19/12/16

La maldad intrínseca de los españoles: el fascista de los años treinta, como el borbónico de 1714, es igual que el demócrata de principios del siglo XXI

"En el libro colectivo de homenaje al historiador José Álvarez Junco (Pueblo y nación,2013), el escritor Jorge M. Reverte observa que “sin la existencia del franquismo, sin su actualización permanente por quienes elaboran algunos relatos, los discursos nacionalistas en Cataluña tendrían una importancia mucho menor, una eficacia muy disminuida”. 

Mientras el denominado franquismo sociológico se va difuminando, a medida que sumamos más años ya de democracia que de dictadura, paradójicamente donde reaparece de forma desacomplejada es en las interpretaciones de la historia de las fuerzas separatistas, que han hecho suyo el argumento de asociar España con Franco. 

Se lo escuchamos decir con total naturalidad, en la investidura de Mariano Rajoy, al diputado Joan Tardà cuando habló del “dolor que los catalanes” (se refería en realidad solo a los independentistas) están dispuestos a soportar para alcanzar la libertad porque tienen “conciencia y memoria” de su difícil historia, citando como ejemplo el fusilamiento del presidente Lluís Companys “por parte del Ejército español”. 

El portavoz de ERC repitió entonces el mantra de que el Estado español nunca ha pedido perdón a los catalanes por ese asesinato, y que ningún Gobierno español ha querido anular su sentencia. Se convierte así la Guerra Civil española en una guerra de ocupación sobre Cataluña. 

Para ello nada mejor que servirse de la propaganda franquista de identificar España con la dictadura y, acto seguido, esforzarse por trazar una línea de continuidad entre ese régimen y el sistema de libertades nacido con la Constitución de 1978. (...)

Septiembre y octubre son meses de excitadas celebraciones y clamorosos silencios en Cataluña. Tras el homenaje que se tributa por la Diada a Rafael Casanova, Companys se ha convertido, en palabras del escritor Ramón de España, en otra figura más del pesebre nacionalista que sirve “para demostrar la maldad intrínseca de los españoles, entre los que no hay diferencia alguna: el fascista de los años treinta, como el borbónico de 1714, es igual que el demócrata de principios del siglo XXI”.

 Mientras se manosean unos muertos para mantener viva la agenda secesionista, se esconden otros. Josep Tarradellas es el caso más significativo, pues su retorno el 23 de octubre de 1977 supuso, como tantas veces se ha dicho, el reconocimiento de la legitimidad republicana cuando todavía estaban vigentes las leyes franquistas. 

El año próximo se cumplirán 40 años, pero no parece que vaya a ver mucho interés oficial en recordarlo tampoco esta vez. Por ahora, solo una asociación independiente, el Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC), ha tomado la iniciativa de acercar al gran público su figura aprovechando que se acaban de abrir completamente sus importantes archivos. 

Tarradellas es un personaje de gran interés, con los claroscuros inherentes a una larga trayectoria política que empieza en los años treinta, pero cuyo papel protagonista prosigue en el exilio hasta convertirse de forma inesperada en una pieza esencial de la síntesis entre reforma y ruptura que acabó imponiéndose en la Transición.

A Tarradellas el nacionalismo catalán le ha hecho siempre el vacío porque no soportó que exhibiera un acuerdo sincero y leal con la Monarquía y el Estado español. Porque enarboló la bandera de la unidad de todos los catalanes, defendió un catalanismo de firmes convicciones pero sin soberbia ni resentimiento hacia España, y más tarde como expresident censuró sin ambages la “dictadura blanca” del pujolismo. 

Acercarnos al legado de Tarradellas, en lugar de manosear el trágico final de Companys, es otro de los deberes pendientes de la política catalana."               (Joaquín Coll, 02/12/16)

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