"(...) Un intelectual catalán decidido a convencerme de la necesidad de atender
las demandas de la sociedad catalana, sin que hubiera que llegar a la
secesión dramática que exigen los independentistas, además de hacer un
repaso histórico exhaustivo de los agravios sufridos por la nación
catalana ante la opresión del Estado Español, desde el Conde Duque de
Olivares, apeló vehementemente a sus sentimientos de amor a su lengua, a
su tradición y a su cultura, para diferenciarse del resto de los
españoles.
Hizo una acerba crítica de aquellos
que se apoyan en el constitucionalismo, bajo una postura “neutra”,
obviando la carga emocional que la nación catalana ha impostado en el
corazón de sus hijos y que la aridez de un texto legal, cual la
Constitución, no puede enfriar.
No me quedó claro cuales eran esos sentimientos, si de
decepción, de odio, de rechazo a todos los españoles, a la nación
española, al Estado español, o de amor acendrado a su nación.
Lo que sí era evidente que exigía al resto de España y a los españoles
medidas excepcionales de protección, de apoyo y de respeto a las
demandas catalanas, en razón de tales sentimientos.
Recordemos que el primigenio discurso de la separación
que esgrimían los independentistas tenía como principal cimiento los
supuestos agravios económicos que se les infligía a los catalanes en los
traspasos de impuestos y compensaciones, que dieron lugar al repetido eslogan de “España nos roba”.
Esta
rotunda acusación tuvo, como era de esperar, una airada reacción de
todos aquellos que se dieron por aludidos. Es decir, la mayoría del
resto de la población española.
Ante la respuesta hostil y ofendida no solo de
partidos y medios de comunicación sino de trabajadores y ciudadanos, los
difusores de aquel mantra se vieron reflejados en una imagen poco
grata: los catalanes aprovechados y avariciosos, siempre queriendo más
dinero.
Se dieron cuenta de que no era acertado seguir insistiendo en
sus demandas basándose en las supuestas diferencias económicas,
difíciles además de probar. Tan poco acertado era que, en el debate
televisivo que sostuvieron Josep Borrell y Oriol Junqueras, cuando éste
se vio acorralado por las cifras, los datos y el análisis de aquel, se
atrincheró en el supremo argumento: los catalanes demandan la
independencia por un sentimiento nacional.
El
sentimiento de ser catalán. Que supongo significa sentirse diferente del
resto de los españoles, por lo que no deben compartir la compañía
común.
Analicemos, pues, esta argumentación. (...)
Legislar, y no digamos
escindir un territorio, a tenor de los sentimientos expresados en un
momento dado, es ciertamente un despropósito. Ya que, en
cuestión de poco tiempo, según las consecuencias que se derivarán de la
decisión elegida, la masa votante puede tomar la contraria. La experiencia actual con el Brexit en Gran Bretaña es enormemente ejemplar.
Pero, además, yo querría hacer reflexionar a los
emotivos catalanes, que desean trocear España impulsados por sus
sentimientos personales, que emociones las sentimos todas las personas.
Los catalanes y los valencianos, los murcianos y los castellanos y los
andaluces y los extremeños y los canarios y los gallegos y los vascos.
Y
en cada uno de esos territorios se “sienten” los agravios y las
marginaciones que el poder inflinge a sus sometidos de manera distinta, y
con diferentes grados de intensidad.
Mientras unos,
profundamente ofendidos por no haber recibido las prebendas y
compensaciones que creen que se merecen desean romper para siempre las
fronteras comunes y los lazos que unen a pueblos desde hace muchos
siglos, otros, no tan iracundos, querrán sólo que se les reconozca los
méritos que poseen para ser recompensados, pero sin desvincularse de un
proyecto y de un horizonte común.
¿Y quién ha de ser más atendido? ¿Cuáles son los
sentimientos que deben prevalecer? ¿Por qué los catalanes han de imponer
su preeminencia y no los castellanos, cuyos territorios se encuentran
con una despoblación cada vez mayor, una renta per cápita la mitad de la
media española y una decadencia de influencia en el poder central
evidente?
¿Qué méritos tienen los que habitan en ese territorio del
oriente español que superan a los de los demás ciudadanos?
Si se alega que son más inteligentes, más
industriosos, más trabajadores, más formales y puntuales, no cabe duda
de que están situándose en superioridad respecto a los demás españoles.
Lo que hace tiempo se denomina supremacismo. Algunos hay que apelan
incluso al ADN que nos diferencia.
Pero, además, ¿todos los catalanes abrigan los mismos
sentimientos? Con sinceridad, ¿pueden los secesionistas, y los que no lo
son pero que están emocionados, defender que en Cataluña todos los
catalanes quieren dejar de ser españoles y enfrentarse, tan agriamente,
al resto de los que hemos compartido sufrimientos y destino durante
tantos siglos?
Y, ¿los sentimientos de aquellos
que, siendo catalanes, quieren seguir manteniendo la igualdad y la
fraternidad con el resto de españoles, que pedían los revolucionarios
franceses, no valen nada?
¿Qué plus de bondad, de inteligencia, de voluntad, de
méritos, hay que reconocerles a los catalanes independentistas, para que
sus deseos, emociones y sentimientos deban ser atendidos por encima, y
en contra, de los que abrigan los que no lo son, y viven en Cataluña? ¿Y
al resto de los españoles, no les conciernen esas reclamaciones tan
ofensivas, esas demandas tan exigentes que formulan todos los días los
que difunden los mensajes de rechazo, de hostilidad y hasta de odio
contra ellos?
Realmente, ¿este discurso creado, alimentado y
difundido por un sector de las clases sociales dominantes en Cataluña,
ha de ser no sólo el único atendido por los poderes políticos sino el
que se convierta en palabra de ley y nos lleve a la escisión definitiva
de los territorios, condenando al resto de los ciudadanos catalanes a
ser extranjeros en su propio país? (...)
Los partidos xenófobos que están surgiendo en Europa y que pretenden,
como los independentistas catalanes, trocear el continente en minúsculos
Estados, que conseguirán su “libertad” entregándose indefensos al poder
estadounidense, tienen el mismo discurso: somos diferentes, los otros
nos quitan lo nuestro, diluyen nuestra identidad, hemos de defender la
pureza de la raza, nuestro orgullo nacional, nuestro idioma. (...)
Y mientras los ideólogos y dirigentes escisionistas parece que siguen
viviendo bien, tranquilos y seguros de sí mismos, el Ayuntamiento de
Barcelona acaba de descubrir que tiene que modificar a la baja los
presupuestos de que dispone porque la venta de inmuebles se ha reducido
notablemente.
Ni empresas constructoras ni fondos de inversión ven
seguros sus negocios mientras el baile independentista se prolongue, y
los ciudadanos corrientes no se sienten tentados de invertir en una
ciudad donde cada semana hay una manifestación o concentración o mitin o
sembrada de cruces, que inquietan y molestan a la población.
Pero esa rebaja únicamente afectará a los pobres. Se
eliminarán las ayudas sociales, se escatimará el dinero para los
ambulatorios y las escuelas, se acabarán las ayudas a la vivienda, y
ninguno de los fugados ni de los que siguen en el podium del gobierno lo
notarán.
Los que pagarán, como siempre, las
consecuencias de la demente aventura en que se han embarcado los
Puigdemont y compañía serán los trabajadores y las mujeres, obligados
nuevamente a dejarse explotar más en peores condiciones y a suplir todos
los servicios de cuidados que debería prestar el Estado, a costa de su
esfuerzo y de su salud.
Apoyarse en los sentimientos como fuente de derecho y
de legitimidad legal es tan arcaico y tan injusto como defender el poder
feudal argumentando los sentimientos religiosos.
Madrid, 24 de julio 2018."
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