26/9/13

Si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que ellos han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado como un Estado opresor

"(...) Desde que se hizo la Constitución los partidos nacionales han rehuido cualquier debate y actuado como si a los nacionalistas les asistiese la razón democrática–como si Cataluña o el País Vasco se ajustasen a la ficción de una rotunda voluntad independentista, que fuese la única legítima–, tuviesen un plus de autenticidad y sólo cupiesen apaños, a ver si así se aplaca la fiera. 

Como si la unidad política fuese una impostura, a sostener mediante cualquier cesión que satisficiese para siempre al nacionalista, un empeño vano, pues el objetivo nacionalista no es un acomodo definitivo en España (malo, bueno o mejor) sino navegar por libre, se le ofrezca el puerto que se le ofrezca.

Ha contribuido a la política acomplejada la periódica necesidad –cuando no hay mayoría absoluta– de que PP o PSOE tengan que contar con los votos nacionalistas para formar gobierno. Ha llevado a dar por buena cualquier política cultural o a hablar catalán en la intimidad.

Pero hay más y tiene que ver con la conformación ideológica de la política española. Por parte del centroderecha está la ausencia de un discurso nacional que no sea rancio y esencialista: hablar de la sacrosanta unidad de la patria milenaria contra los enemigos traidores puede enardecer a los exaltados, pero suena a dislate en una sociedad democrática que se sostiene sobre la voluntad popular. No tiene un discurso, pues no puede considerarse que lo sea la mera alusión a que lo impide la Constitución, sin argumentos de mayor calado.

El discurso de la izquierda, en las antípodas, contribuye al desbarre. A fuerza de oponerse al concepto conservador de nación española rompió con la misma idea, si alguna vez la compartió. A finales del franquismo creía que los nacionalistas –con ellos, las ‘fuerzas de progreso’– expresaban las verdaderas ansias populares. Todo se arreglaría sin sustos ni problemas, apelando a la buena voluntad de los progresistas.

 Tal buenismo evanescente no ha desaparecido en la izquierda española. Estos días se oye la propuesta socialista de incluir el derecho a decidir – o sea, la autodeterminaciónen la Constitución. Al margen de que sería un caso único en las constituciones democráticas, el supuesto de que así llegaría la concordia no tiene un pase y está reñido con la experiencia.

Ante esta vaciedad ideológica los nacionalismos han tenido campo libre. Su gran éxito: lograron que la autonomía no se concibiese como un espacio común para la diversidad. Sus estatutos han funcionado no como un logro compartido sino como conquistas nacionalistas y el punto de partida para la construcción de nuevos Estados-nación que socavasen los pluralismos internos.

Los grandes sacrificados de esta historia son quienes en las autonomías preindependientes no se ajustan a los cánones nacionalistas. Quedaron sujetos a la conversión, ante la complacencia (o asentimiento) de los partidos nacionales. Y eso que vienen a representar en torno a la mitad de los futuros independizados, a los que se va convenciendo de su ilegitimidad de origen. 

Por decirlo de otra forma: si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que los nacionalistas catalanes han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado con razón como un Estado tiránico y opresor. No es todo culpa catalanista. La tienen también los partidos nacionales que consideran que la cuestión es vidriosa y mejor no menealla, a ver si se enmienda sola. (...)"                    (EL CORREO 23/09/13, MANUEL MONTERO, en Fundación para la Libertad)

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