"Todos los españoles recuerdan dónde estaban el día que el concejal
Miguel Ángel Blanco fue maniatado, arrodillado y ejecutado con dos tiros
por la espalda. El asesinato
perpetrado por la banda terrorista ETA en 1997 conmocionó al país y se
recuerda todos los años con un acto que el pasado lunes estuvo rodeado
de un tono más sombrío del habitual.
La víspera se habían celebrado
elecciones autonómicas en el País Vasco y el partido que durante décadas
apoyó a los verdugos de Blanco logró el mejor resultado de su historia.
ETA nació en los años de la dictadura franquista y, al llegar la
democracia en los años setenta, en lugar de renunciar a la violencia la
propagó durante décadas. Mientras los pistoleros mataban, su brazo
político, hoy bajo la denominación de EH Bildu, justificaba los
atentados y señalaba a los enemigos de la patria vasca, poniéndolos en el punto de mira.
Detrás del éxito del partido EH Bildu, que permitirá a tres expresos
acusados de terrorismo sentarse en el parlamento regional, se encuentra
una de las grandes encrucijadas morales a las que se enfrentan los
países que han sufrido largos periodos de violencia: ¿Es la integración
en el sistema democrático de quienes rompieron sus reglas un precio a
pagar por la paz? España, al igual que hizo Colombia con las FARC o el
Reino Unido con el IRA, decidió que sí hace tiempo.
El país ha tolerado que un partido que vivió en connivencia con el terrorismo de ETA
se presente a las elecciones y defienda la creación de un Estado
independiente. Y, sin embargo, esa generosidad democrática no ha sido
correspondida por los nacionalistas radicales vascos, a pesar de que las
contrapartidas que se les pedían eran modestas. Arrepentimiento por el
daño causado. Renuncia a la intimidación para avanzar su agenda
política. Y un perdón, sincero y sostenido en el tiempo, a las víctimas.
La claridad con la que los dirigentes de Bildu expresan sus deseos de
crear un Estado propio o exigen beneficios penitenciarios para los
presos de ETA se diluye en una calculada ambigüedad a la hora de
reconocer a las víctimas. Mientras, el recuerdo de los 854 asesinados,
6389 heridos y 79 secuestrados por la banda terrorista se debilita en
medio de un discurso que busca equiparar a víctimas y verdugos. El
método para reescribir la historia es viejo y empieza por la perversión
del lenguaje.
Los dirigentes de Bildu insisten en adornar los asesinatos del
romanticismo de la “lucha armada” en sus declaraciones, aunque la
mayoría de las víctimas no portaban armas; los atentados se justifican
en la existencia de “un conflicto”, aunque había resortes para dirimirlo
políticamente; y se reconoce que hubo víctimas, para inmediatamente
después despojarlas de su condición al incluirlas dentro del “sufrimiento de todas las partes”.
La manipulación del relato mantiene a una parte importante de la
sociedad vasca en una realidad paralela y victimista que sirve para
justificar su pasado más oscuro. Nada lo refleja mejor que la
contradicción que se vive desde que ETA anunció su disolución en 2018:
mientras los que apretaban el gatillo reciben multitudinarios homenajes
al abandonar las cárceles, quienes dieron su vida por defender la
libertad en el País Vasco caen en el olvido. Su acoso no termina ni
siquiera con su muerte: el reciente ultraje de la tumba
del líder socialista Fernando Buesa, asesinado en 2000 en Vitoria por
el grupo terrorista, muestra que la sociedad vasca, enferma de odio
durante demasiado tiempo, no se ha curado del todo.
La estrategia de la desmemoria debe ser combatida si la aspiración es
desterrar la violencia para siempre. Las nuevas generaciones ni
siquiera saben quién fue Miguel Ángel Blanco,
un olvido al que contribuyen partidos que como EH Bildu tienen
dificultades incluso para mencionar su nombre. La percepción sobre qué
hizo ETA y por qué ha sido distorsionada por un nacionalismo que sigue
marginando a quienes no secundan sus ideas y que, en su cinismo,
pretende que le den las gracias porque ya no se mate por ellas.
La cada vez más marginal presencia de los partidos españoles
constitucionalistas en el País Vasco —los nacionalistas han sumado en
estas elecciones un 70 por ciento del apoyo— ha dejado en manos de la cultura la preservación de la memoria del terrorismo. Series como ETA, el final del silencio y La línea invisible, o libros como Patria,
cuya versión televisiva será estrenada por HBO en septiembre, recuerdan
el descenso a los infiernos de una sociedad que fue gangrenada por una
visión totalitaria. No es suficiente: es necesario que la verdad se
imponga también en el discurso político.
Los exmiembros de ETA elegidos al parlamento vasco han elegido la vía
política para defender sus posiciones, pero sus declaraciones insisten
en equiparar la violencia del Estado
con el sufrimiento de las miles de víctimas de la banda terrorista. El
mayor valedor de esa teoría es Arnaldo Otegi, el principal líder del
independentismo vasco, condenado en los ochenta por secuestro.
Otegi también recuerda dónde estaba el día que mataron a Miguel Ángel Blanco. “En la playa”, dijo en una entrevista
en 2016. La respuesta es un reflejo de la sistémica falta de empatía
que el mundo abertzale muestra hacia las víctimas y de su constante
intento de legitimar el pasado más oscuro del País Vasco. Aunque Otegi
aseguró haber realizado gestiones para evitar el desenlace fatal de
Blanco, no ha mostrado ningún dato que corrobore esa versión. Hasta hoy
se ha negado a condenar el asesinato.
Para que el País Vasco empiece desde un folio en blanco, y las
heridas de décadas de violencia sanen, el brazo político de la extinta
banda terrorista debe reconocer sin ambigüedad el daño causado. Los
homenajes a etarras condenados deben terminar. Las víctimas han de
recibir el respeto que merecen. Y el compromiso de defender las ideas
sin violencia debe ir acompañado de la honestidad del arrepentimiento
por el luto generado. Solo entonces podrá empezar la verdadera
reconciliación en el País Vasco."
(David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director. Revista de prensa, 16/05/20; fuente: The New York Times)
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