"(...) También puedo afirmar que no pondré jamás los pies en
Cataluña, como tampoco los puse en la Grecia de los coroneles, ni en la
Argentina mientras duraron los verdugos militares. Tampoco puse mis
pies en la Cuba de Castro desde mi último viaje, en 1967.
Esta actitud
no es meritoria por lo que respecta a Cataluña, porque el arte, mi
oficio, ya se lo han cargado con ese batiburrillo de estupideces
plásticas oficiadas por instituciones independentistas.
Cuando Pujol recriminó a Carlos Taché, el director de
mi galería de entonces, para mí para siempre abandonada, porque se
exponían a artistas españoles (Saura, Palazuelo y yo); aquel comentario
deslizado en Israel en el Huerto de los Olivos
(véase también en Israel a Maragall y a Carod-Rovira jugando con la
corona de espinas), me dejó indiferente, acostumbrado a que después de
seis exposiciones en la galería, ningún organismo oficial hubiera
comprado ni siquiera una litografía mía.
Y tampoco me inmuté porque el
dinero de esa litografía tanto soñada iba a parar en los bolsillos de
Miró, Tàpies o Plensa; tampoco me importa cuando veo en la televisión
esas caras independentistas reunirse bajo un cuadro tardío de Tàpies
celebrando ocurrencias y chorradas.
Tampoco me sorprendió el verme hablando solo y en
castellano en la bella aula magna de la Universidad de Barcelona. El
caso es que había recibido una invitación para intervenir en un congreso
promovido por las universidades de Barcelona y de Berlín sobre la
figura de Walter Benjamin. Unos días antes recibí una llamada para
invitarme a una excursión a Port-Bou.
Decliné pero confirmé mi presencia
en la Universidad; antes de colgar mi interlocutora me preguntó en qué
lengua tenía yo intención de hablar sobre el desgraciado filósofo. Le
dije que en castellano, y ella me respondió que no le parecía
aconsejable. ¿Por qué? Simplemente porque el castellano no formaba parte
de los idiomas admitidos para hablar de Benjamin: catalán, francés,
inglés y alemán.
Contesté que ya era tarde para arreglar este entuerto
porque resultaba difícil encontrar a un traductor que trasladara mis 15
cuartillas en castellano a las lenguas admitidas.
En aquel parchís el único español era yo. El resto:
catalanes, franceses, ingleses, alemanes y algún que otro norteamericano
que nunca faltan a este tipo de saraos. Cuando me tocó hablar, en
primer lugar me excusé en francés por el hecho de tener que leer mi
intervención en castellano, una de mis tres lenguas.
Hice examen de
conciencia tipo Heberto Padilla en Cuba imitando los procesos de Moscú,
prometí que en el futuro aquello no ocurriría jamás y así fue, ya que me
juré a mí mismo que jamás en mi vida volvería a poner los pies en
aquella Universidad.
Me excusé por incurrir en tamaña grosería y, una
vez terminada mi introducción en francés empecé, ya en castellano, a
propinar a los oyentes un bombardeo en forma de misiles de papel que
caían al albur según la intensidad con que salían disparados y la
dirección en que los lanzaba.
Mientras hablaba con calor de mi
admiración por Benjamin, los traductores y las traductoras abandonaron
las cabinas, los independentistas aprovecharon la ocasión para ir al
baño y los alemanes, que no entendían nada de lo que ocurría —cosa
comprensible—, hablaron entre ellos.
Para mí se trató de una experiencia
más frente a muñecos del pimpampum, y si Benjamin me hubiera podido ver
desde el fondo de su tumba, aún no identificada, en el cementerio de
Portbou, se hubiera partido de risa de ver aquel despropósito, a él
dedicado. Imagino que se hubiera partido de risa porque ese regreso a
los juegos de la infancia le habría divertido, aunque reconozco que
nunca pude ver una sola fotografía suya en la que sonriera.
En mi
imaginación, Walter se partía de risa mientras numerosas butifarras de
mármol y varias salchichas de madera iban abandonando el aula hasta que
yo me quedase solo rodeado de misiles de papel que ya no volarían más.
Después de este episodio cené con Octavio Paz en
Madrid y le vi muy alterado. Sabíamos de su carácter amable y tolerante y
me sorprendía su semblante demudado. Acababa de recibir la medalla de
Sant Jordi, y creo que también en la misma Universidad de Barcelona,
donde fue recibido por Jordi Pujol, que se dirigió a él en catalán y ni
siquiera se dignó dirigirle un: “¡Hasta la vista!”, a modo de despedida.
Enojado, Octavio me decía: “Aquello fue intolerable para mí, eso no se
hace jamás con un invitado; se le habla y si se puede se le recibe en su
idioma. Si soy un poeta mexicano y mi lengua es el castellano…”.
Optimistas sí, pero no idiotas." (Eduardo Arroyo es pintor y escritor, El País, 29/12/18)
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