"Para mi generación el catalanismo fue una causa diáfana: pura
sociedad civil e impulso democrático. Hoy con nuestra autonomía
institucionalizada, intervienen en la situación factores nuevos.
Entre
ellos, nuevos intereses políticos y ambiciones burocráticas carreristas.
Funcionarios de tercera que la independencia convertiría
automáticamente en “ministros” y “embajadores”, por poner un ejemplo que
multiplicó el independentismo institucional en la antigua URSS.
Agitar
la misma bandera que en nuestra época conducía directamente a comisaría
es hoy algo “institucional” y hasta provechoso para algunos. Eso no
retrata al actual independentismo pero también forma parte de él, y
marca una gran diferencia y novedad en cuanto a impulsos éticos.
También hay nuevas generaciones educadas en la lengua normalizada, que
nosotros escribíamos con defectos, y en el pujolismo cultural
(un catalanismo conservador, más provinciano que universal), para las
que España es, naturalmente, algo extraño y extranjero.
Esa juventud
nacionalista, ya no es necesariamente progresista, como era el
caso antes, frecuentemente es conservadora en el peor sentido (y no
conservacionista). Para mi que he vivido treinta años fuera de
Catalunya, ese es un gran cambio, una verdadera mutación.
Junto a esos aspectos negativos y nuevas realidades, hay también un
claro y glorioso progreso: nuestros restablecidos derechos como
catalanes que empiezan a ser históricamente reconocidos. Pero hay que
ser conscientes de que esa gloria contiene miserias y peligros muy
reales, que antes eran irrelevantes, pero que ahora crecerán cuanto más Estado seamos.
Hoy siendo Catalunya un cuasiestado,
ya disponemos de una administración, tan corrupta, ineficaz y
ladrillera como la española, ambas retratadas en su común miseria en el
asunto EuroVegas.
Los acentos y los vectores han cambiado: hoy tenemos
aquel “Madrid” que simbolizaba todos los defectos administrativos,
plenamente instalado en los despachos de Barcelona y en nuestros
ayuntamientos.
Hemos perdido mucha de nuestra antigua inocencia y
pureza, si se me permite la expresión.
Desgraciadamente, lo que no ha cambiado es el carácter
“postfranquista” de nuestra cultura política. Siguen ahí la intolerancia
y esa capacidad tan ibérica de convertir las disputas y debates en
ofensas imperdonables y cuestiones de vida o muerte.
Esa cultura es
resultado de la brevedad histórica de nuestras libertades, y, como decía
Nikolai Berdiayev, no solo se refiere al amo dominador, sino también al
sujeto oprimido que lo sufre.
La Catalunya institucional está diciendo de España cosas muy
parecidas a las que Alemania dice de los manirrotos del Sur. Algunos
políticos catalanes compiten con el Bild Zeitung alemán en su
falta de respeto a los meridionales, andaluces y extremeños en un caso,
griegos en el otro.
Naturalmente, la carretera del insulto y la falta de
respeto es de dos direcciones, lo que no sirve de consuelo.
¿Seremos, por fin, capaces de discutir de una forma razonable y
civilizada en plena crisis económica? ¿Podremos llegar a una Carta Magna
catalana que incluya unos mínimos de respeto para las diversas
identidades que contiene el catalanismo, incluida la realidad de la
minoría que se siente más española que catalana en Catalunya?
Todo eso
es extremadamente delicado y la mala administración que a veces hacemos
de ese tema en España, en toda ella, en condiciones normales es una
advertencia. En condiciones de crisis, recorte y degradación social aún
será más difícil. Soy pesimista. (...)
La discusión, sobre Catalunya y sobre Europa, sobre las relaciones entre
las naciones de Europa y de España, no tendrá gran interés, ni alcance,
ni verdadero calado, si no se enmarca en un proyecto social y
ciudadano. Sólo lo social puede hacer universal, abierto y generoso ese
debate, que es completamente legítimo y necesario." (Rafael Poch, La Vanguardia, 14/09/2012)
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