"Cataluña es como Lituania…”, silabeó Jordi Pujol en 1991, cuando la
república báltica alcanzaba la independencia. Esa es la comparación
internacional más famosa de las docenas formuladas por el nacionalismo
sobre la realidad catalana.
Esas cuatro palabras eran solo la mitad de
una frase, que seguía: “…pero España no es como la Unión Soviética”.
Pronto se multiplicaría: “Cataluña es como Eslovenia… pero España no es
como Yugoslavia”, y así. Lo detalló enseguida: “Tenemos iguales
derechos”, “solo que ellos los ejercen a través de la vía de la
independencia, y nosotros, de la autonomía”.
Después, lo aclaró más: las
naciones logran la independencia no solo por su voluntad, sino porque
implosionan los imperios que las albergan (Una conversación con Jordi
Pujol, en el blog de Lluís Bassets, 20 de noviembre de 2009).
Ningún nacionalismo se referencia tanto a tantos modelos
organizativos distintos, y aun contradictorios, como el nacionalismo
catalán. Quizá por sabio deseo de emulación. Quizá por inseguridad sobre
su fortaleza. Quizá por oportunismo tributario de la rugiente
actualidad.
En esa tarea echa mano de todo: países en tensión
territorial, Estados consolidados, regiones o Estados federados. El más
actual, ay, Ucrania: “A veces, para bien o para mal, algunas sospechosas
Verdades Eternas políticas duran meses; si, además, el debate se cierra
en falso, puede desembocar en una situación como la que vive justamente
Ucrania en estos momentos”, se exaltaba en el documento de Presidencia
Estrechar lazos en libertad (febrero 2014), frase escrita por el
consejero Francesc Homs en noche de insomnio.
La exYugoslavia ha
aportado mucho material. A Esquerra, aunque no solo. Kosovo, y también
el caso de Montenegro, enarbolado el 20 de mayo de 2006 por Josep Lluís
Carod-Rovira por su referéndum, “el que más claramente puede dibujar el
horizonte de lo que conviene a Cataluña”: no el del Estatuto, insistió,
“sino el de Montenegro”.
También otras regiones con pretensiones de Estado propio. Italia
septentrional fascina e incita a la emulación, (“Roma ladra”; “España
nos roba”). El convergente Àngel Colom coreó en Venecia el 15 de
septiembre de 1996 la proclamación de la independencia de la República
padana, tan rimbombante como estéril.
Y el líder xenófobo de la Lega
ultra, Roberto Maroni, es de los pocos políticos europeos que apoya hoy
la deriva a la separación con visitas, aunque clandestinas, a la sede de
la Generalitat. Y por supuesto, Escocia, siempre en el candelero: “Si
tenemos una nación, sea Escocia o Cataluña, y hay una amplia mayoría de
la población que reclama un referéndum, una democracia real, ¿qué
tenemos que hacer?”, declaraba el presidente Artur Mas a la BBC el
pasado 19 enero 2014; ay, ay, ¿qué será eso de la democracia real?
Un
ejemplo usado a veces en clave moderada, en contraposición a la “vía
unilateral” de Kosovo (5 de junio de 2013), unilateralismo que Mas acaba
de sacar del armario, no fuese que no jugásemos en todos los tableros.
Y
sin olvidar a Quebec: “Me siento quebequés” (Pujol, en julio de 1996);
“Las razones de fondo de los nacionalismos catalán y quebequés son las
mismas, pero no las finalidades” (Mas en Monreal, el 17 de febrero de
2003.
En aras de la coherencia, sirven también las regiones o Estados sin
vocación segregacionista. En la UE, Cataluña “debería ser como
Massachussets” en los EEUU, dijo Mas el 15 de abril 2012.
Una vieja
referencia circulada por Ramon Trias Fargas, quien propugnaba el 17 de
marzo de 1980 construir un “Estado catalán”, pero claro, “dentro del
marco de la Constitución y del Estatuto de Cataluña: a un americano no
se le ocurriría alarmarse porque se hable del Estado de Massachussets ni
a un alemán porque se le hable del Estado de Baviera”.
La reivindicación de realidades políticas integradas en Estados
federales coexiste sin chirridos con la de Estados independientes. Los
más de moda son los pequeños y prósperos nórdicos, para contrarrestar el
tosco desprecio de Mariano Rajoy a los de poco tamaño: “¿Han ido a la
quiebra países como Dinamarca, Finlandia, Suiza o Noruega?” (Mas, 24 de
enero de 2014).
“Quizás un día Cataluña debe plantearse ser como
Dinamarca o como Austria, que no es el infierno”, (Mas, 30 mayo 2013).
Pero la más añeja es la referencia holandesa, voceada por Pujol desde la
Transición. Le emula el consejero Andreu Mas-Colell: “Somos la Holanda
del sur de Europa, la diferencia es que Holanda tiene de vecina a
Alemania y nosotros a España, y no es exactamente lo mismo”, dijo el 21
de junio 2012 en Boston. Claro que todo sirve a un tiempo de haz y de
envés.
Pujol rechazó el 21 de agosto de 2006 en la Universitat Catalana
d'Estiu la “fuerte laicización” de la sociedad catalana, hasta el punto
de que, lamentó, “nos llaman la Holanda del Sur”.
Queda la esencia del esencialismo: Israel. “Defiendo el sionismo”,
proclama Pujol. Hábilmente Josep Cuní le inquirió un día: “¿Es Pujol
nuestro Moisés y la tierra prometida, la independencia de Cataluña?”.
Humildeó: “Me hace sentir ridículo: es un gigante” (9 de marzo de 2011).
Pero reconoció que, al igual que el profeta con el pueblo judío en la
travesía del desierto, su objetivo ha sido “hacer país y construir
Cataluña”. Una música reiterada en los viajes y los de su heredero a la
Tierra Prometida.
Basta con esta reducida muestra de ejemplos. ¿Valen las explicaciones
del principio? ¿O acaso este sincopado desfile de modelos que cautiva
al nacionalismo doméstico obedece simplemente a su carencia de modelo
concreto? ¿Qué quieren de verdad que sea Cataluña?" (
Xavier Vidal-Folch
, El País, 22 MAR 2014 )
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