"Si el catalanismo se permite este crescendo reivindicativo es porque ha
dejado atrás su gran peligro histórico: que las clases trabajadoras, de
cultura mayoritariamente no catalana, se opusiesen a su proyecto.
Esta
amenaza era acuciante porque CiU ha sido incapaz de ampliar su espacio
electoral más allá de la clase alta y clases medias de origen catalán,
nunca ha superado el porcentaje demográfico de éstas, poco más del 30%
de la población. El catalanismo es la plataforma de hegemonía de la
burguesía de origen catalán, y CiU es su partido. (...)
Pero si hay un partido que ha facilitado el avance del catalanismo ha
sido el partido socialista de Cataluña. En su role de partido de
gobierno desde los años del President Pujol, cuando nacionalistas y
socialistas se repartieron la administración del país --Generalitat para
CiU, ayuntamientos para la izquierda-- el PSC se concibió a sí mismo
como un partido interclasista.
Pero la transversalidad del PSC fue
desigual: mientras su base electoral, siempre fiel, fueron los barrios y
ciudades obreras de emigrantes españoles, sólo logró avances blandos en
los segmentos profesionales más cosmopolitas de la clase media.
El PSC
renunció a aquello que es esencial a todo “partido”, que es,
precisamente, “partir”, dividir, aunque sea a un país, para ganar. Y
sólo hubiera podido hacerlo desde la activación de su base emigrante
haciendo de la confrontación social, alimentada por la cultural, el
conflicto dominante del país.
Al tratar Cataluña como realidad suprema,
inmanente, indivisible y socialmente neutral, el PSC adoptó el supuesto
básico de todo nacionalismo, liberando las rutas de avance de CiU.
La imposición de conflictos es la más formidable de las armas políticas
y, durante décadas, gracias a la pasividad del PSC, CiU ha conseguido
imponer el conflicto nacional con España al social interno, incluso
ahora, en la mayor crisis social. El soberanismo es políticamente
dominante en Cataluña. (...)
Si CiU acierta sus tácticas Cataluña será independiente. Pero será un
estado-nación cuando éstos ya no son lo que eran. No desfilará por
Barcelona el 11 de Septiembre la división acorazada Guifré el Pilós.
No
se imprimirá una moneda propia. No tendrán las embajadas extranjeras
enormes sedes en la Diagonal. Tampoco tendrá una política exterior
diferenciada que importe. Y A. Merkel, o quien sea, no tratará a
Cataluña mejor que M. Rajoy. El independentismo es posible porque, para
un mundo globalizado, la independencia de un país petit –por utilizar la
expresión de J. Guardiola-- es irrelevante.
Pero la independencia sí sería relevante hacia dentro de Cataluña, un
país que puede ser pequeño pero que genera, admirablemente, un enorme
valor añadido, económico, social y cultural. F. Millet, el destacado
miembro de la burguesía barcelonesa implicado en el affaire del Palau,
declaró, ya famosamente, que en Cataluña los que mandan son unos
cuatrocientos, que se encuentran en los mismos sitios, que son como una
familia, parientes o no. La independencia consolidaría definitivamente
la hegemonía de esta élite tradicional.
No sólo de ella. También la de
las clases medias afiliadas a la misma, a las que pertenecen los miles
de cargos y políticos de la Generalitat catalanista, y los miles de
consultores, proveedores y empresarios que viven directa o
indirectamente de la administración autonómica.
Lo que se juega con la
petición de pacto fiscal-y-si-no independencia es, además de una de las
posibles soluciones a los problemas económicos de Cataluña, el grado de
monopolio que, en la globalización, éstas clases tendrán sobre la
captura de ese valor añadido. (...)
El independentismo es la fase superior del proteccionismo. Que sea
factible es mérito de CiU y demérito del PSC, el partido que no se
atrevió a partir." (José Luis Älvarez, 'La lucha final de la burguesía catalana', El País, 21/08/2012)
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