7/10/16

Garantizar los derechos lingúísticos de los hablantes de lenguas minoritarias (vasco, catalán, gallego) no puede hacerse a costa de sacrificar la lengua común, mayoritaria

"(...) No se trata de imponer una lengua única, como les gustará rebatir a los erizos de la política. Resulta que los derechos lingüísticos de los ciudadanos (¡nunca de las lenguas!) son peliagudos por ser derechos individuales de ejercicio colectivo y, por tanto, contextuales. 

Y esto implica necesariamente establecer un criterio territorial para garantizarlos correctamente: en las CCAA bilingües suele haber zonas de uso (quizás más confusas en Cataluña pero muy nítidas en la Comunidad Valenciana, Euskadi o Navarra; no conozco suficiente Galicia), que son lo que la política lingüística debe determinar; sin permitir, como de hecho está ocurriendo de manos del nacionalismo, que las leyes autonómicas expandan artificialmente dichas zonas allí donde no hay tal uso.

 ¿Si todos sabemos que no se oirá en Alicante el valenciano que se oye en Castellón, ni en el sur de Navarra el euskera que quizás sí llegue a oírse en algún punto del norte (¡el uso del euskera en Navarra roza el 10%!), por qué exigir en ambos sitios, castellanoparlantes, el requisito (o mérito desorbitado) lingüístico para el acceso a la función pública?

 ¿Aceptaría un madrileño o un albaceteño que le exigieran aprobar un examen de catalán o euskera para acceder a la función pública en Madrid o en Albacete? ¿Por qué nos echan a nosotros a los leones nacionalistas?

Otro ejemplo: si, por razón de las guerras y el terrorismo en el norte de África, llegasen en masa a Valencia refugiados sirios y con el tiempo adquiriesen derechos de ciudadanía pero conservasen sus usos lingüísticos, el Ayuntamiento probablemente (en función de su representatividad relativa en la zona) debería en justicia garantizarles derechos lingüísticos.

Pero al mismo tiempo parecería razonable sostener, por una parte, que garantizar tales derechos a los hablantes no puede hacerse a costa de sacrificar la lengua política, es decir, no pueden garantizarse mermando la función democrática e integradora de una lengua común, que deberá ser obligatorio estudiar. 

Y, por otra parte, no menos razonable será pretender salvaguardar el derecho al igual acceso a la función pública. Entre otras cosas porque quienes, mediante oposición, acaban siendo gestores del poder administrativo (que debe regirse por principios como los de legalidad o imparcialidad) ejercen un papel democrático esencial, pocas veces bien aquilatado por la teoría política.

 De hecho, piensen en lo que ocurriría si, para garantizar los derechos que en el caso anterior corresponderían a los sirios, se exigiera un nivel (no digo ya alto, sino un nivel mínimo) de árabe en todos los puestos de acceso a la función pública… Es evidente que la mayoría de valencianos tendrían obstaculizado el acceso a la función pública.

 Por eso, y para garantizar que en la función pública prime la competencia, es fundamental pensar, por zonas, en sistemas de cuotas a la hora de exigir requisitos lingüísticos en las oposiciones; y que tales cuotas sólo se impongan para puestos que tengan que dar cara al ciudadano. Pero esta no es, desde luego, la estrategia del nacionalismo, que tiene más interés en llevar a puerto la construcción nacional que en garantizar una función pública competente.(...)

En fin, que no parece fácil relacionar la solidaridad y la defensa de la clase trabajadora (que, por oposición al capital a partir del cual se define, tampoco debería conocer fronteras) con la fragmentación de comunidades políticas. 

Pero eso es lo que pretende el nacionalismo, bien construyendo directamente barreras jurídico-políticas (fronteras), bien, como hemos visto, preparando antes el terreno mediante barreras menos visibles, como las de la lengua (usando requisitos o méritos tan desproporcionados que, en la práctica, juegan el papel de requisitos). 

Aunque un gallego y un catalán acabarán comunicándose en castellano (y en eso radica la potencia de toda lengua común o política –y más el castellano–, en abrir puertas y tender puentes, en hacernos accesible objetos –producciones culturales, guías turísticos, mercados de trabajo extranjeros, etcétera– que, para hablantes de lenguas minoritarias, quedan restringidos), resulta que cuando cada uno de ellos busca trabajo en la comunidad autónoma ajena sólo encuentra obstáculos que desincentivan su movilidad; obstáculos para acceder a los puestos de la función pública (incluso para puestos donde no tendría que atender al público), para cerrar contratos de obra o de servicios con la administración autonómica, para escolarizar a sus hijos, para presentar su tarjeta de la Seguridad Social y ser normalmente atendido, etc.

Muchos ciudadanos españoles que vivimos en comunidades bilingües (repetimos que las comunidades bilingües no albergan exclusivamente a ciudadanos bilingües, sino también –y son mayoría, por eso sonroja repetirlo tantas veces– monolingües en castellano) usamos diariamente el castellano y vemos un alto coste de oportunidad en manejar correctamente la lengua cooficial en lugar de estudiar inglés o de emprender otras muchas actividades.

 Nos piden que valoremos una lengua que no es la nuestra, pero no tenemos por qué valorarla hasta tal punto, sin que ello implique menospreciarla. Lo que sí valoramos es que nuestros conciudadanos bilingües puedan comunicarse sin obstáculos en su lengua, que sean atendidos por su administración más próxima en su lengua, que puedan llevar a sus hijos al colegio en su lengua.

Podemos apreciar también que, residiendo en una comunidad bilingüe, todos (bilingües y monolingües) puedan acceder libremente al estudio de la lengua regional. Esto estaría especialmente justificado, más allá de la lengua materna de cada cual y de la zona de uso lingüístico en la que se resida, porque el conocimiento de dicha lengua abre las puertas al mercado de trabajo de la respectiva Comunidad Autónoma y, además, constituye ora un mérito ora un requisito para oposiciones y concursos públicos. 

E incluso, y siguiendo la misma lógica en defensa de la igualdad de oportunidades, quizás podría estudiarse –como me hizo entender hace poco mi amigo Juan Antonio Cordero– la viabilidad de ofrecer en el currículo escolar la opción de estudiar en toda España alguna de las lenguas cooficiales del Estado: de otro modo, los empleos y plazas públicas de las CCAA bilingües que exijan el conocimiento de las lenguas regionales quedarían irremediablemente vedadas a los ciudadanos de las comunidades monolingües (castellanoparlantes, se entiende).

Pero, ojo, esta medida, que busca ser igualitaria, jamás debería retroalimentar a su vez un nuevo aumento del nivel de dichos méritos/requisitos para el acceso a la función pública si es contrario a la realidad sociolingüística, que es la realidad de uso

Esto generaría más desigualdad. Por otra parte, la opción de estudiar el resto de lenguas del Estado en absoluto implicaría la extensión al conjunto de España de la cooficialidad de esas lenguas, que debe quedar restringida a las zonas realmente bilingües de las CCAA estatutariamente bilingües. A semejante proyecto multilingüe deberán anteponerse tanto la restricción presupuestaria como el derecho a la igualdad de acceso a la función pública.

Por fin, resulta fundamental que todo el mundo comprenda que para evitar que los bilingües decidan algún día hablar a sus hijos exclusivamente en castellano (si es que creyesen que, a fin de cuentas, resulta más práctico o que brindaría a sus hijos mejores armas en el mercado de trabajo), no es en absoluto de justicia que nos impongan a todos la lengua regional. Un derecho lingüístico es lo contrario a una obligación lingüística. Debería ser evidente.  (...)"              (Mikel Arteta, Frontera-D, 23/09/16)

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