"En términos históricos, el nacionalismo quebequense parte del principio
de que el “pueblo” de Quebec fue conquistado por la corona británica en
1759. Es una idea muy semejante a la que juegan los sucesos de 1714 en
el ideario y en la simbología del nacionalismo catalán.
De entrada, es
curioso ver a muchos republicanos emocionarse por unas guerras
dinásticas, y aplicar la mentalidad nacional de los siglos XIX (tardío) y
XX a realidades del siglo XVIII, que poco tenían que ver con la nación
(ni con los derechos humanos o el Estado del bienestar).
Pero es que el nacionalismo usa a la historia para justificar su
necesaria existencia. Sin embargo, los teóricos e historiadores del
fenómeno más solventes han mostrado que la historia da una pátina
racional a los sentimientos nacionales.
Como, entre otros, han explicado
Ernest Gellner, Eric Hobsbawn y Benedict Anderson, el discurso
nacionalista es ahistórico, remontando las raíces de la patria a
orígenes oscuros, cuando no eternos, y utilizando una selección de
circunstancias culturales, sociales y económicas para explicar la
unicidad de la comunidad nacional y la necesidad de un Estado propio que
la defienda del riesgo inminente de desaparición.
Porque el
nacionalismo también usa uno de los sentimientos más rentables
políticamente: el victimismo histórico. Desde éste, la grandeza de la
nación se explica por sus méritos y características únicas, mientras que
sus miserias vendrían por las indeseadas influencias ajenas.
Como el caso del PQ y ERC demuestran, el sentimentalismo nacionalista
no es patrimonio de la derecha. El gran padre del nacionalismo de
izquierdas, el italiano Giuseppe Mazzini, veía a éste como un vehículo
natural, a través de los Estados, para conseguir la fraternidad entre
los hombres que, ya felizmente realizados en sus patrias, colaborarían
con sus hermanos de otras naciones para hacer una humanidad más justa,
avanzada y pacífica.
Si Mazzini hubiese tenido razón, ni la unidad
italiana habría sido llevada por el dúo reaccionario del conde di Cavour
y el rey Victor Manuel II ni la alemana por los no menos retrógrados
Bismarck y el emperador Guillermo I; tampoco las dos guerras mundiales
habrían tenido lugar, o las limpiezas étnicas que provocaron.
¿Cómo es que hasta la izquierda nacionalista ha llegado aquí? Durante
la Revolución Francesa, en el momento en que los historiadores creemos
que cuaja el nacionalismo moderno, las palabras nación, “pueblo” y
ciudadanos se convirtieron prácticamente en sinónimos, y en
denominadores, de libertad, igualdad y fraternidad. Esta asociación duró
poco.
Como ha explicado el profesor José Álvarez Junco en el caso
español, durante el siglo XIX las monarquías y las élites sociales se
nacionalizaron, y la religión también (a la Iglesia la patria le supo a
subversión hasta hace un siglo y medio).
En este proceso, el nacionalismo democrático quedó marginado por el
éxito de un nacionalismo de privilegio y exclusión, que alcanzó su
máxima expresión en la ideología imperialista. La idea de “pueblo” se
convirtió en un sinónimo de tribu dotada de unas características
raciales, culturales y lingüísticas, supuestamente inmutables a lo largo
de la historia, que la separaban de los demás.
Esta lógica exige que
los derechos del “pueblo” y los de su “cultura” estén por encima de las
identidades y elecciones personales de los individuos, y de las
realidades de la calle.
Por eso hoy el nacionalismo, “progresista” o no,
carece de una respuesta aceptable, desde el punto de vista de los
derechos humanos, a la diversidad del mundo globalizado, empezando por
las migraciones. Por ejemplo, según el PQ, la defensa de la identidad
quebequense exige uniformidad.
En consecuencia, la de Quebec ni es ni
podrá ser jamás una sociedad multicultural (aunque en realidad sí lo
sea, y mucho). También en Quebec y en Cataluña es frecuente oír hablar
de los derechos de la lengua, como si las cosas tuvieran derechos o
éstos fuesen más importantes que los de las personas.
En el siglo XXI, malo es que los políticos nacionalistas crean que
existe “el pueblo” y que se tenga que imponer la uniformidad cultural;
pero peor es aun cuando se erigen en intérpretes y administradores de la
voluntad, la única posible, que supuestamente ese “pueblo” desea
realmente y necesita. El “pueblo” puede haber estado dormido, dicen,
pero ahora hablará con voz única para aceptar finalmente su destino
irrenunciable.
Por eso, por ejemplo, el PQ repite que hará otro
referéndum en cuanto pueda, hasta que el “pueblo” quebequense despierte
del sueño producido por el trauma de la violación histórica de 1759 y dé
la respuesta buena.
Después ya no podrá votar más “volver” al Canadá.
Por eso muchos nacionalistas catalanes no parecen reparar en los costes
humanos, políticos, económicos, culturales y emocionales que pueden
tener para los ciudadanos de Cataluña y de España el día de la redención
nacional pendiente desde 1714.
Malo es también cuando hay gentes que sienten que deben ser salvadas o
cuando se pide la atención de la opinión pública internacional, sean lo
que sean ambas cosas. Así, desde la última Diada (una tradición
inventada hace algo más de cien años) hemos visto miles de personas en
las calles de Barcelona pidiendo “Freedom for Catalonia” y dándonos ante
el mundo, a ellos y al resto de los españoles, un “Goodbye Spain”, y
hemos visto a los políticos subirse a esta ola.
Parecerá moderno y
europeo, pero es un espectáculo triste ver tanta historia, diversa,
compleja, buena y mala, reducida a simplezas (expresadas en una lengua
extranjera, como si los dos idiomas de Cataluña no fuesen bastante
buenos) y dirigida a gentes a quienes, a diferencia de los españoles,
todo esto importa poco o nada. Desgraciadamente, aún hemos oído cosas
peores de las bocas de quienes deberían saber qué están haciendo: como
los planes para un ejército catalán, o, por citar al nacionalismo
contrario, sombras de intervenciones militares.
La historia de España y de Cataluña es muy distinta de la de Canadá y
de Quebec. Sin ir más allá, la nuestra abrasa con rescoldos aún
calientes, la de estos últimos no. Muchos de quienes lean estas líneas
habrán vivido el final del franquismo y el nacimiento de, lo sabemos,
nuestra imperfecta democracia.
Desde entonces, aprendimos a respirar más
tranquilos, sabiendo que éramos cada vez más libres y diversos.
Creíamos haber dejado detrás la cuestión de si estábamos condenados a
caer repetidamente en nuestras viejas pesadillas; y empezamos a
practicar el no excluir a nadie. Sin embargo, parece que ahora volvemos a
sentir ese viejo sentimiento tan nuestro: la angustia de la razón
ahogada bajo supuestas verdades que se proclaman eternas.
Aquí nos han
llevado errores, prejuicios y ambiciones de muchos, nacionalistas o no;
pero, pase lo que pase ya, parece que hemos entrado en una dinámica que
tiene visos de acabar otra vez con vencedores y vencidos. Y así
perderemos todos." (
Antonio Cazorla Sánchez , El País, 24 MAY 2013 )
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