"Un hombre está parado frente al escaparate de una tienda en el barrio de
Gràcia de Barcelona. La tienda vende todo tipo de artículos con mensaje
independentista —libros, camisetas, pins—, pero la mirada del hombre está fija en un librito: La independencia explicada a los indecisos.
En la portada, el dibujo de un bloque de viviendas en el que todos los
balcones tienen colgada la bandera independentista; todos menos uno: el
del vecino del segundo.
“¿Y si hablamos con él?”, pregunta un
independentista a otro desde la portada del folleto. El hombre frente a
la tienda señala el libro. “Qué presión, ¿no?”, pregunta. “Suena
agobiante, ¿verdad? Pues esa es la situación ahora mismo. Parece que el
del segundo es el raro. Así hacen que nos sintamos”. Él es catalán, y tampoco ha colgado ninguna bandera en su balcón. (...)
Varios de los consultados, sobre todo en el ámbito de la enseñanza
universitaria, piden anonimato. Dicen que temen represalias en su
trabajo. Otros sí dan su nombre. (...)
También admiten una culpa propia: la de haber callado durante años.
Todos lo atribuyen a una mezcla de ingenuidad, inercia y “miedo”. Este
tipo de miedo: “al qué dirán de ti”, “a no prosperar en el trabajo”, “a
que te llamen facha, sobre todo si resulta que eres de izquierdas”, “a
que te consideren un mal catalán, un traidor, sobre todo si eres
catalanoparlante”... A un indeterminado pero palpable, aseguran algunos
de ellos, “ostracismo social”.
Se ha creado una situación paradójica, y es que, por una parte, la
presión social que dicen sentir muchos catalanes no nacionalistas es más
fuerte que nunca. Pero, por otra, ahora las cartas están sobre la mesa.
“El nacionalismo ha llegado a su propuesta final: la ruptura. Muchos
catalanes, antes callados, temen las consecuencias”, dice un bloguero
que evita dar su nombre.
Ya no hay espacio para la ambigüedad o el
conformismo, y eso favorece una movilización antes inexistente o muy escasa en esa parte de la sociedad de Cataluña. Pero ha tenido que empezar casi de cero. (...)
En el despacho minúsculo que sirve de sede a la asociación en Barcelona,
Beltrán recuerda así lo que pasó cuando se pusieron a organizar el acto
de presentación de Societat Civil: “Contactamos con actores no
independentistas para que alguno hiciera de presentador. La víspera del
acto se cayeron todos. Decían: ‘Lo siento, pero me busco un
problema en mi carrera’.
Al final tuvimos que presentarlo nosotros”.
Ella sostiene que mucha gente está a favor de la consulta “porque no se
le ha explicado qué es”. “Solo se habla de eso que han llamado el derecho a decidir,
y ¿quién va a decir en una encuesta que está en contra de algo que
suena tan bien? Han sabido vender ilusión en plena crisis. Hay gente que
espiritualmente ya no está en este país”. (...)
Niños de familias latinoamericanas que reciben en clase una pegatina (en catalán) que reza No me discrimines, háblame en catalán; (...)
Susana Beltrán cuenta que ella un día se enteró de que el colegio de su hijo, religioso y concertado, se había adherido al Pacto por el Derecho a Decidir.
“Y me entero así. Ese colegio, a partir de ese momento, apoya en bloque
el derecho a decidir, y yo no puedo hacer nada. Hacen política en las
escuelas”, dice.
¿Por qué, si esa es la situación, la protesta de los padres que la
sufren o que reclaman enseñanza también en castellano para sus hijos ha
sido hasta ahora minoritaria? Varios miembros de Impulso Ciudadano,
reunidos en una terraza, tratan de contestar a la pregunta. Las
respuestas son estas: “Por favorecer el progreso económico de los hijos
se asumieron cosas que no eran normales”.
“No quieres señalar a tus
hijos”. “Hay que tener tiempo y dinero para ponerse a pleitear contra la
administración”... Marita Rodríguez, profesora prejubilada y veterana
del movimiento asociativo, dice: “Yo lo resumiría así: nadie quiere
estar a mal ni con los profesores de sus hijos ni con los médicos. Y
aquí el discurso nacionalista lo impregna todo”. (
Vera Gutiérrez Calvo
Barcelona
, El País, 23 JUL 2014)
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