"(...) teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada.
No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única
indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha
ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y
persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio.
Oficiaría
como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia:
hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la
separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no
basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de
estarlo.
Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros).
Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes
partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de
Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más
precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña
tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.
El argumento presenta un problema de principio: el conjunto
de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de
decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes
(independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al
40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener
dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).
La voluntad y el número resultan irrelevantes para
fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que
lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o
los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo
solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría
reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si
el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él.
El
argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente
irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la
aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir
ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los
ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen
muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.
Un reciente desarrollo apela a que los catalanes
constituimos una minoría permanente. España habría abusado
históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría
obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de
decisión.
La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales
impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la
española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado)
precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes
(los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre.
Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se
gesta en Cataluña.
Fue Valentí Almirall quien, para preservar los
territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite
siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo
español a todo el territorio nacional”.
El argumento otorga prioridad a la representación de las
“naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no
se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra
social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías
permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat
de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el
burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas.
El ideal
democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural
identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con
el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la
capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido,
resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de
derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran
poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias
objetivas.
En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale
para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada.
Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por
empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”,
España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña
independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet,
también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por
definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.
No importa cualquier número. Lo que importa es si hay
discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se
sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la
existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India,
indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no
reclaman.
Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y
Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador
objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y
Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y
pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña.
Hay trabajos
sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en
La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de
los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más
frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el
último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas
injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones
degradadas por el nacionalismo.
El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata." (Félix Ovejero , El País, 13/11/17)
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