"(...) En una sociedad moderna no caben políticas deliberadas de construcción
nacional, sean de la nación que sean, la grande o la pequeña. No es su
contenido concreto lo que las hace democráticamente ilegítimas (de
manera que habría sido pecado volver castellanohablantes a quienes no lo
eran, pero sería perfecto volver ahora euskaldunes a los
castellanohablantes), sino su designio inherente de invadir campos
reservados a la libertad personal de cada uno, al tiempo que su afán por
borrar el pluralismo constitutivo de esa sociedad.
No existen ya
(¿existieron de verdad?) las añoradas gemeinschaften, sino solo
sociedades complejas. Y en una democracia liberal no tienen cabida las
políticas perfeccionistas de mejora de la calidad nacional del
ciudadano.
Cierto que estas políticas se practicaron por doquier en la
gran época europea de la nation building decimonónica, pero tal
circunstancia no las legitima hoy, igual que los precedentes históricos
no legitiman la esclavitud o la exclusión de las mujeres.
Traducido a términos más políticos, la disonancia constitutiva del
nacionalismo de Urkullu está en su pretensión de construir y conseguir
un Estado mononacional, pero no tanto por lo de Estado como por lo de
mononacional. Aspirar a ser Estado independiente es una pretensión
legítima sobre la que cabe dialogar y negociar en democracia, pero
aspirar a construir una sola nación homogénea como base social de ese
Estado es directamente inadmisible.
Y lo malo es que, aquí y ahora, en
este país nuestro, las pretensiones de ser Estado van inextricablemente
unidas a las de serlo mononacionalmente. Por lo cual, precisamente por
ello, el Estado español actual que reconoce la plurinacionalidad
constitutiva de la sociedad que le sirve de base (y negar que ello sea
así es pura y simple ceguera) tiene una calidad democrática superior a
la de los hipotéticos mononacionales que pretenden sucederle.
Y es que,
en España, los sentimientos nacionales no están encapsulados en este o
aquel territorio (si así fuera hace mucho que los problemas se habrían
resuelto por sí mismos), sino que están solapados en cada kilómetro
cuadrado de algunos de sus territorios. De manera que un Gobierno
complejo de estructura federativa atenderá esa realidad mucho mejor que
un montón de pequeños Gobiernos mononacionales.
Es curioso en este sentido ver cómo la historia de hoy, 100 años
después de su destrucción, reconoce que el Imperio Austrohúngaro de
1914, con sus 18 nacionalidades dentro, era un marco de convivencia y
conllevancia mejor (mejor para las personas de carne y hueso) que los
Estados wilsonianos mononacionales hechos con calzador que le
sucedieron, y cómo el juicio sobre su realidad se va tiñendo de una
cierta añoranza.
Al final es bastante sencillo, incluso en la
lógica nacionalista: Urkullu, y muchos otros, reprochan al sistema
constitucional no querer admitir que España es algo así como “una nación
de naciones”.
Pero no cae en la cuenta de que lo mismo le pasa a
Euskadi, que es también otra “nación de naciones”. Con lo cual la
formulación correcta de la ecuación completa siguiendo su propia lógica
sería la de que “España es una nación de naciones de naciones”. (...)" (
José María Ruiz Soroa
, El País, 24 ABR 2014 )
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