"(...) En febrero de 2013, con el proceso independentista ya en marcha aunque
en estado embrionario, Artur Mas convocó con toda la pompa una “cumbre
anticorrupción”. Acudieron a la cita, en el Palau de la Generalitat, todos los cargos institucionales involucrados en combatirla. (...)
Mas se encontraba ya contra las cuerdas. Tras una primera y breve
legislatura en la que había acometido los mayores recortes en salud y
educación con apoyo del Partido Popular, el president
salió al paso de las críticas anunciando, para las elecciones de
noviembre de 2012, la celebración de un referéndum sobre la
independencia.
El procés se ponía en marcha.
Para entonces, el oasis catalán ya era historia y la corrupción de
Convergència empezaba a aflorar en los tribunales. El caso Palau
había aportado indicios sólidos de que Convergència, el partido de Mas,
había cobrado 6,6 millones de euros en comisiones ilegales a cambio de
la adjudicación de obra pública durante el último Gobierno de Jordi
Pujol (1999-2003).
El caso ITV, por su parte, señalaba directamente a un peso pesado del nacionalismo: Oriol Pujol, número dos de Convergència, hijo del expresident y destinado a sucederle. Este verano, el delfín de Mas ha aceptado una condena de dos años y medio por cobrar sobornos y por un delito de tráfico de influencias. (...)
Casi cinco años después de aquel encuentro imposible
—la Fiscalía se querelló contra Mas por la consulta del 9-N y el TSJC le
condenó por desobediencia— aquellas promesas de regeneración han quedado en nada. Las propuestas de mayor transparencia murieron ahogadas por una prioridad más perentoria (el procés) y, también, por el estallido de nuevos escándalos de corrupción (el caso 3%) que obligaron a Convergència a reinventarse y a cambiar su nombre por el de PDeCAT.
Huida desesperada
La interpretación más común entre los partidos no independentistas es que la apuesta de Mas —y con él, de la antigua Convergència— por recorrer la senda de la secesión no fue más que una desesperada huida adelante. El expresident necesitaba superar dos circunstancias adversas para garantizar su supervivencia política en Cataluña.
Por un lado, las críticas por el tijeretazo:
en 2011, durante el debate de los Presupuestos que aprobaron el plan de
austeridad, tuvo que acceder al Parlament en helicóptero por las
protestas de los indignados, que rodearon el hemiciclo. Por otro lado, el bochorno causado por el alud de casos de corrupción. “Han tapado la corrupción con una gran estelada”, insiste estos días de campaña, por ejemplo, la candidata de Ciudadanos a la presidencia de la Generalitat, Inés Arrimadas.
En sentido contrario, los independentistas creen que
el Gobierno de Mariano Rajoy aprovecha el desafío secesionista para
ocultar los casos de corrupción que afectan a su partido.
Al combatir a
los independentistas, argumentan, el Ejecutivo desvía la atención sobre
otros asuntos. La alusión a las “cloacas del Estado” y a la “guerra
sucia” promovida por sectores del Ministerio del Interior ha sido
constante en los años de procés en Cataluña.
Al margen de esa supuesta mano negra, lo cierto es que la corrupción (vieja y nueva) ha seguido aflorando ya en pleno auge del procés.
En el verano de 2014, mientras la Generalitat preparaba el referéndum
de independencia del 9 de noviembre de ese año —que no tenía carácter
vinculante, pero que acabó celebrándose pese a ser prohibido por el
Tribunal Constitucional— salían a la luz dos de los casos más sonados.
Por un lado, el caso 3%, que investiga cómo el
presunto pago de comisiones a Convergència por obra pública siguió en
marcha también en época de Mas. Por otro lado, la confesión del expresident Pujol sobre la existencia de una herencia familiar oculta en Andorra y de origen sospechoso.
Olvidada por los independentistas por las urgencias del procés,
otros sí que se acuerdan de la corrupción. Como Gimeno, que acudió a la
cita con Mas como jefe del TSJC y que desde hace un año dirige el
organismo de lucha contra el fraude en Cataluña. Días antes del inicio
de la campaña, Gimeno pidió a los partidos que incluyeran, en sus
programas, medidas de lucha contra la corrupción.
Por ejemplo, proteger a
los alertadores, las personas que denuncian prácticas irregulares. Le
han hecho caso a medias. Lo que Gimeno no ha logrado, sin embargo, es
que la corrupción ocupe el lugar que, por su repercusión social, merece.
El debate sobre cómo combatir esta lacra apenas goza de espacio en los
mítines y actos electorales de una campaña polarizada por la
independencia. Cuando aparece, la corrupción lo hace solo como arma
arrojadiza contra el rival.
Los candidatos están pasando, al menos por ahora, de puntillas por la corrupción.
Si la mencionan, nunca es para admitir la propia, sino para denunciar
la de los demás. Se convierte así en un argumento más para combatir al
adversario. Lo hizo en el arranque de campaña el expresident
Carles Puigdemont.
Afirmó, por videoconferencia desde Bruselas, que los
catalanes tienen memoria, “no como los discos duros” del PP. Una
alusión a la reciente decisión de una juez de Madrid de llevar a juicio
al PP por la destrucción de los ordenadores del extesorero Luis
Bárcenas.
Puigdemont eludió, en cambio, los casos que afectan a
su partido, Convergència. Centrado en denunciar la represión del Estado
(155, “presos políticos”...) ni Puigdemont ni su equipo parecen
recordar las viejas promesas convergentes de hacer más transparente la
gestión pública.
Evitar otro caso Palau o un nuevo caso 3%
ya no es una prioridad. Ni siquiera cuando está próxima a conocerse la
sentencia por el expolio del Palau de la Música, que podría probar por
primera vez la financiación irregular de la formación nacionalista. (...)" (Jesús García, El País, 12/12/17)
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