"Quizás por una repentina nostalgia de mis comienzos periodísticos, en
los que me convertí en la primera mujer que entró en el vestuario del
Barça (entre los gritos de Cruyff y el susto de jugadores que se tapaban
como podían), decidí ver hace unos días el reportaje conmemorativo de
la Recopa del Barça en Basilea. Se cumplían 40 años.
Con su pelo blanco, renqueantes de tanta patada
recibida, aparecían tres ídolos de mi juventud, Asensi, Reixach y
Sánchez. Orgullosos de sus correrías, recordaban aquella época. Reían y
hablaban, sin pelos en la lengua, entremezclando catalán y castellano.
El mismo año en que ellos ganaron la Recopa (1979),
Cataluña consiguió el traspaso de las competencias en política
lingüística. Se trataba de acabar con la Diglosia, la preponderancia de
una lengua dominante (el castellano) sobre otra (el catalán) que desde
1939 había sido condenada al entorno privado.
Han pasado cuatro décadas
desde la Recopa y el Traspaso y caminamos hacia la diglosia contraria.
Hoy nos quieren convertir en un país que dejó de existir en el siglo
XVI, en una Cataluña monolingüe.
El Gobierno de Torra, empeñado en que los ciudadanos
pierdan un idioma y una cultura que nos es propia, quiere imponer el
catalán como lengua única, demonizando el uso del castellano; que la
portavoz de su Gobierno, Meritxell Budó, se niegue (en catalán) a
responder preguntas (en castellano) porque “no se han hecho antes en
catalán” cuesta de explicar. Los motivos son tan enrevesados como mi
frase anterior.
En 1983, el Parlament aprobó la Ley de Normalización
Lingüística, con 105 votos a favor, ninguno en contra y una abstención,
la del carlista leridano Joan Besa Esteve. Los ciudadanos de entonces
pensamos que el objetivo era salvar el catalán de su proceso de
desaparición, asegurar que fuera cooficial y enseñarlo en la escuela a
nuestros hijos.
Besa, con quien hablé años después, me confesó que nunca
creyó que iba a ser el único en discordia. “Esa ley”, me dijo, “ha sido
el gran éxito político de Jordi Pujol para nacionalizar el país y
avanzar, a través de la educación, hacia la independencia”. Pensé que
exageraba.
Ha pasado el tiempo y la inmersión lingüística de
nuestros hijos y nietos es absoluta. Todas las clases de la escuela
pública o concertada, con excepción de las que enseñan “otras lenguas”,
son en catalán. En castellano se dan dos horas a la semana durante la
primaria y, teóricamente, una más en secundaria. Todos los nacidos
después de los ochenta han sido “normalizados” en catalán.
Mi aprendizaje de esa lengua, en los sesenta, fue absolutamente informal, con la colección de la revista Patufet que guardaba mi abuelo y cantando, con mi abuela al piano, el Cant de la Senyera y el Rossinyol que vas a França.
Una tarde cantó tan alto que llamó la portera, la señora Carme, a
avisarle de que una vecina se había quejado, temiendo que fuéramos a
meternos en un lío. No nos metimos. Ella siguió cantando en la lengua
que le daba la gana.
A pesar de la normalización, el 99 % de los catalanes
entiende el castellano y el 96,4% lo habla sin ningún problema, somos
bilingües; quizás porque el castellano sigue siendo la lengua materna
del 55% de los catalanes, mientras que el catalán lo es del 32%. El
número de personas absolutamente bilingües continúa aumentando, lo hace
en todo el mundo, donde las palabras no tienen fronteras digitales. Y
no, no será el inglés nuestra segunda lengua por más que intenten
convencernos algunos soñadores de la independencia.
Las lenguas maternas, las que se aprenden y se llenan
de acentos, expresiones y vivencias en la infancia, no se extirpan de
cuajo de nuestro cerebro ni de nuestros sentimientos, por muchas leyes
que se dicten en dictadura o en democracia; como tampoco olvidamos las
palabras de quienes se fueron ni los cuentos o poemas leídos en su
idioma original.
Decía Fernando Pessoa, escritor portugués que
escribía en la única lengua de su monolingüe país, que su patria era el
portugués. Mi patria son dos lenguas, el castellano y el catalán,
aprendidas de padres y abuelos en un parque de Albacete, en las playas
de Castelldefels, en patios de colegios o en mesas navideñas donde las
palabras siempre se mezclaron sin normas ni complejos.
Seguiré hablando
para que me entienda mi interlocutor, porque puedo y sé, sin convertir
un idioma en arma arrojadiza o en asignación política. Y rechazaré el
despido de un ciudadano o el cierre de su bar, de su vida, por dirigirse
a un cliente en español o catalán. No podemos volver atrás y
convertirnos en inquisidores lingüísticos." (Rosa Cullel, El País, 01/07/19)
No hay comentarios:
Publicar un comentario