"Este miércoles conocí a Manuel Bultó Font, al que tú llamarías, dado que
eres algo antigua, el heredero de una familia acaudalada. El señor
Bultó está a punto de cumplir los 90 años. Pero aún va en moto, como
propio de un bultaco, y tiene el andar firme y la cabeza clara. (...)
Bultó estaba en el acto como víctima. No sólo porque en 1977, y en
nombre del separatismo catalán, mataron a su padre. También porque hace
un mes entrevistaron cuidadosamente a uno de sus asesinos, un llamado
Carles Sastre, en la radio y en la televisión públicas catalanas.
Con
tanto cuidado que ni Mònica Terribas, responsable del programa matinal
de Catalunya Ràdio, ni Xavier Graset, que hace lo mismo en un programa
del canal televisivo de noticias, citaron su condición de asesino
condenado. La familia Bultó se quejó amargamente del tratamiento
informativo y, como el acto del Cotton trataba de alumbrar la
posibilidad de un nuevo periodismo en Cataluña, ahí estaba el hijo de
Bultó a modo de ejemplo hiriente de su necesidad.
La irrupción en la cadena pública del asesino Sastre tuvo interés por
su capacidad de metaforizar algunos rasgos inmorales de la práctica
periodística local. La primera alude al marco establecido para decidir
quién entra o no a formar parte del discurso periodístico. El asesino
Sastre estaba allí porque era protagonista de una operación política del
sector cínicocapitalista de la Cup, que trataba de que Artur Mas
siguiera.
Había firmado un manifiesto junto a otros de los que Terribas
llamaba, con pujo académico y miseria eufemística, «históricos del
independentismo combativo». Una atenuación comprensible, desde luego, si
se piensa que el presidente Mas estaba recibiendo el apoyo de un
asesino. A diferencia de la mitad de la población catalana contraria a
la secesión un asesino puede entrar con facilidad en el frame mediático
siempre y cuando la defienda.
El asesino Sastre encabezaba el manifiesto
por una popularidad cuyas razones no se detallaron: no solo mató a
Bultó y resultó absuelto de su participación en el asesinato del alcalde
Viola sino que fue miembro empecinado de Terra Lliure, la banda
criminal nacionalista.
Hasta ahora lo más importante que ha hecho Sastre en su vida es matar
a un hombre. Pero la periodista Terribas no creyó, en la presentación
que hizo del personaje, que éste fuera un detalle relevante y lo obvió.
Lo mismo hizo Graset, aunque con más virtuosismo: logró hablar con el
asesino más de un cuarto de hora sin aludir a sus crímenes.
Lo
extraordinario es que en las dos entrevistas se trató de política y, más
concretamente, de separatismo. Un contexto donde la mención del
asesinato aún cobraba más sentido: Sastre mató a un hombre y militó en
una banda terrorista por las mismas razones que ahora firmaba el
manifiesto favorable a la continuidad de Mas.
Terribas es independentista. Graset no lo sé. Ellos sabrán si su
presentación del asesino obedece o no a una instrucción moral. En
cualquier caso supone una grave incompetencia técnica. La selección de
los detalles es crucial en el ejercicio del oficio periodístico. Y la
suya fue desastrosa. La anécdota particular cabe vincularla también con
un principio general: la falta de una formación rigurosa.
Naturalmente
ésta no es una característica exclusiva de los periodistas catalanes. El
consumo de información se ha convertido, con las compras, en la
principal forma de ocio contemporáneo. Y en todas partes, para alimentar
la máquina, se precisa mano de obra no cualificada. Como en el deporte,
la falta de fundamentos técnicos se aprecia cuando los practicantes se
ven sometidos a la presión y a la exigencia.
El agobiante cerco de la
política separatista podrían haberlo resistido periodistas articulados,
que hubiesen leído y pensado sobre su oficio, con independencia de sus
convicciones. La fragilidad intelectual ha sido la condición previa e
inexcusable de la devastación moral. En Cataluña la política ha arrasado
al periodismo y lo ha puesto humillantemente a su servicio.
Hay un
instante memorable en la suerte de entrevista de Graset cuando, al hilo
de las imágenes del puñetazo al presidente Rajoy, que sucedió el mismo
día, el asesino se permite censurar la acción con estas palabras: «Me
parece una salida de tono». ¿Cómo iba el exangüe periodista a
objetarlas, con qué ánimo y legitimidad, él, que no había sido capaz de
referirse a la antigua y aún más franca salida de tono de su
interlocutor?
De modo sobresaliente están también las mentiras. En lo de Graset hay
una significativa. En un momento de arrulladora complicidad con su
entrevistado el periodista insinúa que en España las ideas
independentistas se pueden defender democráticamente «siempre que no
ganen». Sic.
La mentira más escandalosa del proceso no es el Espanya ens
roba ni tampoco el supuesto asesinato de la lengua y la cultura
autóctonas; es la difusión de la idea de que España no es un Estado
democrático porque impide la independencia. Cuando lo cierto es que los
únicos que han atentado gravemente contra la democracia han sido las
autoridades catalanas al incumplir la ley.
La única condición que el
Estado español pone a la modificación de sus fronteras es que sea
decidida entre todos los que participaron en su fijación. Es decir,
entre todos los españoles. La usurpación de la palabra democracia es el
peor delito del separatismo. La mentira nuclear. No habría sido posible
sin la absoluta complicidad mediática.
Como trato de hacer siempre, teniendo en cuenta, con Ruano, que en un
discurso y en una morcilla cabe todo, a condición de atar bien cabo y
rabo, acabé proclamando con gran solemnidad que el nacionalismo es una
mentira, que los periodistas se dedican a la verdad y que un periodista
gobierna en Cataluña. (...)" (Arcadi Espada, El Mundo, 31/01/16)
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