"(...) La democracia española, sintiéndose débil y amenazada, fue severa con el comandante Tejero,
un exaltado que pasó largas décadas entre rejas por pegar algunos tiros
en el Congreso en una noche de Walpurgis. Fue una asonada incruenta.
Pero, décadas después, ya firmemente asentada y libre del peligro de la regresión, esa misma Democracia ha podido permitirse ser benigna y graciosamente conceder el tercer grado a sus hijos descarriados,
convictos de otro Golpe de Estado --asimismo incruento--, que tras unos
pocos años de castigo van a poder disfrutar de la libertad casi total, o
sea del llamado “tercer grado”, siempre y cuando no reincidan en sus
desafueros.
Estamos casi seguros de que después de haber probado lo amargo que es
el pan del presidio y lo odioso que ha sido el trance (por más que lo
animase con sus crepusculares saludos Joan Bonanit) no
lo harán.
Procurarán no volver a delinquir, por lo menos tan descarada y
desafiantemente; en adelante, estamos seguros de ello, serán más
escrupulosos en el respeto del ordenamiento jurídico. Se acabó la chulería de los choques de trenes y las proclamaciones de independencia.
Por cierto que también es casi seguro que no agradecerán a las
autoridades la indulgencia extraordinaria que el Estado muestra con
ellos. Pero en realidad ¿qué más da si son desagradecidos y dando botes
repiten “¡lo volveremos a hacer!”, o si, hincados de rodillas, rezan un Padre nuestro y
las jaculatorias de la santísima Virgen María? ¿Qué más nos da si por
la noche se van a un descampado a ladrarle a las estrellas?
Algunos observadores y analistas enterados de la cocina del caso
apuntan a que el Tribunal Supremo que condenó, por sentencia del juez
Marchena, a Junqueras, Rull, Turull, Bassas, Forcadell, etcétera, a
largos años de cárcel, insinuaba o pretendía este desenlace del asunto:
inhabilitarles a largo plazo para ejercer un cargo público, para que
unos aventureros que causaron un irreparable daño a la sociedad, en
términos de economía y de imagen --que hoy viene a ser lo mismo-- no
pudiesen reincidir; y dejar en manos de las instancias políticas la duración de la privación de libertad.
En efecto, después del correctivo infligido, desactivar el daño
futuro era lo fundamental. Aunque seguramente a muchos les parecerá un
escarnio que Rull, Turull, Forn, Forcadell, etcétera, pasen lo más claro de sus días libres como el aire y como el viento, como el mar, otros casi nos alegramos; en primer lugar, por una cuestión de natural inclinación a la benignidad, la
tolerancia y la compasión con el caído: a la mayoría de los españoles
no le alegra que nadie esté privado de libertad, sobre todo si se ponen
los medios para que no reincida en sus delitos; y en segundo lugar, el tercer grado es políticamente útil porque desdibujará
un poco el aura de víctima idealista que suele realzar la figura del
prisionero. Y con ello reduce su autoridad moral. Y con ésta, su
autoridad política.
El tercer grado, tan rápidamente concedido, desautoriza, o si se prefiere tranquiliza, a todos los sensacionalistas de la sensibilidad que se indignaban por los “cientos de años de cárcel” que les habían caído a los golpistas “solo por poner las urnas”.
Éstos, no cabe duda, podrán “monetizar” sus penalidades con libros,
apariciones televisivas y asesorías, y hacerse fotos a la entrada y
salida de los presidios los fines de semana; Llach, Sopa de Cabra o Els Pets
podrán dedicarles una canción o un disco entero de homenaje; pero
tendrán que ganarse la vida casi --casi-- como cualquier hijo de vecino,
y no cobrando sueldos escandalosos como son los de los altos cargos de
la Generalidad, que les dejaban las manos libres para conspirar contra la soberanía del pueblo y socavar las estructuras del Estado.
Si el “procés”, y el falso agravio de “la sentencia del Estatut”,
y en realidad el mismo nacionalismo catalán, eran un conflicto
interesadamente impostado, más propio del siglo XIX que del XX, y no
digamos ya del XXI, ahora, en los tiempos del Covid y sus secuelas
económicas, es un anacronismo clamoroso.
Aquí, por desgracia, se va a sufrir mucho, muchos sufrirán de verdad, y
los burgueses “soñadores” de naciones irredentas y de fantasías con
banderitas quizá sigan siendo bienvenidos en su casa pero solo como
contadores de rondalles a la vora del foc.
Así que salgan de las cárceles enhorabuena los mustios Tartarines y vuelvan a Tarascón, que les bailen un aurresku,
abrácense a sus seres queridos y péguense una larga ducha con champú
Moana que les quite el repugnante olor de la cárcel. No se les exige que
manifiesten arrepentimiento, ni propósito de enmienda, ni que nos den
las gracias. Pero pónganse las mascarillas." (Ignacio Vidal-Folch , Crónica Global, 03.07.2020)
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