"Con el título de My Mission to Spain,
el diplomático y escritor norteamericano Claude G. Bowers publicó en el
año 1954 en Nueva York un libro de memorias en el que dejaba constancia
de sus experiencias como embajador de Estados Unidos en Madrid entre
1933 y 1939.
Ese libro, que nunca vio la luz en edición española,
resulta de un interés excepcional, pues Bowers tuvo un trato personal
muy intenso con los principales actores políticos de la República y de
ellos supo trazar excelentes retratos en una prosa de estilo sobrio, con
juicios claros y oportunos, y eficazmente poética en más de un pasaje.
Bowers no dispuso de muchos
meses para conocer a Azaña, pero desde el primer momento apreció sus
virtudes intelectuales y humanas, y cuando en otoño de 1933 fue
sustituido por Lerroux en la presidencia del gobierno, percibió a
primera vista todo lo que se perdía en el cambio.
Y así escribe que,
tras haber visto desde la puerta entornada del despacho presidencial
cómo el nuevo mandatario se dejaba rodear por una cuadrilla de
vociferantes subordinados, ansiosos de arañar un cargo en el nuevo
gobierno, entendió cuál era la diferencia entre Azaña y Lerroux: el
primero era un hombre de Estado y el segundo, un jefe.
La palabra que
usa Bowers en inglés es boss, que también podríamos traducir
por amo, cacique o patrón. Cualquiera podría servir, en un momento dado,
para designar cierta manera de concebirse como político.
Incluso
milhombres, el calificativo que Josep Pla —siempre en busca del adjetivo
preciso— eligió en los años setenta para describir las maneras
autoritarias y presumidas de un Jordi Pujol que aún no había llegado a
la presidencia de la Generalitat.
El anatema del lerrouxismo ha
servido al nacionalismo catalán como un arma oxidada para negar toda
legitimidad a cualquier proyecto político que haya representado una
amenaza, por pequeña que fuera, a su voluntad de poder. Pujol la manejó
con empeño para coser la boca a los socialistas antes de que estos
aprendieran a cosérsela por sí mismos, y después no ha habido dirigente
de CDC o de ERC que no la haya usado hasta la náusea.
Ahora bien, el
personaje de Lerroux presenta más de un perfil y, si el juego consiste
en señalar a los políticos contemporáneos que más se le pueden parecer,
no creo que el propio Pujol sea precisamente de los menos indicados. Es
cierto que Pujol no ha trabajado nunca, que se sepa, de crupier de
casino, ni ha repartido mamporros en la puerta de un local, ni se ha
paseado por las calles vestido de dandi —tres cosas que Lerroux practicó
con toda diligencia antes de convertirse en presidente del Consejo de
Ministros—, pero lo que no ofrece ninguna duda es que ese hombre al que
muchos tomaron por un hombre de Estado pertenecía claramente a la
categoría de los jefes.
Pla, Tarradellas, y cualquier persona que no se
hubiese dejado embelesar por la fascinación que la ordinariez del líder
causaba en ciertos sectores de la sociedad catalana, supieron verlo
desde el primer momento, con la misma precisión con la que Bowers lo
captara en Lerroux.
Es solamente porque era un jefe, y no porque tuviese
un pacto con el Estado que le permitiera alargar la mano a cambio de
desactivar los sueños independentistas de los catalanes —como ahora
pretenden los que se han pasado décadas imitando sus palabras y sus
gestos—, por lo que durante tantos años pudo hacer todo lo que le vino
en gana." (Ferrán Toutain, 09/05/16)
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