"(...) La situación que vivimos en Cataluña en estos últimos tiempos posee
particularidades que a mí, y sospecho que a mucha más gente, me parecen
especialmente dañinas. Aquí enumero algunas; siéntanse libres de tachar
las que quieran y añadir las suyas.
Desde hace mucho tiempo se promueve y fomenta continuamente el
desprecio hacia los otros territorios del Estado español. Esto es una
especie de cansina vuelta al patio del colegio: ese es tonto; el de más
allá, un vagazo. Como persona viajada que soy puedo dar fe de que la
tontería y la pereza no son patrimonio exclusivo de ningún pueblo del
mundo. Si así fuera, ya me tendrían pidiendo asilo en la tierra de los
perezosos. La pereza está muy infravalorada.
Se anteponen, antes que cualquier debate sobre qué hacer para mejorar
la vida de los ciudadanos, las ventajas de una mítica tierra de
promisión que pasa indefectiblemente por la “desconexión” de España,
que, según sus partidarios, es algo con lo que soñamos desde la más
tierna infancia los ocho millones de catalanes, ya que vivimos
esclavizados, amordazados y sojuzgados por el perverso Gobierno central.
Inciso: vamos a ver, el Gobierno central que tenemos se las trae y no
voy a ser yo la que diga lo contrario. La torpeza que siguen
demostrando hacia la situación en que estamos es solo comparable a la
actitud de las avestruces ante los avances de una manada de pumas. Pero
de ahí a hablar de esclavitud y sojuzgamiento hay un trecho. Y en un
mundo donde tanta gente es esclavizada y sojuzgada de verdad, que desde
el Govern se hable en esos términos es sonrojante.
Que existe en muchos sectores de la población un sentimiento
genuinamente nacionalista es innegable y merece el máximo respeto.
Personas como Puigdemont o Junqueras han confesado —y les creo— la
enorme ilusión que les hace la existencia de un Estado independiente. Es
cuando imponen sus aspiraciones, asumiendo que todos las compartimos,
cuando empiezan los problemas. No se han molestado en averiguar qué
pensamos y por qué los que no compartimos esa ilusión.
A mí me resulta extremadamente difícil dirimir cuáles son las
diferencias reales entre un partido centralista de derechas y otro
catalanista y nacionalista. Ambos, con diferentes acentos y talantes, se
han ocupado de crear el nefasto campo de cultivo de la corrupción
institucionalizada. Que Ignacio González y uno de los Pujol junior
compartan cárcel tiene algo de justicia poética, pero ahora necesitamos
justicia de la más prosaica para salir de este callejón sin salida que
amenaza con enquistarse para los restos.
El debate sobre las esencias patrias ha engullido el debate sobre qué
clase de sociedad queremos. Con la independencia, esto va a ser una
mezcla de Shangri-La, Legoland y Ganímedes. Todavía estoy esperando que
alguien me cuente cómo va a ser la nueva república independiente
catalana. Si alguien tiene pistas, por favor que las comparta. A mí
Legoland me gusta mucho, pero no quiero vivir en ella, debe de ser
incomodísimo.
El baile de cifras de las balanzas comerciales e impuestos que se
baraja para convencer al votante de las bondades de la absoluta
necesidad de la independencia porque “España nos roba”. Este concepto ha
calado en un gran sector de la población que se siente genuinamente
nacionalista y que quiere y necesita encontrar alguna explicación para
la crisis económica y que, por razones que se me escapan, está
convencida de que ser catalán es mucho mejor que ser español.
Ante esto,
déjenme que les dé una noticia en exclusiva: ninguna de las dos cosas
es una bicoca, pero hay cosas bastante peores. Se me ocurren bastantes.
Llegado este punto, honestamente yo ya no sé si España me roba más que
Amazon, Zalando o el operario que me ha soplado 400 euros por arreglarme
en cinco minutos el aire acondicionado. Yo, sinceramente, me he perdido
en este debate de cifras y competencias. (...)
Los que no pensamos que la independencia sea la mejor de las ideas
inmediatamente somos descalificados como fascistas, vendidos al Gobierno
central y un sinfín de lindezas. O, en el mejor de los casos, somos
invisibles y se nos barre del ágora pública.
Otro notición: no ser
independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP.
Significa simplemente que pensamos que ser catalán y ser español no son
conceptos antagónicos. Respecto a la consulta, si los partidos políticos
lo acuerdan, si se cambia la Constitución —que se puede cambiar— y se
establece un marco legal, ¿por qué no?
Pero un referéndum convocado unilateralmente sin censo y sin ningún
control, con el argumento de que basta la mitad más uno para declarar la
independencia, no, gracias. Quiero recordar aquí que cuando se convocó
el referéndum en Quebec, los porcentajes requeridos para una decisión de
ese calibre fueron establecidos por la Corte Suprema con la premisa de
que a partir de una clara y rotunda mayoría (no la mitad más uno) habría
una obligación por parte del resto del país a renegociar el encaje de
Quebec en Canadá. (...)
Y ahora viene la coletilla definitivamente naíf (o buenista o ingenua
o boba) de este texto, lo digo por si quieren abandonar ahora: este no
es el momento de crear más fronteras, ni muros ni barreras. Este, quizás
más que nunca en la historia, es el momento de tender puentes, de
centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las
diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de
diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal,
sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado,
convulso, ardiente, complejo y terrible.
Es el momento de dejar de estar absortos en nuestro ombligo y de
elevar la vista más allá de los límites de lo que consideramos nuestro,
más allá de nuestras banderas —por mucho que las amemos—, nuestros
agravios —por muchos que tengamos—, nuestro pasado. Yo no poseo
demasiadas certezas, pero he vivido lo bastante para saber que
construir, sumar y amar siempre es infinitamente mejor que destruir,
restar y odiar." (Isabel Coixet , directora de cine, El País, 19/07/17)
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