"Mientras el nacionalismo mayoritario -el hegemónico, el que representó
Convergència Democràtica de Catalunya y Esquerra Republicana- se adaptó
al sistema constitucional bajo el paraguas del soberanismo pragmático,
fuera el del “peix al cove” o el avance progresivo hacia la
conquista de la mayoría social, un sector minoritario levantó desde el
primer momento la bandera de la ruptura independentista, rechazó la
integración en el sistema o su absorción por él. (...)
Era implícitamente independentista, pero no de manera explícita, no
activa políticamente. Hasta que la experiencia del Tripartito alentó en
ERC una doble esperanza: de un salto de apoyo con la conquista de la
mayoría social, de entrada parecía que estaba llevando al PSC a su
terreno; y de posibilidad de confirmación de la hipótesis de transición
política-jurídica a la independencia, sobre la base de la generación de
un conflicto de legitimidad entre una decisión de autodeterminación
-considerada soberana a todos los efectos- del Parlament de Cataluña y
la legalidad española, cuya constitución otorga la soberanía al pueblo
español en su conjunto.
La tesis fue expuesta por escrito por Héctor
López Bofill en 2004: aunque de hecho había sido impuesta su primera
aplicación en la práctica cuando los miembros del Tripartito juraron en
su cargo acatar las leyes, sin hacer una referencia explícita a la
constitución.
Del autonomismo (calificado por Jordi Porta como
“enfermedad senil del catalanismo” en el prólogo al libro de Roger Buch,
L’esquerra independentista avui, Columna, 2007) se saltaría al
independentismo, gracias a esa suma insuperable de mayoría social y
confrontación de legitimidades supuestamente iguales y antagónicas.
La
crisis del Tripartito, su derrota en 2010 con un importante retroceso no
solo de los socialistas –que no retuvieron más que la mitad de los
votos de 2003- sino aún mayor de ERC –que solo mantuvo el 40%- llevó a
éste partido a un cambio de liderazgo, con Oriol Junqueras y, sobre
todo, de táctica para la conquista de la mayoría social, mediante el
giro hacia el frente nacional. La crisis económica general y el retorno
del PP al gobierno, llevó a CDC –después de fracasar en un intento de
renegociar el sistema de financiación- a sumarse a la propuesta del
conflicto de legitimidades, alentada por la sobreestimación política de
la crisis española y por la creencia de que el estado español, aún sin
colapsar, no tendría la suficiente fuerza para impedir la vía
“evolucionista” hacia la independencia; también, pero no en primer
término, por la presión que empezó a ejercer el escándalo propio de la
corrupción institucional (affaire Palau) y personal, en casos limitados
pero altamente significativos (familia Pujol;caso Pretoria, en la que
estaban implicados Macià Alavedra y Lluís Prenafeta).
El frente nacional
coaguló, bajo el liderazgo de Convergencia y Artur Mas y se manifestó
en las movilizaciones masivas de los once de septiembre; en él, el
centro-izquierdismo de ERC de la etapa del Tripartito se diluyó, en un
retorno a la asunción del liberalismo económico –realizada ya en las
etapas de Barrera y Hortalà-, reforzando esa coagulación.
Además, la
movilización política nacionalista se amplió, tanto en su polo central
–el que suman CDC, y su formación heredera, y ERC- como con el salto
político del independentismo explícito, el de la CUP; aunque nunca tanto
como para conquistar la mayoría social anhelada, trasmutando el
hipotético conflicto de legitimidades en un real conflicto civil
interno.
El independentismo explícito, el que nunca aceptó
integrarse en el sistema autonómico ni compartió estrategias
evolucionistas, ha sido a lo largo de estos cuarenta años una propuesta
minoritaria y políticamente marginal, hasta el giro político de CDC y
ERC de 2010-2012. Su incorporación a través de la CUP, a las
movilizaciones sociales del “proceso” y, desde 2015, a la toma de
decisiones políticas de éste, le ha proporcionado una imagen de novedad y
de salto rupturista que es matizable en lo primero y ha quedado en
evidencia en lo segundo. Su origen y núcleo duro está en el Partit
Socialista d’Alliberament Nacional, en sus sucesivas derivas de
radicalización ideológica que incorporan una lectura estaliniana de la
cuestión nacional, la interpretación parcial y descontextualizada de las
posiciones de Lenin sobre la cuestión de la autodeterminación
–variables en el tiempo y que obvian siempre las decisiones tomadas a
partir de 1917– y las tesis del independentismo bretón y occitano sobre
el colonialismo interior; radicalización que, a través de escisiones y
reconstrucciones internas, culminan en Terra Lliure, disuelta, y el
Moviment de Defensa de la Terra, reconvertido desde 2014 en Poble
Lliure, una de las principales formaciones que integran la CUP.
Sobre
ese eje de continuidad se han venido añadiendo individualidades o
pequeños grupos de origen socialista (en la línea de las posiciones de
Félix Cucurull), comunista (el Col·lectiu Comunista Català) o católico
(el Centre Internacional Escarré per a les Minories Etniques i
Nacionals, en el que hoy confluyen posiciones ideológicas de origen
diverso, que evidencia en su propia denominación ese origen en el
nacionalismo catalán confesional ) y sobre todo grupos juveniles,
algunos por identificación y otros por composición generacional, como
Maulets, también integrado en Poble Lliure, y Endavant, que compite con
esta última formación por el liderazgo de la CUP.
En los primeros años de la transición ese segmento independentista
estuvo representado electoralmente por el Bloc d’Esquerres
d’Alliberament Nacional, que en las elecciones de 1979 obtuvo 47.000
votos, un 1,6% y por Nacionalistes d’Esquerres, formado al año
siguientes en competencia con el BEAN, que consiguió en las primeras
autonómicas 45.000, 1,7%, mientras que el BEAN bajó a 14.000, 0,5%.
En
suma, un máximo de 60.000 votos y poco más del 2%. La presencia
electoral del independentismo explícito desapareció durante más veinte
años, hasta que la crisis interna de ERC, en 2010, propició la formación
de dos candidaturas, Solidaritat Catalana per la Independencia –en la
que se integraba el PSAN- con la baza del liderazgo de Joan Laporta, y
Reagrupament Independentista, que sumaron algo más de 142.000 votos, el
4,7%, cantidad y porcentaje que podían animar la reactivación de ese
segmento.
La reactivación no fue, continuación directa de ese pequeño
avance ni protagonizada por las coyunturales formaciones que lo
protagonizaron, sino como consecuencia del nuevo clima motivado por el
paso adelante de Mas y Convergencia secundado por ERC, y protagonizado
por la coalición de las Candidatures d’Unitat Popular, presentes en el
ámbito local, con participación en las municipales desde 1999 –dispersa y
en conjunto débil-, que decidió intervenir en el incipiente proceso de
“ruptura con el estado” presentandose a las elecciones catalanas de
2012.
Las CUP invocaba en su denominación la “unidad popular” tal
como la concebía y propugnaba Herri Batasuna y reactivaba, en un nueva
sintonía, la mímesis con el independentismo radical vasco, presente
desde los tiempos del PSAN y sobre todo del PSAN-Provisional; su empatía
en la larga etapa de la lucha armada fue esterilizante para el
independentismo radical catalán, incapaz de dejar de mirar hacia el País
Vasco pero también de desarrollar en Cataluña una estrategia de lucha
armada, más allá de acciones de propaganda por el hecho. En el tránsito
de siglo del XX al XXI, con el agotamiento de la lucha armada en el País
Vasco y la reorientación liderada por Otegui –en la estela del proceso
irlandés y de la figura de Gerry Adams- la mímesis empezó a proporcionar
iconos asumibles e ilusionantes y la expectativa de aplicación de una
política de impulsión revolucionaria desde abajo fundamentado en la
ruptura independentista sobre la base de la lucha de masas.
Esa mímesis
abonó la atracción de sectores juveniles, desalentados no ya por las
injusticias sistémicas sino –no sin razones- por las respuestas de las
organizaciones tradicionales de la izquierda, incluso de las que se
presentaban como revolucionarias o alternativas, para diferenciarse de
la deriva liberal de la socialdemocracia. La lucha de los Otegui, o de
los Adams, era socialmente asumible; a diferencia de la de los grupos
ejecutores del atentado a Hipercor,en 1987, por recordar el que motivó
que no pocos en Cataluña se arrepintieran de haber votado a Herri
Batasuna en las europeas de aquel año (casi 40.000 lo hicieron).
No
obstante, esa nueva mímesis tenía un listón alto; Herri Batasuna había
obtenido entre 1979 y 1994 entre el 15 y el 18% de los votos en el País
Vasco, y tras el fin de la lucha armada y las reconversiones –las
decididas para facilitar ese fin y las forzadas por las disposiciones
judiciales- Euskal Herria Bildu, saltó en 2012 al 25%, amenazando con
disputar al PNV la primacía. Tenía un apoyo social importante, tanto
como su consolidad presencia organizada en la sociedad civil.
El
estreno de la CUP en las elecciones al Parlament de 2012 registró un
avance si se compara con los datos de apoyo obtenidos en las municipales
del año anterior; en Barcelona pasó de 11.800 votos en 2011 a algo más
de 31.600 (una cuarta parte de lo conseguido por la formación en toda
Cataluña).
Sobre todo dio un salto institucional al acceder a
constituirse en fuerza parlamentaria y pasar a tener una visibilidad
general, que le proporcionaba capacidad de competencia en el espacio
nacionalista; en particular, frente a ERC, la fuerza en ascenso, que en
aquellas elecciones casi recuperó el medio millón de votos y, en
cualquier caso, se rehízo de la debacle de dos años atrás.
No obstante,
bien mirado el porcentaje obtenido por la rupturista CUP, el 3,5%, era
inferior al obtenido por la suma de Solidaritat Catalana por la
Independencia y Reagrupament Independentista, en 2010, el 4,5%.
En votos
estas últimas formaciones habían sumado entonces algo más de 142.000 y
la CUP 126.400; aunque en Barcelona los 31.600 votos de la candidatura
encabezada por David Fernàndez estaban por encima de los 27.700 de los
que sumaron Laporta y Carretero (contra una imagen estereotipada, las
candidaturas independentistas de 2010 obtuvieron más votos que la CUP en
2012 en los distritos de Las Corts, Sarriá-Sant Gervasi y Eixample; en
cambio la mayor diferencia entre ambas a favor de la CUP se producía en
los distritos de Nou Barris y Sants-Montjuic –en torno a unos mil votos
de diferencia- seguido de Gracia, Horta-Guinardó, Sant Martí, y Sant
Andreu – en torno a los setecientos-.
Solidaritat por la Independencia
se presentó a las elecciones de 2012, fracasando rotundamente al no
llegar a los 47.000 votos, y un magro 1,28%. Sumando CUP y SCI el
espacio electoral del independentismo explícito se mantenía en términos
similares, el 4,8, todavía muy limitado pero ahora con un importante
relevo de representación institucional que quedaba en manos de la CUP.
La
aceleración política de 2012-2015, que situó a CDC y ERC en ese campo
del independentismo explícito, de propuesta de separación unilateral,
tuvo para la CUP efectos contradictorios. Por razones de imagen –mejor
el original que la copia- y de desconfianza y desgaste de CDC, la CUP
creció en presencia activista y en apoyo social; en contrapartida, ese
ensanchamiento del independentismo explícito empezó a hipotecar su
protagonismo –el liderazgo quedaba aún lejos- en la hipótesis de la
ruptura independentista, y a poner en evidencia que el nacionalismo era
hegemónico en la reformulación del campo.
El efecto positivo fue el,
ahora sí, salto electoral de 2015, cuando consiguió 337.800 votos, el
8,2%; de ellos 87.800 -prácticamente el 30% de ellos- en Barcelona. Y un
nuevo salto institucional, no ya porque obtuviera 10 diputados sino
porque éstos le proporcionaron la clave de la mayoría parlamentaria, en
beneficio del proceso independentista impulsado desde CDC y ERC.
Una
mayoría parlamentaria, empero, que no se correspondía con la mayoría
electoral y menos con la social; las tres formaciones del proceso –ya se
ha dicho– no solo no crecieron, sino que retrocedieron tres décimas
respecto a 2012 –pasaron al 47,5- perdiendo la convocatoria
plebiscitaria que habían querido hacer mediante las elecciones al
Parlament.
Aquella misma noche Antonio Baños hizo reconocimiento público
del hecho, pero de inmediato se sobrepuso a ese reconocimiento de la
realidad social catalana un cálculo político, una apuesta de forzar la
toma de decisiones en base al cómputo parlamentario y no al cómputo de
la realidad, extraña por lo que hace a una formación que hacía gala de
crítica al parlamentarismo.
Aceptando ese cálculo y confundiendo
la estrategia de las alianzas sociales por la táctica de las políticas
de coalición, la CUP quedó enredada en la madeja del bloque
nacionalista, so capa de tener la llave de la mayoría parlamentaria y
aparentar una mayor capacidad de influencia que en la que realidad
tenía.
La defenestración de Artur Mas y el pressing constante,
imprescindible para mantener la autoafirmación, empezó a restarle
simpatías dentro del propio campo nacionalista; precisamente cuando el
aceleración del proceso, del que fueron participes pero no responsables,
dejó en evidencia la ausencia de una mayoría social en favor de la
independencia y por el contrario la consolidación de una división, en
términos de fractura, que estimuló el crecimiento del nacionalismo
contrario, en España desde luego y, lo que es más importante, en
Cataluña.
La CUP se enrocó y no asumió la tarea de llevar al campo de la
ruptura política a los sectores sociales que rechazaban que esta pasara
por la independencia, y contentándose con pretender fidelizar en torno a
la independencia a quienes ya estaban convencidos de ella.
La
estrategia de consecución de la independencia mediante la promoción de
un conflicto de legitimidades y la subvaloración del estado se
demostraron erróneas entre septiembre y octubre de 2017, incluso a pesar
de la torpeza del gobierno del PP el 1 de octubre; el desprecio de
España como estado artificial tampoco ha soportado la evidencia de que
además de estado es una nación y que existe, en singular o compuesta,
identidad española también en Cataluña.
La CUP ha salido
malparada del último curso del proceso y eso queda demostrado en el
golpe electoral sufrido el 21 de diciembre; del que no puede ser
explicación, ni consolación, el efecto del voto útil en favor de
Puigdemont, que dejaría en evidencia su posición de apéndice del
nacionalismo, en el mejor de los casos de pepito grillo, sin que además
pueda seguir reivindicando ser el núcleo fundamental del
independentismo.
Los 185.700 votos han devuelto a la formación al punto
de partida, un 4,45%; aparentemente por encima todavía de lo conseguido
en 2012, pero menos de lo que entonces sumó el espacio en el que se
sitúa en el que todavía estaba SCI, 4,75%.
Una parte del voto conseguido
en 2012 en los ámbitos del nacionalismo hegemónico – caricaturizando,
pero no demasiado, entre ellos los hijos de padres convergentes- han
regresado a éste cuando la doctrina de la confrontación de legitimidades
se ha sublimado en un icono legitimista, Puigdemont; sin embargo, lo
que es más importante y más grave para una formación que se sitúa en la
izquierda alternativa es que no ha avanzado ni un pelo – si no ha
retrocedido-en los territorios de las clases populares.
La segunda
mímesis vasca se aleja; y por ahora no hay signos de rectificación, sino
de repetición del episodio Baños de 2015.
El análisis oficial
de Endavant reconoce que han sido unos malos resultados porque “no hemos
podido llegar a nuevos segmentos de electorado situados fuera del
bloque independentista” (Endavant, “Valoració dels resultats
electorals”, 2 de enero); sin embargo no profundiza en las razones del
por qué, las sitúa todas en el terreno de la propaganda (no se ha sabido
poner el proyecto propio en el centro del debate, el discurso ha estado
demasiado enfocado en “los aspectos democráticos” en perjuicio de los
“aspectos materiales” y de la táctica) de la táctica (cierre de filas
“monolítico” con el resto del bloque independentista) o simplemente en
el de la agitación (no se ha “salido a disputar a Ciudadanos un
determinado voto joven, urbano y de clase trabajadora), sin plantearse
si su posición independentista/nacionalista, la negación de la
legitimidad de la identidad nacional del otro, y el rechazo a una
estrategia conjunta con todas las clases populares del estado en su caso
que marca la primera instancia de la actuación política revolucionaria,
es lo que bloquea su crecimiento.
Quizás porque asuman que ese
crecimiento es imposible, hoy por hoy, prefieren enrocarse en los
185.700 votos conseguidos para “construir los nuevos pasos”, dándoles a
ellos –y no al conjunto de las clases populares y trabajadoras-
“instrumentos de encuadramiento, participación y autoorganización”.
Sin
tanta pretensión analítica ni orientadora Carles Riera reconoce que
“una parte de las clases populares ve el catalanismo como un proyecto
elitista que las excluye” (Crític, 21 de enero de 2018). Tergiversa la
realidad, lo que las excluye es el proyecto independentista y hasta que
éste no oscureció, fagocitándolo, al catalanismo una buena parte de
ellas lo respetó y lo apoyó; desde 2012 todo ha sido distinto.
Pero
sobre todo no saca las consecuencias, atribuyendo esa percepción como
fruto de su sujeción al conservadurismo al españolismo, a las
derechas…de su falta de evangelización nacional correcta, se diría a la
vista del tono de sus palabras.
No solo eso, sino que desprecia a los
agentes políticos de las clases populares que pueden ser más próximos a
ellos, a los Comunes a Podemos; llegando al insulto de calificar a
Monedero de autor de discursos falangistas (¡!) y a extenderlo
subliminalmente al resto de esas formaciones al quejarse de que tales
discursos “falangistas” no son desautorizados.
Ese tipo de declaraciones
del último primero de la lista electoral, el refugio a los argumentos
de la propaganda y la agitación y al ensimismamiento en las bases
propias, no auguran un cambio de rumbo de la CUP, que el reconocimiento
del retroceso impondría en buena lógica. Y el espectáculo reciente de su
adhesión a las maniobras legitimistas de Puigdemont va en dirección
contraria al cambio que su retroceso electoral, no insignificante, no
carente de significado, les tendría que hacer considerar.
Su concepción de la acción política, de la autoorganización de sí mismo,
de la “unidad popular” como producto del crecimiento propio no tiene
nada que ver con una verdadera propuesta de unidad popular,
frentepopulista; de una política de alianzas sociales que ha de
identificar y respetar las diferente identidades nacionales existentes
entre las clases populares, y también aceptar los agentes políticos que
éstas tienen, como aliados en el campo de la izquierda y fuera de ella
no de partida como enemigos.
Empeñarse en el objetivo de la
independencia es cerrarse el camino hacia la unidad popular real, el
único objetivo que hoy pueden compartir todas las clases populares es el
del pacto federal, el más amplio y al propio tiempo el más unitario.
Mantenerse en los trece parece una reedición de la política comunista de
la segunda mitad de los años veinte, del frente único por la base del
desprecio de la real política de masas, de la confusión de la política
por la propaganda y del vanguardismo que solo concibe “teorías de
ofensiva” para avanzar; aquella política no llevó a ningún sitio y la
realidad impuso su rectificación." (José Luis Martín Ramos , Rebelión, 15/02/18)
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