"La cuadrilla no perdonó la partida de tute de ayer. Dos balas impidieron que Ignacio, el más puntual de todos, se acomodara en su silla frente a la ventana y pidiese su café y su farias. «Nunca traía mechero, así que si querías jugar con él tenías que traer fuego», comenta uno de sus habituales en una pausa.
La cafetería Uranga se encuentra a 200 metros del lugar elegido por los asesinos para acabar con la vida de Ignacio, y ayer sus parroquianos continuaron con su rutina, con la única diferencia de que otro ocupó el lugar del asesinado. (...)
Ayer, anteayer y el día anterior compartieron tapete, cartas y sobremesa. Las lágrimas que se asoman a sus ojos revelan que empiezan a comprender que esa escena no volverá a repetirse, que el revuelo de policías y periodistas que ha alterado su normalidad nunca se la devolverá tal como la recuerdan.
El ambiente de la cafetería oscila entre la resignación y el sordo resentimiento, pero son pocos los que se atreven a significarse, y mucho menos a acompañar su opinión con un nombre que la respalde. «Estas cosas joden porque no sólo destrozan una vida y una familia, sino la convivencia de todo un pueblo, porque aquí nos conocemos todos y no va a haber dios que se fíe de nadie, y menos la familia», comenta un atrevido desde la barra. Nadie le contesta. Ni le dan la razón ni se la quitan. (...)
«Hoy hemos empezado a jugar a las cuatro y media; antes hemos estado hablando de todo lo que ha pasado», comenta otro con las cartas en la mano, que previamente señalaba la silla donde se solía sentar el ausente. Será el miedo o será el manto de normalidad que cubre todo lo que termina por convertirse en habitual a fuerza de repetirse, pero ni siquiera sus compañeros de baraja se plantean los últimos porqués de la muerte de su amigo. Le recuerdan como si la muerte le hubiese sobrevenido por una catástrofe natural, o un fatal quiebro del destino.
Fuera, los servicios de limpieza terminan de arrancar con una manguera a presión los rastros de sangre que la lluvia no ha conseguido diluir a lo largo del día. (...)
En la televisión de plasma de una esquina -única concesión tecnológica del local-, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, gesticula con semblante serio. El volumen está al mínimo y nadie le presta atención. Todos saben de sobra lo que ha ocurrido, pero no tienen ninguna intención de hablar de ello.
Sus compañeros de naipes prefieren recordar que siempre aparcaba mal el coche, y que la Policía Municipal llevaba casi un año amenazándole con empezar a multarle. Era el mismo Volkswagen Tuareg del que se bajó instantes antes de caer desplomado sobre el pavimento. También esbozan una sonrisa cuando recuerdan su gran afición por el coro de la Basílica de Loyola, adonde acudía a ensayar dos o tres veces a la semana, o cuando quedaban en la sociedad Loiola-Etxe, ubicada a unos pasos. Hacen memoria para no tener que enfrentarse a una realidad quizá demasiado dura." (EL MUNDO, 4/12/2008, citado por Fundación para la Libertad)
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