"Las víctimas sufrieron el abandono en el País Vasco: es una evidencia
pero cuando se recuerda ahora suena a ganas de incordiar. No solo hubo
abandono, fue peor. Las víctimas quedaron sometidas a algo parecido al
hostigamiento.
En tiempos, el ‘algo habrá hecho’ estuvo extendido en
casi toda la sociedad, no solo en el ámbito que apoyaba a ETA. En
realidad, fue lo políticamente correcto, imaginar que algún motivo
aceptable tenía el terrorismo, dar por buenos los atentados.
Durante
mucho tiempo y en amplios sectores, no fue infrecuente la opción de
ponerse en medio, trazar un imaginario en el que se ocupaba un lugar
central y sacrosanto, desde cuyas lindes combatían los terroristas
–equivocados, pero en defensa de los vascos– y quienes representaban la
España opresora.
La crítica a ETA, cuando existió, fue más bien silenciosa y en la
intimidad; no era de las cuestiones que se hablaban sin más con los
recién conocidos. Suele decirse que durante los años de plomo la
política desapareció de la conversación en los distintos grupos
sociales, en las cuadrillas. No es del todo cierto. Hubo un sector que
tuvo barra libre y la ejerció en todo momento.
En cualquier lugar
público un sujeto de la cuerda podía expresar, y solía hacerlo,
cualquier barbaridad en apoyo a ETA, incluyendo comentarios jubilosos
por un atentado o críticas a un secuestrado que no pagaba la extorsión.
Hasta pudo oírse en los campos de fútbol «paga ya», «paga y calla»,
coreado por centenares de voces sin que el resto de la hinchada se
horrorizase ni el club hiciera un amago de acabar con tal atrocidad. Eso
sucedió, y hay una responsabilidad colectiva.
Se produjo una situación asimétrica: en los sitios públicos la
libertad de expresión, si puede llamarse así a la intimidación,
correspondió a un sector, el de los secuaces del terror. Hubiese sido
una situación insólita que se les replicase en el bar, en las fiestas,
en San Mamés, en los lugares de la socialización.
A nadie le gusta que
le llamen facha, mucho menos con las implicaciones que el término tenía
en el País Vasco. Sus amenazas resonaban en sitios de natural pacíficos,
hacían eco en los festejos, las calles, los campos de fútbol, a veces
en los patios de los colegios, entre los grupos de estudiantes en los
campus. Se admitió como normal el matonismo político.
Y, enfrente, el silencio: durante mucho tiempo. Este ambiente
significó una colaboración pasiva con el terrorismo. Le dio alguna
legitimidad, en la medida que no se la negaba expresa y rotundamente.
Para que resonase alguna contundencia hubieron de pasar muchos años.
Para que se generalizasen las condenas sin matices, décadas.
Con el tiempo, y con la socialización del sufrimiento por la que optó
ETA, sectores crecientes fueron repudiando al terrorismo. Aun así,
buena parte de la sociedad vasca quedó en la comodidad moral y estética,
en el «estamos contra el terrorismo y por la libertad de los vascos»,
una asociación característica y perversa cuyas secuelas nos siguen
castigando.
La clave de la lucha social contra ETA residió (y reside, todavía
existe la bicha) en negarle ninguna legitimidad política al terror: esta
postura fue ganando terreno, pero sería discutible que llegase a ser
una opinión mayoritaria. Por lo común el nacionalismo sostuvo que el
terrorismo tenía alguna justificación de este tipo, que era una especie
de agente político más. Hasta el final subsistió la idea de que ETA
tenía detrás motivos fundados, aunque su práctica fuese condenable. (...)" (MANUEL MONTERO, EL CORREO – 09/03/15, en Fundación por la Libertad)
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