"(...) Azaña, al igual que Bonaparte, pasó del amor al odio en menos de una
década. Aunque la culpa no la tuvo el adulterio, sino tristes sucesos
como la proclamación ilegal del Estado Catalán en 1934 por parte de
Lluis Companys o la obsesión de los políticos independentistas por
firmar la paz con Francisco Franco durante la Guerra Civil a espaldas de la Segunda República.
Una causa, esta última, que se recoge en la obra colectiva «La Guerra
Civil española, 80 años después. Un conflicto internacional y una
fractura cultural» (Tecnos, 2019).
«El conocimiento de las actuaciones
exteriores de catalanes y vascos consiguió enfadar tanto a Azaña como a Negrín», desvela Josep Sánchez Cervelló en el capítulo de este libro dedicado al secesionismo periférico («El separatismo catalán y vasco durante la guerra»). En ese punto se rompió su relación. (...)
Tras la proclamación de la Segunda República y su llegada al gobierno, Manuel Azaña se convirtió en uno de los mayores artífices del Estatuto de Cataluña. Durante meses trabajó y debatió para que se firmara el Estatuto de Nuria (el que aprobaría este gran paso). El político defendió a capa y espada su postura en discursos como el del 27 de mayo de 1932:
«Señores diputados, con este sentimiento de colaboración, con este
sentimiento de unidad profunda e interior de todos los españoles, es con
el que yo invito al Parlamento y a los partidos republicanos a que se
sumen a esta obra política [la autonomía catalana], que es una obra de
pacificación, que es una obra de buen gobierno». El 8 de septiembre de ese mismo año, sus deseos se hicieron realidad.
Embajadas, representación internacional y paz
En ojos de nuestro protagonista, todo aquel trabajo por el Estatuto quedó destrozado el 6 de octubre de 1934, cuando Lluis Companys (presidente de la Generalitat y líder de Esquerra Republicana) proclamó el Estado Catalán aprovechando la tensión que reinaba en España debido a la Revolución de Asturias.
«Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y
a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat, que desde este
momento rompe toda relación con las instituciones falseadas», afirmó a
la multitud que se reunió aquella jornada en Barcelona. Aunque aquello
fue cortado de raíz de la mano del presidente Alejandro Lerroux y del general Domingo Batet poco después, fue el inicio del desamor entre ambos.
Sin embargo, lo que de verdad logró corroer a Manuel Azaña fue la puñalada trapera que parte de Cataluña y del País Vasco
le dieron en la Guerra Civil al solicitar, a espaldas de la Segunda
República, la paz a Franco. Según narra Sánchez Cervelló en «El
separatismo catalán y vasco durante la Guerra Civil», todo comenzó el 17 de julio en el Protectorado de Marruecos.
En sus palabras, el «derrumbe del Estado central permitió que tanto
Cataluña como Euskadi llenaran el vacío dejado por la administración y
asumieran competencias que no estaban contempladas en los respectivos
estatutos de Autonomía». En el caso de Companys, por ejemplo, la
creación de la Consejería de Defensa y el Comité de Milicias Antifascistas. Dos organizaciones destinadas a «disponer de una industria de guerra propia» y «asumir el control del orden público».
Por si estos movimientos no fueran lo suficientemente
llamativos, ambos gobiernos iniciaron los contactos necesarios para
obtener representación internacional.
Por descontado, sin contar con el gobierno central.
En diciembre,
aquella idea vaga se hizo palpable cuando el político del PNV Manuel de Irujo
escribió al presidente del directorio de su partido en los siguientes
términos: «España no tiene solución. Euskadi y Cataluña deben aspirar a
tener embajadas y consulados y un agregado junto al cónsul o embajador,
que permita su representación coordinada, pero con personalidad propia,
peculiar. De no tomar esta medida no avanzaremos en la vía confederal».
En la misma misiva incidía en que la Generalitat aprobaba aquella
política.
Aunque el caso más sangrante fue el de Euskadi (Irujo
mantuvo contacto con cónsules extranjeros para lograr su objetivo) en
Cataluña sucedió otro tanto. De hecho, el autor confirma en la
mencionada obra que, según la Brigada Especial de Información (una suerte de servicio secreto que pendía de la CNT-FAI),
por entonces diferentes grupos de catalanistas exiliados ya intentaban,
«inspirados por elementos facciosos o incluso con las directrices
perturbadoras emanadas del campo fascista», buscar «una paz separada y acabar con la revolución». Siempre según Sánchez Cervelló, también trabajan ya en ello organizaciones como la Lliga Catalana. «Cambó
[miembro de la Lliga] reveló un conocimiento exacto de esta supuesta
maniobra secesionista», añade. De entrada, estos acertados rumores
aumentó la tensión con el gobierno central.
Las sospechas se confirmaron el 9 de febrero de 1937,
día en que el redactor jefe del «Daily Telegraph» de Londres envió un
telegrama a Lluis Companys en los siguientes términos: «Según periódico
tarde inglés: Sección del Gobierno catalán ha establecido contacto con Franco objeto evitar conflicto directo con los rebeldes, en caso de vencer Gobierno de Valencia.
Agradeceríamos muchísimo información autorizada de Su Excelencia a este
sujeto. Gracias anticipadas» [SIC].
La respuesta fue una negativa. «La información es absurda y la sola suposición nos duele». Pero la realidad era bien distinta a lo que se explicaba desde los organismos oficiales. Algo que quedó claro cuando Manuel Carrasco i Formiguera (de la nacionalista Unió Democrática de Catalunya) se reunió con el embajador británico para que empezara a mediar con los franquistas «con el beneplácito vasco y catalán».
Más movimientos
A lo largo del año 1937 se desarrollaron más movimientos de los gobiernos catalán y vasco para acercarse a la política internacional y separarse, poco a poco, de la Segunda República. Así lo afirma el autor, quien señala que se llevaron a cabo mediante los embajadores culturales (encargados de organizar, por ejemplo, exposiciones en el extranjero para mejorar su imagen). Cuando se descubrió el pastel, la ira cundió en Azaña y Juan Negrín. «La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable.
Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la
Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia,
han pasado al dominio público», escribió el primero en sus diarios. Al
segundo (presidente de la Segunda República a partir de 1937) le ocurrió
otro tanto cuando descubrió que Companys se había entrevistado con Édouard Daladier e Ybon Delbos, ministros de Guerra y de Asuntos Exteriores de Francia.
Aquello solo fue el principio. En las mismas fechas, Cataluña se
desmarcó todavía más del gobierno central distribuyendo entre sus
soldados un emblema con el escudo de la Generalitat con la palabra Catalunya.
Estas fueron acompañadas del siguiente lema: «¡Combatientes catalanes!
Cuando vayas a luchar hazlo en nombre de Cataluña, cuando vayas a luchar
hazlo pensando en Cataluña. Es necesario también que se vea que es en
nombre de Cataluña». Cuando, el 1 de noviembre, el gobierno de la
República se estableció en Barcelona, la tensión aumentó.
Ejemplo de
ello es que, durante una reunión, Negrín ordenó a Companys que se
abstuviera de toda intervención en política internacional y le reprochó
sus esfuerzos porque Cataluña y España fueran entendidas como entidades
diferentes. El primero criticó estos movimientos políticos poco después:
«No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos reviva en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino».
Aunque ni Cataluña ni Euskadi lograron una paz pactada con Franco, sí
consiguieron que Azaña perdiera la fe en los separatistas. El 17 de
noviembre de 1938 lo dejó claro en su diario: «Llamo la atención del
gobierno sobre los amigos oficiosos que hacen gestiones diplomáticas en
París y Londres, sembrando el desconcierto y rebajando la autoridad del
gobierno. Hacen daño. Necesidad de
terminar con eso. Desautorizarlo».
Poco después, Negrín fue todavía más
claro: «Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero.
Pero ante estas cosas, me indigno. Si esas gentes van a descuartizar a
España, prefiero a Franco. Con Franco
ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere, pero
estos hombres son inaguantables. Acabarán por dar la razón a Franco». (Somatemps, 05/04/19)
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