"(...) El nacionalismo trata habitualmente el derecho a la secesión como si
solo estuviera en juego el perjuicio de los ciudadanos catalanes. Es
decir, como un derecho que no compitiera con el derecho del resto de
ciudadanos españoles a disponer de lo que es suyo.
Es paradigmático en
este sentido el artículo de un José María Vilasojana y las trampas que se hace al solitario. Dice, por ejemplo:
«Si se trata de conocer la voluntad de los catalanes es de sentido común que sean ellos los consultados.»
Este argumento, verdaderamente simple, y por desgracia no en el
sentido complejo que quiere darle el articulista, es simétrico al que
dijera:
«Si se trata de conocer la voluntad de los españoles es de sentido común que sean ellos los consultados.»
Es decir, lo importante es de lo que se trata, y la primacía que se
han dado los catalanes nacionalistas para establecer de lo que se trata
es un caso flagrante de primacía autootorgada. Por lo demás, es falso
que lo que se quiera «es conocer la voluntad de los catalanes».
La voluntad de los catalanes
podría conocerse perfectamente a través de un referéndum que se
convocara en toda España: bastaría luego territorializar el voto como
territorializan las balanzas fiscales. Conocer la voluntad de los
catalanes solo es el eufemismo de determinar que los catalanes son
sujeto político y tienen por lo tanto el derecho a la
auto...determinación.
Una vez establecida la simpleza nuestro articulista se adentra en el razonamiento complejo:
«Baste imaginar que en Cataluña la totalidad del cuerpo electoral
quisiera la independencia. Este hipotético 100% de catalanes seguiría
siendo una minoría en España. Por lo tanto, sobre este punto capital de
sus vidas en comunidad siempre estaría a expensas de la voluntad del
resto. Parece evidente que esta perpetua minoría no se sentiría nada
representada por una organización política que justificara esa
situación.
Pero planteémoslo de otro modo: ¿Cómo debería sentirse en
esta situación alguien que pertenezca a la perpetua mayoría? ¿Podría
seguir diciendo, como si nada ocurriera, que vive en un Estado
democrático y liberal? No podría hacerlo, porque la democracia implica
el principio de la mayoría, pero es contraria al dominio de la mayoría
sobre la minoría, en este caso una minoría con contornos territoriales
definidos y con lengua, cultura e instituciones propias. (...)
La pregunta derivada de tal complejidad es simple: ¿Podría alguien
seguir diciendo, como si nada ocurriera, que vive en un Estado
democrático y liberal cuando la voluntad de una minoría se impone sobre
la voluntad de la mayoría a la hora de decidir sobre «los contornos
territoriales de un Estado con lengua cultura e instituciones propias»,
para decirlo con las palabras que el articulista reservará luego en un
párrafo aparte a la propia Cataluña? (...)
Achicar el terreno de juego moral y político no convierte un
problema complejo en un problema simple, sino en una simpleza. Para
advertir su calado basta con leer el penúltimo párrafo de nuestro
articulista catedrático:
«¿Quiere esto decir que el resto de los ciudadanos españoles queda al
margen de este proceso? No. Su intervención se puede articular a través
del Parlamento, al ACEPTAR (se entiende que después de algún tipo de
negociación, como reconoce la sentencia del TC) cualquiera de las sendas
constitucionales que permiten articular jurídicamente la consulta.
Tanto la vía del artículo 92, como la del 150.2, pasando por la Ley
catalana 4/2010, prevén dicha intervención, bien sea proponiendo,
delegando, transfiriendo o autorizando un referéndum.»
Se entenderá que las mayúsculas son mías y que la capacidad de
elección del resto de los ciudadanos españoles, tras la negociación que
el nacionalista Vilasojana amablemente propone, solo reside en el
sometimiento, como cabía esperar del libre ejercicio de la voluntad de
un sujeto político soberano.
Para rebajar el problema al justo nivel de su citada simpleza los
nacionalistas gustan de utilizar la metáfora del divorcio matrimonial.
Pero, evidentemente, se trata de una analogía incorrecta, porque el
divorcio presupone la existencia de dos sujetos sentimentales soberanos.
Mucho más correcto y veraz sería analogizar con la propiedad de un
terreno repartida entre hermanos.
Se comprende que uno, asqueado por la
compañía (o «por las razones que sean», como dice caritativamente
nuestro Vilasajona,) quiera comprar su parte y establecerse por su
cuenta. Es razonable, a qué dudarlo, que uno quiera comprar (aunque comprar
sería en este caso mucho y muy bien suponer para unos tipos que ni
siquiera querrían pagar su parte alícuota en la deuda del Reino de
España).
Ni más ni menos razonable, ni por supuesto impugnable, que la
decisión de los otros de no vender. Esta es la auténtica unidad
indisoluble de España: la evidencia de que solo los españoles (¡como es
de sentido común!) pueden tomar la decisión de disolverse." (Arcadi Espada, 05/04/2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario