"El papel estelar de las territorialidades contrasta
con el sentimiento que al respecto tiene la gran mayoría de la
ciudadanía, para la que ocupa un lugar muy secundario. Da por buena su
inserción «territorial».
Por lo común, sus apasionamientos, si los hay,
no se refieren a insatisfacciones propias, sino que las generan, a la
contra, las radicalidades independentistas. O, si simpatizan, se debe a
afanes miméticos, la envidia por las identidades fuertes; o a la
presunción de que todo irá mejor si esto revienta y qué mejor que la
broca soberanista para empezar.
En la vida corriente la gente no está obsesionada
porque los demás les reconozcan su personalidad colectiva, salvo los
nacionalistas, a los que no se le hace cansino ir de vasco, catalán o
español full time. El resto pasa. En general, los ciudadanos bastante
tienen con lo suyo y no se dedican a imaginarse sacrosantas identidades
propias (...)
Del discurso dominante se deduciría, sin embargo, que
tal es la principal preocupación patria. La política gira alrededor de
un eje que la mayoría no siente como una necesidad propia y al que
incluso es refractaria.
Es la gran paradoja nacional. Nuestra gran división
interna, la que amenaza la convivencia, resulta para la inmensa mayoría
una cuestión secundaria. Es más: el asunto tiene importancia sólo en dos
comunidades autónomas, pero ni siquiera en ellas la disconformidad
autonómica conmueve electoralmente a la mitad de los ciudadanos. Pues
bien, tales sectores tienen la máxima capacidad desestabilizadora.
Tal contradicción -una mayoría nacional rehén de una o
dos minorías autonómicas- tiene su intríngulis y es de difícil
explicación. De entrada, exige que entre los partidos nacionales haya
cierto desprecio por la estabilidad, a la que no ven como una prioridad (...)
Cabe entender que los nacionalistas defiendan su idea de nación, la
soberanía y la independencia, pero resulta incomprensible que los
partidos que no lo son bailen al son que tocan los independentistas, de
resultas de lo cual nuestra vida pública se convierte en el baile de San
Vito. Y, así, un país como España, de 47 millones de habitantes, está
en crisis irremediable y permanente, con avisos de catástrofe, a cuenta
de que hay 2,2 millones (últimas elecciones) que votan nacionalista,
vasco o catalán.
No parece que los interfectos sean particularmente
avispados, aunque tampoco unos pardillos, por lo que tan peculiar
fenómeno, según el cual el 8,5% de los votantes nos tienen agarrados por
la yugular, se debe a circunstancias muy peculiares. Citaremos algunas
de estas.
Pesa en primer lugar la incapacidad de nuestra izquierda y derecha para ponerse de acuerdo en nada.(...)
El nacionalismo radical podrá reinar mientras no haya ningún acuerdo
nacional. Si no lo hace, es por su inclinación irrefrenable a las
torpezas. (...)" (Manuel Montero, El Correo; en Fundación para la Libertad, 13/05/19)
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