El callejón al que condujo aquel proyecto inviable llevó a intentar reconducirlo mediante el pacto entre Zapatero y Mas: éste aceptaba modificar los aspectos más obviamente inconstitucionales, introduciendo dosis de ambigüedad e imprecisión en los planteamientos, a cambio del compromiso socialista de refrendar el nuevo texto en Las Cortes y de ciertas concesiones políticas (como la retirada de Maragall).
Lo que llegó al Parlamento español era, por tanto, un acuerdo político cuyas líneas esenciales no podían ser modificadas. Lo cual podía tener lógica política, pero su legitimidad quedaba condicionada al ulterior control de constitucionalidad: para evitar que necesidades políticas coyunturales llevaran a avalar algo que abriera paso al desbordamiento. Una vez suprimido el recurso previo de inconstitucionalidad, en los ochenta, la posibilidad de recurso a posteriori de ciertas normas es una garantía, no una amenaza. Especialmente cuando, como en este caso, su buscada imprecisión permite aplicaciones que desborden el marco que todos deben respetar.
Aunque el respaldo al Estatut en el referéndum hubiera sido mayor (fue del 35% del censo) no había manera de evitar el pronunciamiento del tribunal. Los que presionan para que no se pronuncie, oponiendo el principio democrático (votación parlamentaria y referéndum) al de legalidad, plantean, frente a un problema político difícil, uno irresoluble. Porque, ¿cuál sería el paso siguiente a cualquiera de esos referendos en contra de la sentencia del Constitucional? ¿La declaración unilateral de independencia?" (PATXO UNZUETA: Proscenio catalán. (El País, ed. Galicia, España, 04/12/2008, p. 20)
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