"(...) A la espera de la investigación detallada, aquí va mi conjetura: una
élite político-intelectual de la izquierda catalana secuestró el relato
republicano del franquismo para regurgitarlo en clave nacionalista y
estibárselo a una izquierda española fascinada por la excelencia
catalana. A partir de entonces, franquismo y España se entenderán como equivalentes.
La dictadura vendría a ser una suerte de puesta al día de un programa
gestado en 1714 y la guerra civil, un decreto de Nueva Planta 2.0.
El
cuento, obviamente, es una fábula. En Cataluña y el País Vasco hubo
mucha menos represión que en ninguna otra parte de España. Con
diferencia. Un resultado, por lo demás, previsible: la riqueza
acostumbra a tener buenas aldabas. Ciertamente a Cataluña no le fue mal
con el franquismo.
En realidad, disfrutó de una ventaja diferencial
compatible con mi conjetura, con la reputación de los catalanes:
Barcelona se convirtió en -o se presentó como- lo más europeo que
podíamos pasear. En lo que atañe a los negocios, caben pocas dudas. No
hay demostración más elocuente que el "voto con los pies" de millones de
españoles abandonando regiones hundidas en la miseria para ganarse la
vida.
Por si acaso, el franquismo facilitó el camino. En Cataluña se instaló el grueso de las autopistas y recalaron las mayores inversiones en red ferroviaria.
Y en la cultura, pues también. La superioridad, unas veces real y otras
autoproclamada, se puede rastrear en muchos lugares. Por ejemplo, en la
importancia de la Universidad de Barcelona, vanguardia de tantas cosas
en España durante la dictadura.
Por cierto, si quieren entender la
internacionalización del relato independentista, sigan ustedes la pista a
los economistas catalanes. La superioridad se mostraba en la
Universidad, pero no solo. Por hablar como entonces, se trataba de una
hegemonía exhaustiva, ubicua, que es como debe ser la verdadera
hegemonía.
Alcanzará incluso al extravagante mundo de los poetas. Basta
con ver cómo se escribió la historia, la procedencia del escalafón: la rusticidad de los de la berza contrastaba con la exquisitez de la escuela de Barcelona o de los novísimos, en particular de algunos novísimos.
La
hegemonía se prolongó hasta bastante después de la muerte del dictador.
Con la democracia, Europa y sus dineros y alguna otra cosa más, el
cuadro comenzó a cambiar. Entre las otras cosas, muy destacadamente, el Titanic
barcelonés, entregado al nacionalismo, que espantó a muchos. De pronto,
en muchas partes de España aparecían españoles que podían mostrar sus
talentos sin pasar por una Barcelona cada día más antipática.
Cierto día los catalanes descubrimos que, por defecto, ya no éramos los mejores.
No desatiendan esa circunstancia cuando quieran entender tantas
conversiones al independentismo de intelectuales de izquierdas. La
cabeza de ratón, ya saben. En versión más clásica: lo de la
infraestructura y la superestructura. Una caída del caballo con
importantes consecuencias.
El cuadro completo requiere volver la
mirada a la mayor singularidad intelectual de nuestros nacionalismos:
invoca una realidad que no existe, que no cuadra con la trama doctrinal
clásica del nacionalismo. No estamos ante una minoría (en España)
mayoritaria concentrada territorialmente (en Cataluña o en el País
Vasco).
Los movimientos de población que siguieron a los planes de
desarrollo franquistas recompusieron apellidos y lenguas de uso. La
realidad catalana es fundamentalmente española. No es la de la
República. El verdadero milagro es cómo, con ese ecosistema, la ficción de la nación cultural se ha podido sostener.
Mi conjetura última es que, también ahora, la culpa es de Franco:
arrebató a los españoles la conciencia ciudadana y el nacionalismo se
aprovechó de ello.
Los "otros catalanes" llegaban como llegan hoy tantos sin papeles,
inseguros de sus derechos y derrotados. Incluso asumían la calificación
-en su propio país- de "emigrantes", esto es, de extranjeros. Algo que
no sucedía en otros destinos españoles: nadie emigra desde Zaragoza a
Madrid.
Los nativos se encargaron de recordarles que no eran verdaderos
catalanes, que, si acaso, tenían la obligación moral de "integrarse",
que no eran ciudadanos plenos. Se crearon pseudoproblemas (qué es ser
catalán) y se dignificaron entelequias metafísicas ("el catalanismo"). Y
ellos, que con Franco nunca había sido ciudadanos, acabaron por
creérselos. La anomalía no había muerto con Franco. Votaron en
consecuencia.
En las generales, al PSOE y en las autonómicas, ni
siquiera: aquello no iba con ellos. La Generalitat, que solo se expresaba en catalán, era de los catalanes fetén.
No se habían sentido ciudadanos con Franco y seguían sin sentirse con
el nacionalismo. El nacionalismo, otra vez, rentabilizando al
franquismo. Una minoría privilegiada monopolizó la voz de los más.
Los
más radicales perdedores se encontraron sin portavoces políticos. Sus
partidos naturales estaban por otras cosas, por traficar con la
mercancía nacionalista, facturando una pésima producción en torno a "la cuestión nacional" que
no debía dividir a los trabajadores. La rueda de molino. Nadie dijo
nada y al que lo decía, pues "lerrouxista", ese pauloviano reflejo que
tanto recuerda, a efectos pragmáticos, a las descalificaciones
(¡islamofobia!, etc.) de la izquierda reaccionaria cuando decide vetar
los debates.
Andando el tiempo, quienes facturaban el producto, de
acuerdo con su procedencia, acabarían por nutrir todas las variantes del
nacionalismo; esto es, toda la política catalana. Está todo en Últimas tardes con Teresa la profética novela de Juan Marsé. En 1964 Santiago Carrillo (à la
Vázquez Montalbán) puso en circulación una de sus fantasías
conceptuales a la espera de que otros le dieran lustre: la alianza de
las fuerzas del trabajo y de la cultura. Aunque los funcionarios del
partido se entregaron a la labor, la ocurrencia recibió la cera de
Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, marxistas con lecturas bien digeridas.
El único sitio en donde la fórmula pareció cuajar fue en Cataluña, eso
sí, de la peor manera: una clase trabajadora excluida y desnortada y una
élite intelectual entregada al relato nacionalista. Los pobres y los
pijos. Con un responsable último: un franquismo que privó a unos
de conciencia ciudadana y estableció las condiciones para que los otros
pudieran lucir porte exquisito. Franco, con renglones torcidos, dinamitó el ya de por sí endeble relato republicano de la izquierda española.
Por
supuesto, no se trata de más que de una conjetura. En el mejor de los
casos, de una explicación parcial. A la espera de la investigación de
detalle yo comenzaría por explorar los destinos de los integrantes de
Bandera Roja, aquella escisión circunstancialmente maoísta del PSUC.
Hagan la lista de los nombres y miren por dónde andan. Entenderán muchas
cosas. La tesis doctoral está a la espera."
(Félix Ovejero, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. El Mundo, 04/04/19)
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