"EN UNA DE las crónicas sobre el juicio al procés que se publican en este periódico, Pablo Ordaz narra
cómo, durante una sesión, los testigos separatistas “se erigen con toda
naturalidad en la totalidad del pueblo”: “Aunque las urnas digan una y
otra vez que el voto independentista no es mayoritario, el relato de los
testigos consigue hacer invisible a la otra mitad”.
Y concluye: “El
independentismo consigue llenar todos los días el salón de plenos de una
parte de Cataluña que se considera el todo”.
Esa es la cuestión. El pacto central de la Cataluña democrática lo
formuló así su patriarca, Jordi Pujol: “Es catalán todo aquel que vive y
trabaja en Cataluña”. Cientos de miles de emigrantes arribados de toda
España en la posguerra, gente muy humilde en su inmensa mayoría, se lo
creyeron; mis padres también se lo creyeron, y criaron a sus hijos en
consecuencia.
Es verdad que mi madre, que llegó casi sin estudios, con
más de 30 años y cinco niños, no habla catalán, y por tanto es de esas
personas a quienes el actual presidente de la Generalitat
llamó, en un artículo memorable, “carroñeros, escorpiones, hienas” y
“bestias con forma humana”; pero mis hermanas y yo no somos como ella.
Nosotros no sólo vivimos y trabajamos en Cataluña, sino que adoptamos
las costumbres catalanas, nos sumergimos en la cultura catalana,
aprendimos catalán hasta volvernos bilingües, nos casamos con catalanes
de pura cepa, educamos a nuestros hijos en catalán e incluso
contribuimos con nuestro granito de arena a difundir la cultura
catalana.
Todo en vano. Aunque hasta el último momento hicimos lo
posible por seguir creyendo que éramos catalanes, en septiembre y
octubre de 2017, cuando todo estalló, supimos sin posibilidad de duda
que no lo éramos. Catalán, lo que se llama catalán, ya sólo lo era quien
quería que Cataluña se separase de España; quien no lo quería, ya sea
por apego sentimental a España o porque, como yo, es del todo incapaz de
entender las virtudes de la separación y la considera una causa
reaccionaria, injusta e insolidaria, no computaba como catalán, al menos
para los políticos separatistas.
La prueba flagrante de ello es que
tales políticos hablan por sistema en nombre de Cataluña y juzgan que el
problema catalán es un problema entre Cataluña y España, y no lo que
es: un problema entre catalanes, más de la mitad de los cuales hemos
dicho una y otra vez, en todo tipo de elecciones, por activa y por
pasiva, que no queremos la separación. Por eso el nacionalismo es
incompatible con la democracia: porque, cuando se trata de elegir entre
la democracia y la nación, elige siempre la nación.
Para los políticos
separatistas en el poder, los catalanes no somos quienes vivimos y
trabajamos en Cataluña, sino sólo quienes, además, son buenos catalanes,
fieles a la patria y votan lo que hay que votar. Los demás no somos
catalanes, no contamos, no existimos; basta ya de hacerse ilusiones:
probablemente nunca lo fuimos, nunca contamos, nunca existimos. Esto es
lo que escondían las proclamas unanimistas del procés (“Un sol poble”, “Els carrers seran sempre nostres”), los disciplinados desfiles de cada 11 de septiembre y la sonrisa de la revolución de las sonrisas: una traición descomunal.
La palabra es dura, pero no encuentro otra: nosotros fuimos leales al
pacto que fundó la Cataluña democrática; los separatistas, no. Que yo
sepa, ninguno de ellos ha pedido perdón, y no sé si alguno tendrá el
valor de hacerlo. Lo cual significa que, a menos que la democracia se lo
impida, volverán en cuanto puedan a poner la nación por encima de la
democracia. Me alegro de que mi padre no haya alcanzado a vivir esto, y
de que mi madre apenas lo entienda.
Por lo demás, mentiría si no
añadiera que ahora mismo mi sentimiento fundamental es una mezcla de
incredulidad, de humillación, de asco y de vergüenza, y que a veces me
pregunto si, además de una traición descomunal, no habrá sido todo,
desde que con cuatro años llegué a Cataluña y el primer día mi padre me
dijo que a partir de entonces iba a ser catalán y me enseñó la primera
frase en catalán que aprendí (“M’agrada molt anar al col·legi”), una inmensa estafa." (Javier Cercas, El País Semanal, 16/06/19)
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