10/9/15

Las naciones identitarias, levantadas sobre etnias homogéneas, y los principios de las naciones democráticas son incompatibles

"(...) La incompatibilidad entre el mundo de las naciones identitarias, levantadas sobre etnias homogéneas, y los principios de las naciones democráticas está, por lo visto, fuera de toda duda. 

Pero, más allá de eso, y de que un mundo levantado sobre etnias homogéneas resulte peligroso o improbable, lo que en nuestro caso empeora las cosas y estrecha el vínculo entre malas ideas y malas acciones es una circunstancia bien precisa: la falsedad de los supuestos empíricos del relato nacionalista. 

Porque aquí hay algo más que la incompatibilidad en los principios entre la nación democrática y la nación identitaria. Ésta, como tal, no impide, bajo ciertas circunstancias, la compatibilidad práctica. Si, por ejemplo, se da la improbable circunstancia del aislamiento reproductivo de poblaciones dispersas (la citada especiación alopátrica) y la nación ciudadana se levanta sobre la homogeneidad étnica, sobre comunidades culturalmente compactas (como las que sueñan los nacionalistas), con arreglo al principio que propugnó Wilson y –sufrimientos y bestialidades bélicas mediante– permitió a Rusia, Alemania y el Reino Unido destruir primero y quedarse después con los restos de los imperios turco y austrohúngaro, en ese caso, el nacionalismo podrá forzar la maquinaría de la democracia y, en nombre de la mayoría, imponer su ley. 

Una minoría que es mayoría territorialmente concentrada puede jugar a la democracia en su perímetro geográfico y, si existen instituciones de autogobierno, atrincherarse en apelaciones a la «voluntad del pueblo». En el límite, hasta puede pensar en levantar su Estado en nombre de la nación.

Pero ese no es el caso de nuestros nacionalismos y por eso no pueden ni siquiera simular el juego de la nación democrática. Como nos recordaban los datos iniciales, «la identidad nacional» es un cuento y la explotación, un deliro. Aquí no hay minorías excluidas ni oprimidas. 

Por no haber, no hay minorías que sean mayoritarias en los territorios de las naciones recreadas. Nadie en su sano juicio puede pensar que Mas o Urkullu son Gandhi, Luther King o Mandela. Y, claro, cuando, como es el caso, no se encuentra por lado alguno la nación invocada; incluso más, cuando hasta el invento goza de reconocimiento, ya no hay manera de jugar a la democracia, ni en serio ni en broma.

 Para que se entienda: en un País Vasco o en una Cataluña independientes, la «cultura nacional» de los nacionalistas nada tendría que ver con la cultura de los nacionales y, en consecuencia, para construir la nación habría que prescindir de la democracia, sea liberal, republicana, participativa o elitista.

De hecho, todos los argumentos que se han utilizado para defender la «cultura nacional» de los ciudadanos de las supuestas naciones exigirían, en rigor, acabar con las identidades nacionales que saturan las proclamas nacionalistas. No lo digo yo: lo dice uno de los mayores teóricos del nacionalismo, cuando sostiene que la nueva nación debe hacer uso exclusivo de «la lengua y la identidad comunes [...]. 

Una economía moderna requiere una fuerza de trabajo móvil, alfabetizada e instruida. La educación pública estandarizada en un mismo idioma se ha considerado esencial si se quiere que todos los ciudadanos tengan iguales oportunidades laborales en la economía moderna. De hecho, la igualdad de oportunidades se define en razón, precisamente, del igual acceso a las principales instituciones que operan en el idioma de la mayoría»5. 

Si tomamos como buena la –por lo general solvente– argumentación de Will Kymlicka, en una Cataluña y un País Vasco independientes, su propio principio nos conduciría a mantener el castellano, «el idioma de la mayoría», como única lengua «para asegurar la igualdad de oportunidades», y enviar a los museos la cultura nacional sobre cuya defensa se pretende sostener la independencia de las «naciones sin Estado».


Por supuesto, para un nacionalismo, que tiene un trato infrecuente con la realidad que invoca, los principios tampoco son un problema. De modo que su moraleja es sencilla: peor para la realidad, lo que, en este caso, quiere decir «peor para la libertad». 

Si no hay minorías oprimidas concentradas territorialmente, que son mayoría en el ámbito de la supuesta nación, no queda otra que levantar la nación inexistente con los genuinamente nacionales y tratar a los que no entran en la horma como ciudadanos en proceso de reconversión, como extranjeros con identidad suspendida. Pueden entrar, pero de uno en uno y sin ensuciar las esencias.

 Los españoles, si acaso, de visita y sin tocar los muebles: de prestado y a pedir permiso. Esa era la disposición que había en las palabras de Mas y, si se quiere un ejemplo muy reciente, en el acto organizado el pasado 21 de febrero, con motivo del Día Internacional de la Lengua Materna, el Parlamento autonómico de Cataluña situaba al castellano como uno más de los doscientos setenta idiomas extranjeros que se hablan en Cataluña, junto al wólof, el urdú, el quechua, el inglés, el amazig o el árabe. 

En las intervenciones se defendió al catalán como la única «lengua común» en Cataluña, porque es «nuestra lengua nacional» y como exclusivo «factor de cohesión». Y ahora recuerden: la lengua materna del más del 55% de los catalanes es el castellano. También la común, entre nosotros y entre los españoles.  (...)"                                 

(Félix Ovejero Lucas: La izquierda, el nacionalismo y el guindo, en Revista de Libros)

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