"Con manifiesto abuso de la semántica, hay quien ha querido aplicar los
adjetivos “nazi” y “fascista” al nacionalismo catalán en general y muy
en particular al movimiento secesionista que, desde septiembre de 2012,
encabeza el actual presidente de la Generalitat.
Es mucho más habitual
la aplicación en forma de reflejo condicionado del término “facha” a
todo lo que no queda situado en la órbita de los nacionalismos catalán y
vasco o del izquierdismo republicanista, palestinista, violeta o verde,
y esta segunda tendencia, que ya hace mucho que echó raíces en la
mentalidad triunfante del país, no ha suscitado nunca el escándalo de la
primera, como tampoco lo ha suscitado el hecho de que los líderes del
nacionalismo catalán hablen de “partidos de tradición democrática” para
excluir del sistema a los que se resisten a darles la razón. (...)
Sin embargo, que este lenguaje sea
claramente abusivo y que, en consecuencia, pertenezca más al terreno del
exabrupto que al de la opinión política —dejando de lado que la opinión
política espontánea tiende a menudo al exabrupto— no debería impedirnos
ver que lo que ocurre en Cataluña —con la discreción de una lluvia fina
desde hace varias décadas y con la intensidad de una tempestad
prolongada desde hace poco menos de un año— tiene más de un punto de
contacto con los movimientos de masas que tuvieron lugar entre la
segunda mitad del siglo diecinueve y el primer cuarto del veinte, y que
acabarían conduciendo a las ideologías políticas totalitarias de derecha
e izquierda que tanta devastación causaron en el continente europeo.
Por supuesto, no pretendo incluir en ese paralelismo ninguna relación de
consecuencia; no quiero decir, y ni tan siquiera insinuar, que lo que
vemos que sucede actualmente en Cataluña tenga que conducir a ningún
tipo de totalitarismo.
Lo único que digo es que presenta ciertas
analogías con una clase de fenómenos que se dieron con bastante
prodigalidad durante el periodo que va del romanticismo a la Segunda
Gran Guerra, y me parece que eso no se puede negar con la alegría con
que en este país se niega o se afirma todo lo que conviene negar o
afirmar.
El rasgo más destacado, y más
preocupante, del caso que me ocupa es la pretensión, reiteradamente
manifestada por los dirigentes del llamado proceso soberanista, de
sustituir el Estado de derecho por la democracia popular.
Antes de
llegar a los regímenes parlamentarios fundados en el respeto a las leyes
y la democracia representativa que tienen hoy en día los países más
desarrollados políticamente, la invocación de una difusa voluntad
popular para dar legitimidad a la acción política creó las condiciones
necesarias para convertir a las masas en protagonistas de la historia, y
es pues la fantasmagórica voluntad popular, y no la imposición tirana
de una oligarquía sobre los designios del pueblo sabio, lo que permitió
la aparición de los diabólicos totalitarismos del siglo veinte.
Todo eso
se halla muy bien explicado en La nacionalización de las masas, de George L. Mosse,
un libro de una importancia capital para comprender el sentido profundo
de las derivas populistas que periódicamente vuelven a asomarse a la
historia.
La convocatoria de las masas y la
legitimación por las masas han formado siempre parte sustancial del
estilo político del catalanismo: no creo que haya en toda Europa ninguna
otra sociedad contemporánea tan orgullosa de las concentraciones
humanas; en todas partes se hacen manifestaciones, pero lo que suele
hacerse aquí son demostraciones de unidad nacional o exhibiciones
gregarias cargadas de patetismo.
Eso, que es con toda evidencia un rasgo
arcaico, se presenta siempre como una de las mejores virtudes del
pueblo catalán. Mosse habla de los grandes reuniones con ofrendas
florales alrededor de monumentos para escenificar litúrgicamente la
presencia del espíritu del pueblo, de las celebraciones musicales y
folclóricas destinadas a enaltecer la nación, de las tablas gimnásticas,
del excursionismo.
Todo eso lo hemos tenido y lo tenemos con las
ceremonias del 11 de Septiembre, con la mística de los Castellers, con
la fascinación y la devoción que inspiran las grandes hazañas
deportivas, y lo tendremos pronto, en su forma más apoteósica, con el
concierto por la independencia (llamado “por la libertad”) que se quiere
dar en el Camp Nou y con los actos que se proyectan para celebrar en
2014.
Finalmente, el culto a las manifestaciones multitudinarias que
desde 1977 hasta 2012 han llenado las calles de Barcelona de ríos de
gente, tanto para defender causas razonables como para adherirse
incondicionalmente al líder o acudir a la llamada de los profetas, ha
constituido la parte más sustancial de ese atavismo pre democrático que
tanto ha interferido en las prácticas políticas de los últimos treinta y
cinco años.
Es bien sabido que tanto la prensa como los dirigentes
políticos han proclamado incansablemente que en esas manifestaciones se
han concentrado cada vez un número de manifestantes próximo al millón.
También se sabe —pero no se sabe tanto porque esas cosas solo las conoce
la escasa minoría que no se alimenta exclusivamente de propaganda
institucional— que en las calles de Barcelona no se han manifestado
nunca tales multitudes.
Como mucho se han reunido alrededor de unas
300.000 personas. Las fuentes de esta afirmación son, aparte del sentido
común (no hay más que tener en cuenta los metros cuadrados que ocupa
una manifestación y tener presente que en un metro cuadrado repleto no
caben más de tres personas); (...)
Cataluña es, muy probablemente, el país que cuenta con más fantasmas por
metro cuadrado. Si bien hablar de fascismo y nazismo en relación con
ciertos fenómenos actuales que se producen en el marco de sociedades
democráticas constituye a todas luces un abuso de la semántica, hablar
de fantasmas para referirse a los millones de manifestantes que durante
las últimas décadas han hecho sentir una y otra vez su presencia en las
calles de Barcelona es, en cambio, ajustarse escrupulosamente a las
definiciones de los diccionarios." (Ferrán Toutain, 07/06/2013)
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