"La sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés supone una taxativa derrota del ala más dura de los halcones:
el ministerio público, una exigua minoría de expertos doctrinales
ultras, el extremismo mediático. Y pues, un espaldarazo bastante
sustantivo a las palomas representadas por la Abogacía del Estado;
el manifiesto de más de 200 profesores contrarios a la imputación por
rebelión; los dos grandes especialistas españoles en el delito
descartado, Nicolás García-Rivas (La rebelión militar en Derecho Penal, (UCM, 1990) y Juan Carlos Sandoval (El delito de rebelión, Tirant lo Blanch 2013); y el pensamiento más liberal.
Otra cosa es hasta qué punto la combinatoria entre firmeza
(literaria) en la tipificación del delito y modulación (numérica) a la
baja en la imposición de varias de las penas contribuirá a una digestión
del fallo –ya ligera, ya pesada— por los distintos sectores de la
opinión pública.
La derrota se despliega en dos frentes. Uno es el rechazo del delito de rebelión
(y por ende, de sus altas penas hasta una horquilla entre 15 y 25
años), y el encaje de la conducta levantisca de los nueve procesados
presos en el tipo, inferior, de sedición. El otro, la negativa a imponer
restricciones a la capacidad del sistema penitenciario para, bajo
control del propio tribunal, conceder el tercer grado —o régimen de semilibertad— a los condenados, un duro revés personal para quien empeñó su prestigio especialmente en esta petición, el fiscal Javier Zaragoza.
El descarte de la rebelión se ha fundamentado en tres ideas básicas:
que la violencia no formaba parte estructural del plan de los
condenados, de acuerdo con lo que adujo la Abogacía del Estado; la
“insuficiencia” de los actos levantiscos “para imponer de hecho la
secesión”, es decir, la falta de idoneidad requerida, que tantas veces
se ha destacado desde estas páginas a lo largo de la vista oral; y la
energía del Estado democrático en contrarrestarlos y abortarlos: del
Tribunal Constitucional (anulaciones de leyes y medidas
anticonstitucionales) y del Senado (la “mera exhibición de unas páginas
del BOE” aplicando el artículo 155 de la Constitución).
Así que la cosa quedó en lo que antes se conocía como “una rebelión en pequeño”, la sedición:
tumulto convocado, pero no violencia orquestada. Fermentado por un
engaño continuo a los ciudadanos que “ingenuamente” creyeron el
“señuelo” de su especioso liderazgo: este proclamaba el 1-O como
ejercicio de la autodeterminación mientras solo quería “una negociación
directa con el Gobierno”; solemnizaba “durante unos pocos segundos” la
declaración de independencia y luego la dejaba sin efecto. Y así.
La sedición, argumentan los magistrados, encaja mejor porque es una
conducta que “impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el
cumplimiento de las decisiones judiciales”, según la síntesis de la
sentencia. Ahora bien, el artículo 544 del Código Penal que regula ese
delito habla de “impedir”, no de obstaculizar.
Y si no hubo rebelión
porque la violencia no era suficiente, ¿acaso no podría concluirse que,
en algunos casos, como el cerco a la Conselleria de Economía del 20 de
septiembre, hubo más conspiración que consumación completa? Claro que se
obstaculizaron los registros; pero al cabo se realizaron. Y la
conspiración (artículo 17 del Código Penal) es la conducta de quienes se
conciertan "para la ejecución de un delito y resuelven ejecutarlo". Esa
óptica habría rebajado un grado el delito, y modulado a la baja la
pena, al menos de los dos Jordis.
El otro revés para los halcones es su pretensión de imponer el
cumplimiento de la mitad de la sentencia previamente a otorgarles la
semilibertad del tercer grado (artículo 36.2). Los jueces ilustran a los
fiscales que la decisión de suavizar la pena debe ajustarse a un
“pronóstico individualizado” y no en modo masivo (el abecé, ay, del
derecho penal) y que no toca “evitar anticipadamente” las medidas de la
Administración penitenciaria, como si estuviese bajo sospecha. Porque la
decisión, al cabo, será controlada por el propio Supremo.
De modo que
con pocas dudas, el grueso de los encarcelados podrá acogerse a la
posibilidad de trabajar durante el día y dormir en la celda por la
noche; disponer de fines de semana y compartir con los suyos la cena de
Navidad.
Para la caverna, un exceso de generosidad. ¿Exceso? El fin de la pena
“no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y
retraer a los demás de la comisión de otros iguales”, pero no
“atormentar y afligir a un ser sensible”. Lo escribió en Tratado de los delitos y de las penas el padre del penalismo humanista, Cesare Beccaria. En 1764." (Xavier Vidal-Foch, El País, 14/10/19)
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