"En 1968, a la llegada de Trudeau al poder, la querella pertinaz entre
Quebec y el Gobierno federal entraba en una fase de ruptura. La mayoría
francófona de la provincia vivía la revolución tranquila,
proceso de modernización desplegado en tres frentes: secularización de
una sociedad hasta entonces sometida a la rígida férula clerical,
reformismo económico con ampliación de derechos sociales, y afirmación
nacional frente al poder financiero de la provincia en manos de la
minoría anglófona.
También el joven Trudeau había sido miembro de fratrías nacionalistas
en el Montreal de los años cuarenta. Su paso por Harvard —donde rotuló
en la puerta de su dormitorio las palabras “ciudadano del mundo”—, al
que siguieron estudios en La Sorbona y la London School of Economics,
hizo que las escamas se le cayeran de los ojos y lamentara el gregarismo
de su primera juventud.
A su regreso a Quebec, cumplidos los 30 años,
descubrió que su provincia se había convertido en “una ciudadela de
ortodoxia bajo una mentalidad de pueblo asediado. Para ser un hombre
libre en Quebec uno tenía que nadar contra la corriente de las ideas
dominantes y de las instituciones”.(...)
A lo largo de sus 15 años como primer ministro (1968-1979 y 1980-1984),
sus dos obsesiones fueron la paz cultural de Canadá y la reforma
constitucional. En cuanto a la primera, su rechazo de todo nacionalismo,
ideología que juzgaba inevitablemente reaccionaria y etnicista, no le
hacía insensible al razonable sentimiento de agravio de la población
francófona.
A Trudeau le preocupaba la preservación de la cultura y
lengua francesa tanto como al más fogoso separatista, y nunca ahorró
críticas hacia el nacionalismo anglocanadiense. Una de sus primeras
medidas fue la aprobación de una Ley de Lenguas Oficiales que daba, en
el nivel federal, el mismo rango a inglés y francés, haciendo de Canadá
un país oficialmente bilingüe. (...)
Entonces, en 1980, vino el primer referéndum de independencia en
Quebec, durante el cual los vibrantes alegatos en contra de la
separación por parte de Trudeau —un quebequense, recuerden— resultaron
decisivos para salvaguardar la unidad del país. Trudeau prometió un
cambio constitucional si Quebec rechazaba la separación, como así
sucedió.
Salvado el abismo, Trudeau aprovechó el impulso logrado por la
victoria para forzar las negociaciones, lograr el acuerdo, repatriar la
Constitución e incluir en ella una carta de derechos y libertades
fundamentales que recogía los derechos lingüísticos de las minorías.
¿Alguna lección? Muchas. Tras despertar de su ensueño nacionalista,
Trudeau no flaqueó en sus convicciones; no buscó asilo en ambigüedades;
no postuló quebequismos, como una suerte de nacionalismo de
baja intensidad aceptable por sus paisanos; su federalismo —doctrina que
dominaba desde un punto de vista teórico— no era una forma de
disculparse frente al nacionalismo quebequés; era una consecuencia de su
patriotismo canadiense y de un cabal conocimiento de su país.
Para él,
el federalismo era la respuesta racional al derroche de emociones que
exigía el independentismo. “Una de las leyes del nacionalismo”, dice
Trudeau en La nueva traición de los intelectuales,
magnífico ensayo reminiscente del célebre alegato de Julien Benda en
1927 contra los nacionalismos europeos y lectura más que aprovechable
para los españoles de hoy, “es que consume más energías en combatir
realidades asentadas y difícilmente revocables, que en llegar a acuerdos
justos y sensatos”. (
Juan Claudio de Ramón
, El País, 19 ENE 2013)
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