“De esto trata la votación. No de que Escocia sea una nación, ya somos
una nación: ayer, hoy y mañana (...) En realidad trata (y esta es la
cuestión) de romper todos y cada uno de los vínculos con el Reino
Unido”.
Así comienza el discurso con el que el ex primer ministro Gordon Brown
irrumpió hace un año en la campaña para el referéndum escocés,
contribuyendo a cambiar el rumbo favorable a la independencia que
registraban las encuestas.
No pone en duda que Escocia sea una nación
—lo da por supuesto— sino que serlo justifique la ruptura con los demás
ciudadanos del Reino Unido. Y dedica el resto de su discurso a valorar
lo mucho que comparten todos ellos.
El debate suscitado por las declaraciones de Felipe González
en las que admitía ser partidario del “reconocimiento de la identidad
nacional de Cataluña” remite a esa cuestión. Lo que cuenta no es la
definición como nación sino qué consecuencias políticas se pretenda
extraer de ese reconocimiento.
Desde finales del siglo XIX, los
nacionalistas han dado por supuesto que esa condición implica el derecho
a tener un Estado propio. Es el llamado “principio de las
nacionalidades”, de imposible aplicación dado que en el mundo hay varios
miles de lenguas y categorías étnicas susceptibles de ser catalogadas
como naciones o nacionalidades. En Europa, más de 200.
Michael Ignatieff, el intelectual canadiense autor de varias obras
sobre conflictos étnicos, dedicó seis años de su vida a tratar de llevar
sus ideas a la política práctica como diputado y líder del Partido
Liberal.
En plena campaña por ese liderazgo, un periodista le preguntó a
quemarropa si consideraba que Quebec era una nación. “Por supuesto que
lo es”, respondió, dando por establecido, como ha explicado en su libro
de memorias Fuego y cenizas (Taurus. 2014), que eso no significa
derecho a convertirse en un Estado independiente puesto que varias
naciones “pueden compartir un Estado”.
“Lo que yo rechazaba no era el
orgullo sobre la nacionalidad sino la insistencia en dotarse de un
Estado y la creencia en que los quebequenses debían elegir entre Quebec y
Canadá”, lo que siempre “habían rechazado porque sentían lealtad hacia
ambas”. (...)
Desde entonces, para que fuera posible una reforma constitucional que reconociera a Cataluña
como nación sería necesario encontrar una formulación que dejara claro
que no existe vinculación entre ese reconocimiento y un hipotético
derecho de secesión. Y tampoco con la pretensión de que si Catalunya y
Euskadi son naciones, España no puede serlo.
(Un nacionalista vasco radical de la generación de los años treinta, Manuel Fernández Etxeberria, Matxari, publicó en los sesenta un libro titulado De Euskadi nación a España ficción)." (
Patxo Unzueta , El País,
16 SEP 2015)
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