"(...) Pero los desórdenes morales en torno al nacionalismo catalán de los
últimos tiempos resultan pecados veniales comparados con los que han
acompañado durante tantos años al nacionalismo vasco. El más evidente,
el matonismo cotidiano: el asesinato, la intimidación y los desplazados
políticos.
La falta de libertad, sin más, tan magníficamente sintetizada
en la clásica secuencia de Blade Runner: «Es toda una
experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser
esclavo». Falta de libertad de unos que era falta de libertad sin más (...)
A partir de ahí, el resto. El terror era el soporte material –que no el
intelectual– último de las miserias de muchos otros, de cómplices, que
cobijaban al criminal y señalaban a la víctima; de los que comprendían
los asesinatos, «porque algo habrán hecho»; de los apocados, que
educadamente pedían a su vecino que «por favor, no deje el coche en el
garaje de la comunidad, que los demás no queremos pagar por sus ideas», y
de los equidistantes, que otorgaron razón a la violencia por el hecho
mismo de serlo y pedían «diálogo», como sucedió con aquel improvisado
remate de la periodista Gemma Nierga –portavoz circunstancial de los
allí presentes– a la manifestación posterior al asesinato de Ernest
Lluch: «Estoy convencida de que Ernest, hasta con la persona que lo
mató, habría intentado dialogar; ustedes que pueden, dialoguen, por
favor». (...)
Hay muchas razones psicológicas por detrás de un desajuste moral que
lleva a empatizar con los asesinos, casi todas con el nombre de solemnes
teorías psicológicas: disonancias cognitivas, preferencias adaptativas,
síndrome de Estocolmo, etc.
Cada una a su manera confirma que los
humanos andamos necesitados de levantar patrañas para afrontar
fragilidades y desamparos, hasta incluso buscar la simpatía de quien nos
esclaviza. Intentamos recrear nuestras biografías y pactar con miserias
y cobardías sin sentirnos miserables o cobardes. Eso y mil cosas más,
seguramente. Y casi es normal que suceda.
Pero si en el caso del
terrorismo nacionalista se materializan con tal naturalidad es porque un
armazón argumental allana el camino: el relato del conflicto con la
nación oprimida. A partir de la asunción de que hay una justicia última
en el relato nacionalista, de que una reclamación digna late por debajo
de la indignidad de los procedimientos, la retórica de la comprensión se
precipita.
La identidad ignorada, el trato especial, las asimetrías y
la historia, sobre todo la historia, servirán para establecer
reconciliaciones y equidistancias imposibles entre víctimas y
victimarios, para contraponer los esfuerzos de «la izquierda abertzale» a
la intransigencia del «Tea Party pepero», para reclamar diálogos,
perdones y el aquí paz y después gloria. (...)
Pero la magnitud del desarreglo moral es todavía mayor, si tenemos en
cuenta que la política no siempre es coartada: pocos disculpan los
crímenes de nazis y xenófobos. La vileza radica en que cuando se dice
«por razones políticas», se está queriendo decir «razones políticas
justas».
Ahí se instala la línea de demarcación con los nazis, la que
sostiene el edificio entero de la comprensión, la que hace impensable la
retórica del arrepentimiento, la que allana el camino a que, al salir
de la cárcel, los criminales sean recibidos como héroes y encuentren a
los suyos ofreciéndoles el balcón de los consistorios para los aplausos
de los vecinos.
Nada que ver con el final del franquismo, cuando los
cómplices de la dictadura volvían discretamente a sus casas, confiando
en que nadie les recordara su pasado. El problema no era de poder, pues
poder siguieron conservando los franquistas durante bastante tiempo,
mucho más que el de una ETA policialmente derrotada por un Estado
democrático, sino de paisaje moral, de ese sórdido paisaje moral ocupado
por el mentiroso relato nacionalista del conflicto. El problema era que
«franquista» era una ofensa y «abertzale» es un honor. (...)" (FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD 05/07/14, FÉLIX OVEJERO)
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