"En el agrio debate sobre el proceso independentista
catalán se ha dado por descontada su dimensión económica, extendiéndose
una confusión interesada: la creencia de que la distribución de la renta
en una economía depende de su dimensión territorial y, en concreto, de
las aportaciones que unas y otras Comunidades Autónomas (CCAA) realizan a
la Hacienda común.
Utilizando un argumento similar al de los defensores del Brexit, el
independentismo catalán ha basado en buena medida su propuesta en la
promesa de recuperación de la aportación neta que realiza a las balanzas
fiscales autonómicas. En el otro extremo, el nacionalismo español ha
acusado de profundamente insolidario al movimiento independentista por
querer negarse a seguir realizando las contribuciones que, dada la mayor
riqueza de la economía catalana, supuestamente le correspondería hacer.
Ni una, ni otra posición quieren comprender que, en
realidad, el proceso de redistribución de renta se da, principalmente,
entre hogares (sólo indirectamente entre CCAA); y que los desequilibrios
territoriales de una economía como la española se deben,
principalmente, a nuestro desestructurado modelo productivo (únicamente
en el largo plazo al destino de la inversión pública en
infraestructuras).
Sobre las balanzas fiscales se ha escrito mucho. En
resumen, se trata de un cálculo de la diferencia, mediada por el sistema
de financiación autonómica (SFA), entre lo que aportan las personas
residentes en una CC.AA. vía impuestos y lo que reciben vía gasto
público.
Habitualmente esa diferencia se interpreta como la disparidad
entre las aportaciones de unas y otras CC.AA., entendidas éstas como
entes con capacidad propia de pagar impuestos y recibir gasto público,
pero esa es una interpretación errónea.
En realidad, las balanzas
fiscales muestran la diferencia entre las aportaciones de los hogares de
unas y otras CC.AA., no de las Comunidades en sí mismas. Es una sutil,
pero importante distinción, en especial en lo que tiene que ver con cómo
funciona la tan manida “solidaridad”.
Como explican la mayoría de expertos, lo lógico es que
aquellas comunidades cuya renta per cápita es más alta sean las que más
aporten a las balanzas en términos netos, en primer lugar, porque
mayores son los ingresos de sus ciudadanos, así como los beneficios de
las empresas allí domiciliadas; y, en segundo lugar, porque, a priori,
menor es el número de personas que tienen necesidad de recibir
prestaciones sociales, o al menos aquellas prestaciones que dependen del
nivel de renta.
Esto evidencia que el proceso de redistribución de la
renta se produce entre hogares ricos y pobres, no entre comunidades
ricas y pobres. Dicho de otro modo, el hecho de que las balanzas
fiscales de las CC.AA. con mayor renta per cápita sean negativas es algo
deseable en tanto en cuanto eso, en principio, significa que se está
produciendo una redistribución entre hogares ricos y pobres. De hecho,
es a los primeros a los que, independientemente de la Comunidad en la
que vivan, habría que pedir que demuestren su solidaridad con el pago
justo y completo de sus impuestos.
Además, esta interpretación de las balanzas fiscales
cuestiona la creencia de que las transferencias sociales que reciben las
poblaciones de unas u otras CC.AA. dependen de esas balanzas. Por el
contrario, dado que las prestaciones monetarias más importantes
(pensiones, desempleo, maternidad/paternidad, etc.) son financiadas por
el sistema de la Seguridad Social, su percepción es independiente de la
aportación de cada Comunidad concreta al SFA e incluso del
funcionamiento del Concierto vasco y el Convenio navarro.
Los servicios públicos fundamentales y algunas
prestaciones (como las rentas mínimas, o, en parte, las de la
dependencia) sí dependen de la financiación que tienen disponible las
comunidades. Sin embargo, difícilmente se pueden explicar los recortes
que se han producido estos últimos años en esos rubros como el resultado
de las balanzas fiscales.
Más bien, son la consecuencia de la reducción
de las transferencias de la Administración central, que está
produciendo una igualación por debajo (además de la privatización) de
esos servicios públicos en unas y otras comunidades; así como de las
decisiones conscientes de los gobiernos autonómicos que, en algunos
casos, han comenzado una competencia fiscal, también a la baja.
Por lo tanto, la situación social de cada CC.AA. está más
condicionada por su PIB per cápita y las políticas redistributivas que
pone en marcha su gobierno, que por el funcionamiento del SFA. Las
cuatro Comunidades con mayor renta (Comunidad de Madrid, País Vasco,
Navarra y Cataluña) son aquellas con menores tasas de pobreza relativa.
No obstante, la reducción de la desigualdad que consiguen (medida por la
diferencia del índice de Gini antes y después de la redistribución
pública) es diferente en cada una de ellas.
En 2013 (último año para el que hay datos), Cataluña
lograba reducir la desigualdad más que Madrid (que también tiene una
balanza fiscal negativa) y Navarra (que disfruta de su Convenio); pero
lo hacía menos que el País Vasco. Es decir, que independientemente de su
sistema de financiación, aquellas CC.AA. que disfrutan actualmente de
un mayor nivel de bienestar son las que aprovechan su mayor nivel de
renta per cápita para llevar a cabo las más potentes políticas
redistributivas a nivel interno.
En el otro extremo, las CC.AA. con menor PIB per cápita
(Extremadura y Andalucía y, en menor medida, Castilla-La Mancha) son
aquellas en las que las políticas públicas más reducen la desigualdad,
un resultado esperable si se tiene en cuenta que son las que mayor
necesidad tienen de los mecanismos de protección social. Dado que esta
protección está financiada fundamentalmente por la Seguridad Social,
esas tres Comunidades tienen lógicamente balanzas fiscales positivas.
A pesar de ello, la insuficiencia de nuestro sistema de
protección social impide que abandonen la parte baja de la clasificación
de pobreza relativa. No sólo eso, sino que a pesar de que son
comunidades que también se han beneficiado de los fondos de reequilibrio
territorial (como el Fondo de Cohesión de la UE, o los Fondos de
Convergencia del SFA), su PIB per cápita ha seguido cayendo en
comparación con la media nacional, un hecho que muestra la incapacidad
de esas políticas de declarada solidaridad interregional para lograr la
prometida convergencia económica real entre CC.AA.
En síntesis, ni la población de las regiones más ricas
disfrutará de mayores niveles de bienestar a no ser que se vean
reforzadas las políticas redistributivas a nivel interno, algo que es,
en buena medida, independiente de su vínculo con el resto del Estado; ni
la regiones más pobres podrán ver mejorados los suyos si no se asegura
la suficiencia de nuestro sistema fiscal para financiar la protección
social, algo incompatible con bajadas regresivas de impuestos y
contribuciones sociales a las familias más ricas y las empresas; y esto
sólo será sostenible en el tiempo si, al mismo tiempo, se emprende una
transformación de nuestro modelo productivo, que permita su reequilibrio
a nivel territorial interno, al mismo tiempo que una mejora real de su
inserción externa.
En concreto, para todo ello sería necesario, primero,
incrementar la progresividad del sistema impositivo, estatal y
autonómico, haciendo posible la extensión de las políticas
redistributivas y de protección social; segundo, establecer, como parte
central de la reforma del SFA, un suelo de ingresos públicos que
garantice una financiación suficiente de los servicios públicos
fundamentales en todas y cada una de las CCAA; y, tercero, poner en
marcha una potente política industrial que, además de mejorar la
posición de la economía española en la división internacional del
trabajo, haga posible la convergencia económica regional.
De esta
manera, se pondrían las bases para asegurar, de una vez por todas, la
cohesión social, económica y territorial de nuestro país." (Ricardo Molero Simarro es doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid, CTXT, 17/01/18)
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