‘Parece, pues, que solo queda la posibilidad –difícil, también, por culpa del deterioro general– de un clamor popular exigiendo cambios radicales en la estructura de las relaciones entre España y Catalunya, un clamor como los que hemos sabido apoyar en otras ocasiones. Un clamor para materializar en propuestas factibles algunos propósitos que ahora todavía parecen marcados por idealismos demasiado ingenuos. Por ejemplo, el de la exigencia de mayores grados de soberanía, o sea, de independencia, no solo en el campo de la financiación, sino en todo aquello que articula las exigencias nacionales. El grito de independencia, antes que tener que recurrir a violencias más definitivas, puede ser el arranque de una protesta y una nueva conciencia colectiva.

Cuando habamos de independencia no nos referimos a la separación y el aislamiento, sino a la libertad para elegir y ordenar las interdependencias con el mundo más próximo, con toda Europa y, especialmente, con España, poniendo a nivel político unas evidentes realidades sociales y culturales. La independencia de Catalunya –entendida con estas limitaciones– debe presentarse, pues, como un paso hacia «la estabilidad y el progreso de la democracia española», tal como dice el texto que comentamos. Como un remedio contra la larga enfermedad peninsular que durante siglos no ha permitido que las relaciones fuesen fraternales en lugar de ser de dominio y rechazo, de desafecto y de aprovechamientos oportunistas y especulativos. El clamor por este tipo de independencia debería involucrar a todos los españoles demócratas y progresistas, porque, más que una simple mejora de las condiciones de vida de los catalanes, es la gran y definitiva sustanciación de una España moderna. Que quede claro: el problema no es Catalunya; el problema es el Estado español.

[…] ¿Serán capaces de descararse públicamente y crear las bases populares como primer paso para dar una respuesta firme y directa, antes que tener que recurrir a violencias más definitivas?’." (lavozdebarcelona.com, 04/07/2009)