"(...) Los demócratas españoles queremos más Estado y menos nación. Preferimos las causas universales justas, la racionalidad de los hechos administrativos y la lectura de Richard Sennett, el gran sociólogo norteamericano, uno de cuyos últimos libros se titula precisamente Juntos.
Y nos resulta pesado que nos sigan dando caña con la Marca Hispánica, el Compromiso de Caspe o los decretos de Nueva Planta. Tampoco nos gustan las cadenas humanas que quieren asfixiarnos y asimismo nos dan pavor los pelotaris de todos los fueros.
Una religión que no cree en el Diablo carece de porvenir. Eso se entiende perfectamente, como se entiende que los únicos que sentían el poder de las brujas fueran los frailes del Santo Oficio.
Una religión que no cree en el Diablo carece de porvenir. Eso se entiende perfectamente, como se entiende que los únicos que sentían el poder de las brujas fueran los frailes del Santo Oficio.
El nacionalismo no puede dejar hablar a los hechos laicos de cada día: el deseo de vivir en paz con los vecinos, soportar la dulce mediocridad de uno mismo sin achacarla a las conspiraciones de un enemigo ficticio y comprender las limitaciones personales sin necesidad de sublimarlas con la idea de un Absoluto colectivo que nos redima de nuestras pequeñas miserias.
La religión del nacionalismo no puede dejar de tocar la campana de la iglesia parroquial porque su horror al tedio y al aburrimiento le impide notar que desgraciadamente para él no hay ningún fuego a la vista. El pluralismo nos obliga a convivir con los resortes psíquicos que impulsan a todos los nacionalistas.
Pero la resignación no significa legitimar la enfermedad de todos los nacionalismos. No estaría bien engañarse. Los nacionalismos catalán y vasco son residuos del viejo nacionalismo hispánico. Son un fenómeno reaccionario. Su lema es el mismo que el de un gran españolazo (y catalán ilustre): “Todo lo que no es tradición es plagio”. (Félix Borstein, Cuarto Poder, 09/04/2014)
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