"(...) No se trata de imponer una lengua única, como les gustará rebatir a
los erizos de la política. Resulta que los derechos lingüísticos de los ciudadanos
(¡nunca de las lenguas!) son peliagudos por ser derechos individuales
de ejercicio colectivo y, por tanto, contextuales.
Y esto implica
necesariamente establecer un criterio territorial para garantizarlos
correctamente: en las CCAA bilingües suele haber zonas de uso
(quizás más confusas en Cataluña pero muy nítidas en la Comunidad
Valenciana, Euskadi o Navarra; no conozco suficiente Galicia), que son
lo que la política lingüística debe determinar; sin permitir, como de
hecho está ocurriendo de manos del nacionalismo, que las leyes
autonómicas expandan artificialmente dichas zonas allí donde no hay tal
uso.
¿Si todos sabemos que no se oirá en Alicante el valenciano que se
oye en Castellón, ni en el sur de Navarra el euskera que quizás sí
llegue a oírse en algún punto del norte (¡el uso del euskera en Navarra
roza el 10%!), por qué exigir en ambos sitios, castellanoparlantes, el
requisito (o mérito desorbitado) lingüístico para el acceso a la función
pública?
¿Aceptaría un madrileño o un albaceteño que le exigieran
aprobar un examen de catalán o euskera para acceder a la función pública
en Madrid o en Albacete? ¿Por qué nos echan a nosotros a los leones
nacionalistas?
Otro ejemplo: si, por razón de las guerras y el terrorismo en el
norte de África, llegasen en masa a Valencia refugiados sirios y con el
tiempo adquiriesen derechos de ciudadanía pero conservasen sus usos
lingüísticos, el Ayuntamiento probablemente (en función de su
representatividad relativa en la zona) debería en justicia garantizarles
derechos lingüísticos.
Pero al mismo tiempo parecería razonable sostener, por una parte, que
garantizar tales derechos a los hablantes no puede hacerse a costa de
sacrificar la lengua política, es decir, no pueden garantizarse mermando
la función democrática e integradora de una lengua común, que deberá
ser obligatorio estudiar.
Y, por otra parte, no menos razonable será
pretender salvaguardar el derecho al igual acceso a la función pública.
Entre otras cosas porque quienes, mediante oposición, acaban siendo
gestores del poder administrativo (que debe regirse por principios como
los de legalidad o imparcialidad) ejercen un papel democrático esencial,
pocas veces bien aquilatado por la teoría política.
De hecho, piensen
en lo que ocurriría si, para garantizar los derechos que en el caso
anterior corresponderían a los sirios, se exigiera un nivel (no digo ya
alto, sino un nivel mínimo) de árabe en todos los puestos de
acceso a la función pública… Es evidente que la mayoría de valencianos
tendrían obstaculizado el acceso a la función pública.
Por eso, y para
garantizar que en la función pública prime la competencia, es
fundamental pensar, por zonas, en sistemas de cuotas a la hora de exigir
requisitos lingüísticos en las oposiciones; y que tales cuotas sólo se
impongan para puestos que tengan que dar cara al ciudadano. Pero esta no
es, desde luego, la estrategia del nacionalismo, que tiene más interés
en llevar a puerto la construcción nacional que en garantizar una
función pública competente.(...)
En fin, que no parece fácil relacionar la solidaridad y la defensa de la clase trabajadora (que, por oposición al capital a partir del cual se define, tampoco debería
conocer fronteras) con la fragmentación de comunidades políticas.
Pero
eso es lo que pretende el nacionalismo, bien construyendo directamente
barreras jurídico-políticas (fronteras), bien, como hemos visto,
preparando antes el terreno mediante barreras menos visibles, como las
de la lengua (usando requisitos o méritos tan desproporcionados que, en
la práctica, juegan el papel de requisitos).
Aunque un gallego y un
catalán acabarán comunicándose en castellano (y en eso radica la
potencia de toda lengua común o política –y más el castellano–, en abrir
puertas y tender puentes, en hacernos accesible objetos –producciones
culturales, guías turísticos, mercados de trabajo extranjeros, etcétera–
que, para hablantes de lenguas minoritarias, quedan restringidos),
resulta que cuando cada uno de ellos busca trabajo en la comunidad
autónoma ajena sólo encuentra obstáculos que desincentivan su movilidad;
obstáculos para acceder a los puestos de la función pública (incluso
para puestos donde no tendría que atender al público), para cerrar
contratos de obra o de servicios con la administración autonómica, para
escolarizar a sus hijos, para presentar su tarjeta de la Seguridad
Social y ser normalmente atendido, etc.
Muchos ciudadanos españoles que vivimos en comunidades bilingües
(repetimos que las comunidades bilingües no albergan exclusivamente a
ciudadanos bilingües, sino también –y son mayoría, por eso sonroja
repetirlo tantas veces– monolingües en castellano) usamos diariamente el
castellano y vemos un alto coste de oportunidad en manejar
correctamente la lengua cooficial en lugar de estudiar inglés o de
emprender otras muchas actividades.
Nos piden que valoremos una lengua
que no es la nuestra, pero no tenemos por qué valorarla hasta tal punto,
sin que ello implique menospreciarla. Lo que sí valoramos es que
nuestros conciudadanos bilingües puedan comunicarse sin obstáculos en su
lengua, que sean atendidos por su administración más próxima en su
lengua, que puedan llevar a sus hijos al colegio en su lengua.
Podemos apreciar también que, residiendo en una comunidad bilingüe, todos (bilingües
y monolingües) puedan acceder libremente al estudio de la lengua
regional. Esto estaría especialmente justificado, más allá de la lengua
materna de cada cual y de la zona de uso lingüístico en la que se
resida, porque el conocimiento de dicha lengua abre las puertas al
mercado de trabajo de la respectiva Comunidad Autónoma y, además,
constituye ora un mérito ora un requisito para oposiciones y concursos
públicos.
E incluso, y siguiendo la misma lógica en defensa de la
igualdad de oportunidades, quizás podría estudiarse –como me hizo
entender hace poco mi amigo Juan Antonio Cordero– la viabilidad de
ofrecer en el currículo escolar la opción de estudiar en toda España
alguna de las lenguas cooficiales del Estado: de otro modo, los empleos y
plazas públicas de las CCAA bilingües que exijan el conocimiento de las
lenguas regionales quedarían irremediablemente vedadas a los ciudadanos
de las comunidades monolingües (castellanoparlantes, se entiende).
Pero, ojo, esta medida, que busca ser igualitaria, jamás debería
retroalimentar a su vez un nuevo aumento del nivel de dichos
méritos/requisitos para el acceso a la función pública si es contrario a
la realidad sociolingüística, que es la realidad de uso.
Esto
generaría más desigualdad. Por otra parte, la opción de estudiar el
resto de lenguas del Estado en absoluto implicaría la extensión al
conjunto de España de la cooficialidad de esas lenguas, que debe quedar
restringida a las zonas realmente bilingües de las CCAA
estatutariamente bilingües. A semejante proyecto multilingüe deberán
anteponerse tanto la restricción presupuestaria como el derecho a la
igualdad de acceso a la función pública.
Por fin, resulta fundamental que todo el mundo comprenda que para evitar que los bilingües decidan algún día hablar a sus hijos exclusivamente en castellano
(si es que creyesen que, a fin de cuentas, resulta más práctico o que
brindaría a sus hijos mejores armas en el mercado de trabajo), no es en absoluto de justicia que nos impongan a todos la lengua regional. Un derecho lingüístico es lo contrario a una obligación lingüística. Debería ser evidente. (...)" (Mikel Arteta, Frontera-D, 23/09/16)
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