"El 24 de julio de este año, Rosa María
salió de su casa y miró al cielo. Eran las once de la mañana de un día
de una claridad inusual en Barcelona. El día anterior una lluvia
intempestiva había limpiado el aire, pero no había rebajado la
temperatura ni un solo grado.
Pensó, como solía hacer desde hacía un
tiempo, que el clima sí era un tema por el que merecía la pena luchar y
desgañitarse: un tema relevante que afectaba a la vida humana y al
planeta y que se veía desplazado a una mera anécdota por la marejada
política que inundaba el país en el que le había tocado vivir.
Lo que iba a hacer, en el fondo era un grito de auxilio, un puñetazo
en la mesa, un basta ya, un no puedo más. Llevaba tiempo meditándolo y
aquella mañana, ante el café con leche, mientras echaba de menos una vez
más los cigarrillos, decidió que ya era el momento.
No se lo dijo a nadie porque sabía que intentarían disuadirla y en
aquellos momentos, tras una larga enfermedad de la que estaba saliendo,
no se sentía con energía suficiente para discutir y defender su
decisión. Tan solo quería ejecutarla. Torció por la calle Pau Claris de
Barcelona y empezó a descender por ella.
No tenía prisa y se detuvo en
el escaparate de una librería. Lectora empedernida, pensó en comprarse
un par de novedades que ansiaba leer, pero decidió hacerlo a su vuelta,
ya liberada de la misión que hoy la había sacado de casa.
Ya en Via Laietana, se desvió hasta llegar a la Plaça de Sant Jaume,
miró al Ayuntamiento y no pudo evitar una sonrisa: recordó a su amado amigo Terenci Moix y recordó su capilla ardiente años atrás en la que sonaba la banda sonora de Blancanieves ‘I go I go, it`s after work we go’.
Terenci la habría entendido. Terenci la habría acompañado. Y luego se
habrían reído, hablando de lo divino y lo humano ante un par de
gintonics. Terenci…
Entró en el Palau de la Generalitat y preguntó a la funcionaria de
turno que al principio no la reconoció y no entendió la pregunta. Una
vez entendida —y finalmente reconociéndola— la funcionaria le rogó que
esperara e hizo una llamada.
Había una corriente de aire bastante
molesta en la entrada del Palau y se guareció como pudo, contra una
pared. Tras unos minutos, apareció un funcionario que, amablemente, tras
estrecharle la mano con fuerza, la condujo a un pequeño despacho.
—¿En qué puedo ayudarla, señora Sardà?
—Es por la Cruz de Sant Jordi.
—Creo que ha habido un error. Me ha dicho mi colega que quiere devolverla.
—No, no es un error. La quiero devolver, exactamente, aquí la tiene.
Rosa María sacó una carpeta con la condecoración y una nota. En la
nota de su puño y letra, decía que dadas las circunstancias, ella no se
consideraba merecedora de la Creu de Sant Jordi otorgada por el Gobierno
catalán y que, como la condecoración traía consigo que en el momento
del fallecimiento, la Generalitat ofrecía una esquela en los periódicos,
que por favor tuvieran a bien ahorrársela.
El funcionario cogió la carpeta con gesto nervioso, no sabiendo muy bien qué hacer con ella. Rosa María le pidió un recibo.
—¿Un recibo?
—Sí, un recibo, conforme la he devuelto.
—Sí, claro... Un momento. El funcionario abandonó el despacho y ella
aprovechó para mirar el teléfono. Volvió a los pocos minutos con un
albarán y se lo entregó. Se dieron la mano. Antes de irse,
Rosa María le
dijo:
—¿Lo de la esquela está claro, verdad?
—Sí, sí…
Al salir a la calle de nuevo, se sintió triste y libre, lo cual no
era ninguna novedad para ella: es el precio a pagar por tener una
implacable brújula moral que te marca en cada momento las acciones que
debes hacer para ser coherente, pese a quien le pese y pase lo que pase.
Aunque te cueste amistades, repudio, odio, insultos, incomprensión.
Volvió a subir, esta vez mas despacio, Pau Claris arriba, hacia la librería.
Rosa María Sardà no me contó los libros que compró ese día, pero,
conociéndola, sé que los habrá leído, amado y entendido como nadie." (Isabel Coixet es directora de cine, El País, 19/11/17)
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