"(...) Una vez, con apenas 20 años, estuve en Bonn unos
días. Fui a visitar a una amiga mía que estaba asistiendo a unas clases
en su universidad. Mientras ella atendía sus deberes, yo deambulaba por
la ciudad, sin hablar con nadie, pues no sabía ni una sola palabra de
alemán. Llevaba conmigo el primer tomo de En busca del tiempo perdido,
que leía incansablemente en cafés y jardines mientras esperaba el
regreso de mi amiga.
Una mañana, durante uno de esos paseos, oí la voz
de una mujer cantando en español, y me acerqué a ver. Era una mujer de
edad indefinida que, arrodillada en el suelo, como tantas veces había
visto en mi infancia, estaba fregando el portal de una casa. La canción
era la queja de un hombre al que habían robado su carro y se preguntaba
dónde podía estar.
Y esa imagen, y esa canción, me conmovieron de tal
manera que no pude moverme de allí hasta que la mujer terminó de
cantarla. Un chico, aprendiz de escritor, que estaba leyendo
apasionadamente a Proust, hechizado por una canción de Manolo Escobar.
¿Hay quien entienda esta escena?
Es extraño esto de la patria, la mayor parte de las
veces tiene que ver con cosas inconfesables. Lo que llamamos patriotismo
bien podría definirse como una de esas tiernas perversiones que nos
hacen amar inexplicablemente incluso aquello que nos avergüenza.
No hay
forma de evitarlo, son los asuntos del corazón, y ya se sabe que el
corazón es un poco bobo. ¿Podríamos vivir si no lo fuera? Pero una cosa
es que seamos permisivos con las tontunas de ese corazón, y otra, que le
hagamos más caso de la cuenta.
Para eso sirve el humor, para
defendernos de sus excesos. No me refiero a ese tipo de humor que busca
rebajar y ofender. Y ahí están los cientos de chistes que sobre las
mujeres, los homosexuales, los emigrantes, los tartamudos o los que
sufren alguna tara tenemos que soportar con tanta frecuencia.
Me refiero
al humor de los padres con sus niños pequeños, de las parejas entre sí,
de los seres verdaderamente religiosos cuando miran el mundo. Es
difícil concebir un amor en el que los amantes no se gasten bromas.
Tienen que hacerlo para no ser devorados por su propio delirio.
La broma
los devuelve al mundo real. También las madres y los niños pequeños
suelen tomarse a broma su propio amor. De otra forma caerían en la
locura, lo que por desgracia pasa muchas veces. La broma es uno de los
rostros de esa ternura que viene en su ayuda para salvarles.
Digo esto porque una de las cosas que caracterizan a
estos nacionalismos furibundos que padecemos es su falta de humor. Juan
José Millás escribió un luminoso artículo en que alertaba sobre los
peligros de una identidad hipertrofiada.
Nunca había que ser enteramente
una sola cosa, venía a decir en ese artículo. En vez de ser español,
había que ser medio español, lo que aplicado a los independentistas
catalanes significa que harían bien en ser solo la mitad de lo que dicen
ser. A unos y a otros nos quedaría así una parte libre, sin
compromisos, con la que podríamos aspirar a ser otras cosas y llegar a
entendernos.
Roberto Rossellini dijo que el corazón de una sociedad es
la ley, pero que el de una comunidad es el amor. Y hablar de una
comunidad es hablar de fiestas comunes, de una lengua, de canciones y
bailes, de comidas al aire libre, de celebraciones y fiestas
compartidas. Y está bien disfrutar de todo eso, pero también es
importante no tomárselo demasiado en serio, y no olvidar que ese amor
del que habla Rossellini es el otro nombre de la fraternidad, que nos
hace iguales a nuestros vecinos.
No, señor Torra, el franquismo no fue
una pesadilla que sufrieron solo los catalanes, la sufrimos todos.
Bueno, no todos, que en todas partes hubo quienes lo recibieron con todo
tipo de parabienes, como pasó en Cataluña, por cierto, donde una parte
importante de su burguesía se sumó encantada a la siniestra fiesta, como
bien se explica en Habíamos ganado la guerra, el libro de memorias de Esther Tusquets. (...)
Los sueños excluyentes no solo son malos para quienes
los sufren, sino también para quienes los imponen, que terminan siendo
sus prisioneros. Y, entonces, el sueño se transforma en delirio. Es lo
que les pasa a los fanáticos, que tienen sueños que no pueden abandonar,
de los que ya no regresan.
Pero ¿por qué conformarse con un solo sueño
cuando se pueden tener todos los sueños? “El extranjero te permite ser
tú mismo, al hacer de ti un extranjero”. Son palabras de Edmond Jabès,
ciudadano del mundo. Quienes cruzan los puentes, eso es lo que todos
deberíamos ser: extranjeros en esta tierra." (Gustavo Martín Garzo es escritor, El País, 22/11/18)
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