"(...) La independencia de Cataluña es un imposible. Y las alternativas a la
quimera fantaseada pasan por actos de honestidad pública ante la gente
que nadie quiere o puede asumir. (...)
Levantarse ante todos para decir: me he equivocado yo y os he equivocado
a vosotros. Eso es algo que le está reservado solo a los grandes
estadistas. Y en el movimiento independentista no los hay. (...)
Pujol pudo haberlo sido, pero cedió a trapicheos que le costaron la
estima de todos. Construir la confianza puede llevar años pero se pierde
en un día. En cuanto se hace público que la vista puesta en el ideal
cohabita con la mano en el cajón del pan. Hay quien afirma que para
tapar esto se fabuló todo el relato de la independencia.
Pero ¿quién va a
ser capaz ahora de decirles a tantos y tantos que la independencia fue
entonces, es hoy y será mañana pura y simplemente imposible? Sí,
imposible. Jurídica, sociológica y económicamente imposible. No hace
falta mucho talento para llegar a esa conclusión. Y los que lo han
negado desde la intelligentsia catalana no han protagonizado sino una nueva y nuevamente deplorable trahison del clercs. (...)
Timothy Endicott, de la Universidad de Oxford, lo definió muy sucintamente: el Estado es aquello que emite pasaportes. Pero, claro, los pasaportes solo sirven si son reconocidos por los demás Estados. Si no lo son, valen para poco. Y ese reconocimiento no depende de nuestra mera voluntad, sino de la aceptación de los demás en la comunidad internacional. Pues bien, la independencia de Cataluña no puede pasar ese filtro.
Ni el Consejo de Seguridad ni la Asamblea de las Naciones
Unidas reconocerían a un Estado nuevo con esos atributos. Ni sería
posible apelar para conseguirlo a ninguna Corte internacional. Cualquier
pretensión de este tipo iría en contra del principio que rechaza la
ruptura parcial o total de la unidad nacional y la integridad
territorial de un país plenamente democrático y la haría incompatible
con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas.
Tampoco en la Unión Europea sería posible perseguirlo. Por razones en
parte similares, pero que incluyen también, por supuesto, las normas
jurídicas que la rigen. Si Cataluña se independiza, Cataluña se va de la
Unión. Aquella ocurrencia de Artur Mas de que seguiría dentro porque
los catalanes conservarían la nacionalidad española, no resiste ni una
mirada somera. Ser español no es un halo o un carnet; es simplemente ser
el destinatario de las normas del orden jurídico español, tener sus
derechos y sus obligaciones.
Y siendo esto es así, si uno es español no
es independiente del orden jurídico español: está sometido a sus leyes. Y
si uno, por algún hechizo inesperado, resulta ser independiente y no
estar sometido a ellas, entonces no es español y, por lo tanto, deja de
ser ciudadano europeo. Y ahí se acabó la historia.
Por lo que respecta al derecho español, un proceso de
autodeterminación de tal naturaleza no está contemplado, naturalmente.
Ni directa ni indirectamente. La apelación a criterios interpretativos
de las normas de derechos humanos para traérselo a casa hace agua por
ambos lados: porque no es un derecho individual protegido por la
Constitución, y porque Cataluña no es un pueblo en las
circunstancias exigibles para demandarlo. Esto está ya tan asentado en
la cultura jurídica internacionalista que da vergüenza recordarlo.
Y luego está, claro, la imposibilidad jurídica subjetiva. La que
resultaría de la negativa de una buena mitad de los habitantes de
Cataluña a renunciar a su nacionalidad española y asumir la nueva.
Comoquiera que la nacionalidad no es un estatus que se pueda imponer a
nadie, la Cataluña independiente sería el primer Estado de la historia
con más de la mitad de sus habitantes “extranjeros”, lo que daría muchos
quebraderos de cabeza hasta al jurista más entregado, pero no dejaría
de alimentar cotidianamente el ingenio de los cómicos.
De esa realidad evidente de que la mitad de los ciudadanos de Cataluña
no acompañan al proceso irremediablemente paralizado de independencia,
surge la imposibilidad sociológica. Hace años que venimos siendo
testigos de la fragmentación social que se está produciendo en Cataluña.
De un lado están los fieles al mensaje; de otro, los contrarios a él. Y
mucha gente amedrentada por el espeso caldo de cultivo que se ha
generado autoritariamente. No dicen nada; prefieren mirar a otro lado
antes que “significarse”, aquel término que definía tan bien los miedos
ante la posibilidad del ostracismo político o social.
Si imaginamos una
situación en que cualquiera de ambos bandos consigue la hegemonía
política, tendremos delante el panorama de una convivencia atormentada, y
por ello imposible. Probablemente con choques físicos cotidianos, y más
seguramente con desacuerdos tan hondos que harán imposible suturar las
grietas para imaginar soluciones idóneas de cooperación.
Una sociedad,
en fin, incapaz de tomar esas decisiones colectivas tácitas que
configuran cualquier convivencia. Es esa imposibilidad de cooperación
que se ha manifestado en los últimos años lo que hace del futuro de la
sociedad catalana una incógnita sombría. Lo que determina que pueda
acabar por ser una sociedad desconfiada, recelosa de sí misma,
aposentada siempre en la sospecha, una sociedad enferma, imposible.
Y luego está, claro, la imposibilidad económica. Solo si se inventa
un panorama idílico en el que todo su entorno internacional y nacional
acoge con una sonrisa benevolente la singladura de la nueva nación
catalana, y los agentes económicos y sociales se abandonan confiados a
la aventura, puede suponerse que su peripecia económica va a ser
sostenible. Pero eso, como es obvio, no va a suceder.
En el ambiente de
incertidumbre que ese seísmo normativo puede producir, la economía de
Cataluña entrará inmediatamente en recesión. El efecto frontera, las
desastrosas cuentas públicas que la transición dejará abiertas, la
desconfianza financiera internacional, las obligaciones que la nueva
situación hará gravitar sobre el nuevo Estado (defensa, pensiones, deuda
pública, etcétera), la pérdida del respaldo europeo, y la oportunidad
de otros destinos más seguros y cálidos para emprendedores y ciudadanos
(también turistas), determinarán que algunos de los indicadores más
importantes de su economía se alteren aceleradamente.
Y entonces, como ahora, se pretenderá trasladar la responsabilidad a
los demás, en lugar de levantarse ante el pueblo catalán para repetirle:
me he equivocado yo y os he equivocado a vosotros. El único paso
singular que se necesita para empezar a caminar hacia la solución de
nuestro común problema."
(Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. El País, 29/10/19)
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