de autodeterminación”. Si, como dices, el derecho internacional
descarta que ese derecho pueda aplicarse en Cataluña, ¿por qué ha
formado parte de la tradición de las izquierdas hasta ahora mismo?
Excelente pregunta. Creo, honradamente, que se trata en este caso de
un atavismo ideológico o, si se prefiere, de un caso de inercia
intelectual y, por supuesto, de una violación del principio leninista
que exige el “análisis concreto de la situación concreta”.
Hecho
paradójico, pues parece ser precisamente la tradición leninista (con la
que me siento, en gran parte, identificado) aquella en que más
profundamente ha arraigado la tendencia a reconocer derechos de
autodeterminación a diestro y siniestro.
Para explicar esto hay que
tener presente cuál era la situación del mundo en general y de Europa en
particular cuando estalla la Revolución de Octubre y al acabar la
Primera Guerra Mundial: un mosaico de imperios en descomposición cuyos
regímenes políticos autocráticos habían alimentado, en sus diferentes
componentes étnico-culturales, los sentimientos nacionalistas nacidos a
lo largo del siglo XIX hasta el punto de hacer que muchos vieran en la
recomposición política sobre bases étnico-culturales la única
posibilidad de liberación y escapatoria de lo que Lenin llamó
atinadamente “cárcel de pueblos” (expresión aplicable no sólo al imperio
zarista, sino también al de los Habsburgo y al imperio otomano, por lo
menos).
Lógico, pues, que Lenin secundara al presidente norteamericano
Wilson en la proclamación del derecho de autodeterminación para aquellos
componentes de los viejos imperios que habían adquirido conciencia de
una identidad incompatible con las viejas formas de dominación.
La
subsiguiente eclosión de los nuevos estados-nación, particularmente en
la mitad oriental de Europa, corrió pareja, además, con la introducción
de los primeros elementos propios de un régimen democrático-electoral,
todavía muy imperfecto, como rasgo característico de las nuevas
entidades políticas. Todo ello, como es lógico, contribuyó a asociar
estrechamente, en el imaginario de la izquierda revolucionaria,
liberación política y liberación nacional.
Y, como es sabido, la
cosa no acabó aquí: tras la Segunda Guerra Mundial se extiende por todo
el mundo el movimiento descolonizador a expensas, esta vez, de los
imperios que no se habían visto afectados al final de la anterior
contienda: el Imperio Británico y el más modesto imperio colonial
francés (amén del holandés y el portugués).
Alma de los procesos de
descolonización fueron, en muchos casos, los partidos de tradición
leninista (para los miembros profesionalmente cualificados del Partido
del Trabajo belga, por ejemplo, era misión preferente, establecerse en
el Congo para contribuir a la concienciación política de la población
autóctona; otro tanto cabe decir de muchos militantes del pequeño
Partido Comunista británico repartidos por toda África, muy
particularmente en Sudáfrica, donde contribuyeron decisivamente a la
creación del PC sudafricano, campeón de la lucha contra el apartheid).
Eso sin olvidar el alineamiento universal, durante los años 60-70, de la
mayoría de la izquierda, no sólo comunista, en contra de la
intervención norteamericana en Vietnam.
El antimperialismo, por
tanto, de manera perfectamente consecuente, ha calado tan hondo en la
conciencia política de la izquierda más combativa, que ha resultado
fácil el deslizamiento hacia posiciones como las actualmente sustentadas
por parte importante de la izquierda en relación con las tensiones
nacionalistas vividas en España, sobre todo en relación con Cataluña.
La
mente humana razona básicamente por analogía, estructura formal que es
independiente del contenido material de sus términos (la razón 1/2 es
válida siempre que el denominador duplique al numerador, por muy
diferentes que sean los órdenes de magnitud en cada caso –2/4,
3000/6000, 1012/2x1012, etc.– y sea cuál sea la
naturaleza cualitativa de las magnitudes comparadas). En el caso que nos
ocupa, razonamientos analógicos superficialmente formales, poco atentos
al contenido material, pueden jugarnos malas pasadas.
Sería muy
largo detallar aquí lo que diferencia una relación imperialista
estándar de la que mantiene la administración central española con
Cataluña. Pero no falta la literatura y la documentación que aporta ese
detalle. A ella remito al lector libre de prejuicios.
Entiendo
que si no puede darse, desde la perspectiva del derecho internacional,
un proceso de liberación nacional, ello implicaría la inexistencia de la
nación. Sin embargo está comúnmente admitido que España tiene una
identidad plurinacional. ¿No es esa una contradicción?
No realmente. En el mundo de hoy se da la paradójica y compleja
situación de que hay muy pocas naciones en sentido estricto y muchos
rasgos nacionales dispersos en diferentes comunidades políticamente
constituidas.
Porque ¿qué es una nación en sentido estricto,
etimológico, si se quiere? Una comunidad cuyos miembros mantienen
vínculos de sangre que se remontan a un origen común, es decir, los nacidos
(“ natio ” deriva de “ natus ”) de un mismo tronco genealógico, por
prolongado que sea.
Ése es el sentido que tiene el término “nation” en
inglés (lengua que, por lo general, conserva mejor los significados
etimológicos de los términos latinos que las propias lenguas
neolatinas), y en ese sentido se designa en los EE.UU. y Canadá a los
diferentes grupos étnicos amerindios como “Indian nations”.
Pues
bien, no creo que, salvo en poblaciones geográficamente aisladas, se
pueda hablar hoy día de la existencia de naciones en ese sentido
estrictamente biológico. Claro está, el concepto usual de nación no
queda circunscrito a lo biológico (dejando de lado ciertas ideologías
racistas totalmente desacreditadas): gran número de elementos culturales
compartidos se han ido añadiendo con el paso del tiempo a las
afinidades puramente biológicas existentes en determinados grupos
humanos: lengua, folklore, gastronomía, hábitos sociales, etc.
Dichos
elementos culturales han acabado, casi siempre, salvando las diferencias
de origen familiar hasta establecer vínculos sociales totalmente
independientes de dicho origen.
Ahora bien, dado que la
continuidad tanto de los vínculos familiares como de los culturales
precisa, o se ve fuertemente favorecida, por la vecindad, una entidad
nacional ha acabado pareciendo indisociable de un territorio común. (Eso
sin contar con que la gran mayoría, si no la totalidad, de los grupos
nacionales se ha formado a lo largo de siglos en que las sociedades
humanas se articulaban directamente en torno al cultivo de la tierra, lo
que las hacía inseparables de ésta.)
Pero aquí es donde
empiezan los problemas. Para empezar, hay comunidades humanas que se
consideran integrantes de una nación al margen del territorio de
residencia; tal es el caso, por ejemplo, de muchas poblaciones alemanas
establecidas a grandes distancias geográficas del territorio
jurisdiccionalmente alemán (de ahí la tradición, aún vigente en
Alemania, de dar prioridad al ius sanguinis frente al ius soli
).
Y por otro lado, el trazado de fronteras precisas y la declaración
de su inviolabilidad no es fruto de la configuración y diferenciación de
esas entidades étnico-culturales que, provisionalmente, llamo naciones.
Muy al contrario: las fronteras nacen con la constitución de los
estados modernos (aproximadamente, desde el siglo XV en adelante),
territorios sobre los que un señor feudal, generalmente poseedor del
título de rey, decidido a superar precisamente el modo de producción y
la organización política propios del feudalismo, impone su autoridad
como único principio jurisdiccional al que deben someterse cualesquiera
otros poderes (eclesiástico, pequeño-feudal, local, etc.).
Pues bien,
como es sabido, los grandes feudos medievales (de los que nacen los
estados modernos) estaban constituidos por las propiedades de un señor
que a menudo reunía bajo su dominio poblaciones étnico-culturales
diversas, las cuales, no menos frecuentemente, quedaban divididas entre
los territorios de diferentes señores. Los estados modernos nacen, así,
casi siempre, como fuertes unidades jurisdiccionales bajo cuyo manto se
alojan auténticos mosaicos “nacionales”.
Más adelante, la
Revolución Francesa marca la aparición del estado-nación. Su génesis no
es tanto la “estatización” de una nación preexistente como, en el fondo,
lo contrario: desde el poder sobrestructural heredero del Antiguo
Régimen pero legitimado por la revolución y la participación activa del
pueblo, se fomentan determinados elementos culturales (éstos, sí,
preexistentes), correspondientes a una o varias partes del “mosaico”
cultural, y se imponen como comunes a toda la población, como ejes
vertebradores de una comunidad propiamente dicha, no meramente en sí (Gemeinschaft), sino para sí (Gesellschaft).
No andaban, pues, desencaminadas las autoridades del Gran Ducado de
Luxemburgo cuando en 1989, para celebrar los 150 años de existencia
independiente del país como entidad política, encuadraron las distintas
actividades conmemorativas bajo el lema: “Del estado a la nación”.
Este proceso de construcción de comunidades políticas autoconscientes
puede hacerse de muchas maneras: imprimiendo la máxima homogeneidad a
los elementos constitutivos de su identidad cultural (como en Francia) o
con amplio margen de tolerancia de la diversidad, como en el Reino
Unido.
Y, sobre todo, en determinadas circunstancias históricas
favorables, puede darse el caso de que el elemento aglutinador de la
población como comunidad no resida en el ámbito de lo cultural
prepolítico, sino en lo político mismo: tal es, con todas la
imperfecciones derivadas de los atavismos racistas, el caso de los
Estados Unidos, en los que se puede hablar propiamente de “patriotismo
constitucional”.
El caso de España es mixto. Debido, en gran
parte, a la incompetencia de las élites impulsoras del estado-nación
(tanto desde el centro como desde la periferia), pero sobre todo por la
monstruosa interrupción violenta del proceso integrador causada por la
sublevación oligárquico-militar de 1936 y la consiguiente dictadura
franquista, el grado de reconocimiento de la población en el proyecto de
convivencia llamado España es mediocre, en el mejor de los casos.
Ahora bien, vista la realidad social del país, no se puede hablar de
fracaso absoluto del proceso integrador, sino que la complejidad del
tejido económico, cultural y sentimental constitutivo de la sociedad
española actual permite hablar de la pervivencia y convivencia de
elementos nacionales diversos (de ahí el fundamento que podrían tener
expresiones como “estado plurinacional”) que, al no estar perfectamente
integrados, hacen difícil hablar de una “nación española” en sentido
pleno; pero cuya misma distribución heterogénea en el conjunto del
territorio impide igualmente hablar, por ejemplo, de “nación catalana”,
“nación vasca”, “nación gallega”, etc.
Sólo un romanticismo trasnochado y
una ceguera sociológica absoluta pueden llevar a alguien a pensar en la
posibilidad de “cortes limpios” en una hipotética recomposición del
mosaico español con arreglo a “líneas de fractura” étnico-culturales.
Parece que muchos se han olvidado de la terrible experiencia yugoeslava
(o sólo la recuerdan para decir que aquel estado era “artificial” y
forzosamente tenía que acabar así). Todos los estados son artificiales y
ninguna nación es producto de la naturaleza.
Sólo cabe buscar
equilibrios que faciliten al máximo la convivencia entre grupos humanos
culturalmente heterogéneos cuya propia diversidad, para ser sostenible,
exige un mínimo de unidad política. Fuera de las selvas amazónicas y
algunos otros hábitats anclados en los márgenes de la historia, no
existen naciones étnicas, sólo naciones políticas. (...)
¿qué opinas de la posibilidad de resolver los problemas actuales
mediante un referéndum, como exigen algunas fuerzas políticas catalanas?
(...) El caso español es claro: lo que se aprobó el 6 de diciembre de 1978
fue un texto de compromiso entre una oposición democrática incapaz de
derrotar estratégicamente al franquismo y unos sectores herederos del
franquismo interesados en preservar los intereses fundamentales de las
clases beneficiarias de aquel régimen mediante ciertas concesiones
tácticas que incluían la renovación del consenso social mediante nuevos
mecanismos de participación política democrático-electoral.
Que aquella
constitución no sólo estaba sembrada de minas colocadas por los poderes
fácticos, sino que también contenía numerosos elementos progresistas o
susceptibles de una interpretación progresista es algo innegable.
Basta
recordar a Julio Anguita reivindicar continuamente su pleno
cumplimiento. ¿En qué sentido ha cambiado la situación como para
justificar la necesidad de un cambio constitucional? ¿Acaso la
correlación de fuerzas ha cambiado en beneficio de la izquierda, de tal
manera que la constitución se ha convertido en un freno a esa dinámica?
Me temo que no, sino todo lo contrario. La vieja izquierda,
ejemplificada en el PSOE, ha descendido casi todos los peldaños que
llevan a la degeneración política, como acabamos de constatar. En cuanto
a la nueva izquierda, ejemplificada en Podemos o, si se quiere, en
Unidos Podemos, se mueve todavía en el terreno resbaladizo de saber lo
que no quiere sin tener claro lo que quiere, es decir, sin acabar de
pasar de la protesta a la propuesta.
Siendo así, por desgracia,
los únicos cambios constitucionales que la izquierda parece capaz de
proponer con alguna (remota) perspectiva de éxito son meramente
defensivos, no progresivos: modificación del artículo 135 para acabar
con la subordinación total de la política económica nacional al pacto de
estabilidad financiera de la UE; nuevo consenso fiscal entre la
administración central y las autonómicas para un reparto más equitativo
de cargas y beneficios; con suerte (mucha suerte), redefinición de las
circunscripciones electorales para que dejen de coincidir estrictamente
con las provincias y aumente la proporcionalidad del sistema electoral. Y
poca cosa más.
En ese poco más podría ser que entrara la
introducción de un mecanismo que permitiera mejorar el encaje de las
comunidades con personalidad histórica más diferenciada, como Cataluña,
introduciendo los mínimos cambios imprescindibles para convertir el
sistema autonómico en propiamente federal. Pero parece claro que el
camino para llegar ahí no pasa por la celebración de referendos
unilaterales.
Al no existir situaciones de dependencia colonial o
similares, que automáticamente legitimarían, a la luz del actual derecho
internacional, movimientos unilaterales de secesión, cualquier decisión
adoptada unilateralmente por la población de una parte del territorio
español que tuviera efectos jurídicos sobre el resto (como los tendría,
por ejemplo, una hipotética secesión de Cataluña al privar a los
habitantes del resto de España de plenos derechos de ciudadanía en
territorio catalán), sería legal y políticamente inadmisible: nadie
puede tomar decisiones que afecten a terceros sin contar con ellos.
Lo sensato, pues, sería un proceso de reforma constitucional (un
intento de borrón y cuenta nueva, dada la actual correlación de fuerzas,
podría muy bien ser un tiro por la culata para la izquierda), que
requeriría mucha movilización de apoyo.
Proceso que culminara en un
nuevo texto sometido a referéndum en todo el país. A partir de ahí, si
en un territorio determinado el texto constitucional no recibiera
suficiente apoyo, debería procederse a nueva negociación con vistas a
lograr un nuevo consenso." (Entrevista a Miguel Candel, traductor de Gramsci, Sokal, Searle y Aristóteles, El Viejo Topo, en Rebelión, 11/01/17)
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