22/2/19

¿Qué explica el declive del voto soberanista en Quebec? Si los referendos no zanjaron la disputa, si la plurinacionalidad nunca se reconoció del todo, y si los poderes de Quebec hoy no son sustancialmente mayores que al iniciarse el procés quebequés, ¿qué es lo que ha funcionado? La correcta localización del problema, a partir de los años sesenta, en la cuestión de la lengua, introducciendo un biligüísmo real, no la inmersión catalana... y el paso del tiempo...

"El motivo de la atención que prestamos los españoles a Quebec no es ningún secreto: durante décadas hemos sentido las tribulaciones existenciales de Canadá y de su díscola provincia como un reflejo de nuestro drama de familia. Si durante lustros pareció que el riesgo de ruptura de la unidad nacional era mayor en Canadá que en España, las tornas se han girado.

 La crisis secesionista arrecia en Cataluña mientras en Quebec, a la vista de los últimos resultados electorales, la marea soberanista entra en fase de reflujo. Es así natural que nos preguntemos qué ha funcionado allí para serenar las aguas, en la esperanza de que nuestros males también tengan remedio.  (...)

El PQ, que desde el gobierno provincial organizó dos referendos de independencia en 1980 y 1995, sumiendo a Canadá en un abismo constitucional, ha obtenido sus peores resultados desde su creación por el mítico René Lévesque. Completemos el cuadro con este dato: el Bloc Québequois, formato y nombre del PQ cuando concurre a las elecciones generales, tiene actualmente tan solo 10 diputados en el Parlamento federal de Ottawa, lejos de la cincuentena que obtuvo durante dos décadas. 

 A la vista de estos resultados, la pregunta es pertinente: ¿se ha clausurado en Canadá el largo ciclo de inestabilidad constitucional iniciado en los años sesenta del siglo XX al albur de la révolution tranquille en Quebec? Tras haber vivido en el país y estudiado el caso, he expuesto en otros lugares mi impresión de que Quebec no será independiente y de que tampoco veremos un nuevo referéndum de independencia.  (...)

Canadá y España: ecos y espejos

Al contrario de lo que supone el tópico, las comparaciones no son odiosas. Son, más bien, eficaces vías de conocimiento. (...)

En el caso que nos ocupa, una aproximación sensata al problema sería esta: Canadá y España son países muy diferentes con un problema muy similar. Las diferencias echan raíces en la historia, pues el proceso formativo de ambos Estados no tiene nada que ver.  (...)

Una segunda diferencia salta la vista: Canadá es enorme en comparación con España, dato no trivial cuando se piensa que el federalismo se impone como solución política natural en países de tamaño continental.

 En tercer lugar, aludamos a una discrepancia no menor: en Canadá son dos las lenguas que coexisten, siendo ambas lenguas internacionales. En España hay una lengua común de carácter internacional en compañía de, al menos, tres lenguas de menor alcance, concentradas geográficamente y dotadas de poderosa proyección política. Más: la composición demográfica en Canadá apunta hacia una multietnicidad ausente, al menos por ahora, en España. Por último, la pesada digestión de una guerra civil y una larga dictadura son episodios que no perturban la psique canadiense ni distorsionan el abordaje de su querella territorial, como sí es el caso de España. 

Y sin embargo, por mucho que diverjan en sus trayectorias históricas, Canadá y España convergen en un punto esencial: ambos países son democracias liberales y pluralistas, respetadas y respetables, que afrontan o han afrontado un desafío a su unidad territorial que trae causa de la existencia en su interior de comunidades lingüísticas diferenciadas y geográficamente concentradas.

 En ambos casos esas comunidades muestran pujos secesionistas, en ambos casos las demandas de separación son divisivas dentro y fuera de la comunidad y en ambos casos el aparato doctrinal que el Derecho Internacional conoce para afrontar estas demandas es inútil, porque ni Cataluña ni Quebec son colonias de España y Canadá, y tampoco son regiones sometidas a una grave vulneración de derechos y libertades. 

Para estas comunidades no cabe ni la doctrina internacional de la autodeterminación ni tampoco aplicar la doctrina sobre “secesión remedial”, pues ninguna situación intolerable hay que remediar. Por tanto se trata en ambos supuestos de saber cómo debe una democracia pluralista, afrontar el desafío que plantea el deseo de separación de una parte de su población por motivos que, por más ropajes cívicos de los que se quieran vestir, proceden de una circunstancia puramente etnolingüística, como es el hecho de hablar una lengua distinta de la común o mayoritariamente hablada en el territorio estatal.

Para completar el cuadro comparativo, quizá no sea ocioso establecer analogías entre los sistemas de partidos, donde se producen coincidencias interesantes. Por la derecha, el papel que el Partido Conservador tiene en Quebec es escaso, como marginal es también la presencia del Partido Popular en Cataluña.

 En cambio, por la izquierda, al igual que el PSOE en Cataluña, el Partido Liberal de Canadá tiene en Quebec un profundo granero de votos, pero –y esto es significativo– al igual que la voz del PSOE en Cataluña no es la propia, sino la de un partido federado como el PSC, en Quebec tampoco son exactamente la misma cosa el Partido Liberal de Canadá y el Partido Liberal de Quebec. Y al igual que el discurso público de los socialistas catalanes ha sido en ocasiones tambaleante y ambiguo en relación al proyecto común, también los liberales de Quebec adoptaron complicadas posturas en escorzo que introdujeron confusión en el debate. 

Viene a la memoria las declaraciones del premier Liberal Robert Bourassa en París en 1975; en aquella ocasión el político liberal sostuvo que su objetivo era un “Quebec puramente soberano, enteramente francés, en un mercado común canadiense”, lo que no parece muy federalista. Por lo demás, tanto en Quebec como en Cataluña hay un bloque netamente independentista (PQ y QS, por un lado; ERC y los sucesivos avatares de Convergencia, por otro) pero en la provincia canadiense no hay nada parecido a Ciudadanos, seguramente en razón del menor peso de los anglófonos en comparación con los castellanohablantes en Cataluña).

 “¿Qué factor o factores han permitido en Canadá el descenso de voto independentista en Quebec?”. Lo que equivale a preguntar: ¿qué puede España copiar de Canadá para curar su propia dolencia? No es menos útil averiguar qué vía o medida ensayada a lo largo de 40 años de conflicto se mostró fallida, con el objeto de no copiarla. Para tentar la respuesta, abordaré cinco modos de atacar la crisis que ha sobrevolado el debate en ambos países: referéndum, plurinacionalidad, estatuto especial, lenguas y transcurso del tiempo.

El referéndum y la Ley de Claridad. 

Según cierta opinión apresurada que puede ser un malentendido interesado, Canadá ha superado su crisis territorial porque su gobierno ha permitido a los quebequeses votar la separación. El referéndum sería así una suerte de válvula de escape, ejemplarmente democrática, que permitiría solventar las disputas territoriales y que España debería imitar.

Nada de esto es cierto. Vayamos a los hechos. El primer dato a retener es que la Constitución canadiense no reconoce el derecho a la secesión unilateral. En cambio, sí reconoce la facultad de celebrar referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el universo de las democracias constitucionales, fundadas en el principio republicano de indivisibilidad del territorio. 

Pero insistamos: la separación  no es un derecho, sino una mera posibilidad, legalmente restringida. Fue el gran teórico del federalismo, y antiguo ministro federal, Stéphane Dion quien en 1996 solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que el ejercicio de autodeterminación se podía practicar. 

En su respuesta, el tribunal concluyó que Quebec no tiene un derecho a la secesión sino a entablar negociaciones con la federación al efecto de separarse; que solo habría lugar a negociaciones tras un referéndum con una pregunta clara (en 1980 y 1995 no lo habían sido); y que, por lo demás, la negociación no tenía por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban un acuerdo.

Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Ley de Claridad de 2000. Es decir, y esto es lo crucial, la Ley de Claridad no nace para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada. Algo, por cierto, que ya hace, para el caso español, la Constitución de 1978, que no contiene cláusulas de intangibilidad y, por lo mismo, no excluye la posibilidad de partición del territorio siempre que se cumpla el procedimiento previsto para su reforma.

No parece tener sentido por tanto la aprobación de una ley de claridad española, puesto que, a todos los efectos, ya la tenemos: la Constitución de 1978, que puede reformarse para permitir la separación. Conviene, en todo caso, retener otro hecho: las consultas de 1980 y 1995 fueron legales pero unilaterales, es decir, no acordadas. Los gobiernos federales de Ottawa, liderados por Pierre Trudeau y Jean Chrétien, respectivamente, declararon no sentirse vinculados por el resultado de una votación basada en una pregunta esotérica en cuya redacción no habían tenido parte.

 Las consultas fueron, en fin, experiencias ásperas y penosas que tensaron amistades y relaciones familiares. Nos lo podemos imaginar, porque un referéndum de independencia supone nada menos que, en palabras de Dion, ese “ejercicio raro e inusitado en la democracia por el cual se elige, entre los conciudadanos, los que se quieren conservar y los que se quieren transformar en extranjeros”. Es decir, algo difícilmente conciliable con el ideal democrático de la ciudadanía compartida, y sin duda un trance desagradable.

– Plurinacionalidad. 

 ¿Pero no es cierto, se escucha a menudo, que Canadá reconoce a Quebec como nación? “Sin duda, ese reconocimiento ha sido determinante para que los quebequeses se sientan cómodos en Canadá”, parece aducirse. De nuevo, la historia es más compleja. Lo cierto es que en ningún lugar de la Constitución de 1982 se establece la plurinacionalidad de Canadá.

 Lo ocurrido fue esto: en 2006, a instancias del gobierno conservador de Stephen Harper, el Parlamento federal neutralizó una moción del Bloc Québécois declarando que “les quebequois forman una nación en un Canadá unido”. Adviértase la cuidadosa redacción: se dice “los quebequeses” –y no “Quebec”– y se dice en francés, tanto en la versión francesa como la inglesa de la declaración. ¿Qué significa?:

 a) que el asunto se concreta en una declaración parlamentaria, renunciando a llevarlo a la Constitución; 
b) que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los colonos franceses, dejando fuera a quebequeses de lengua inglesa 
c) que el reconocimiento de esta nación histórica y cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá unido. 

Compárese este sutil e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber cuántas y cuáles son las naciones que lo compondrían.

 – Estatuto especial. 

 Cabe también especular sobre si lo que ha permitido la deflación del sentimiento independentista en Quebec ha sido algún tipo de negociación orientado a mejorar el “encaje” de la provincia en Canadá. De nuevo, la respuesta es negativa. Y no porque no se intentase. 

Al igual que en España en la última década, el campo unitario en Canadá se dividió en unas voces flexibles y apaciguadoras y otras duras e intransigentes. Las primeras abogaban por mejorar el “reconocimiento” de Quebec como vía más eficaz para calmar el anhelo secesionista. Si en España hablamos de “nación de naciones” y “Estado plurinacional”, en Canadá se lanzaron las fórmulas de “comunidad de comunidades” y “Estado binacional”. Si en España se habla de reconocer la “singularidad” de Cataluña o su “hecho diferencial”, en Canadá se habló de reconocer a Quebec como “una sociedad distinta” y de darle un “estatuto especial”. 

Hubo negociaciones para traducir estas fórmulas. Notoriamente, el Acuerdo del lago Meech de 1987, y más tarde el Acuerdo de Charlottetown de 1992. Prolijos esfuerzos jurídico-políticos asociados a una mayor descentralización del país que fracasaron en medio de una tempestad de acritud. Son episodios equivalentes al tortuoso episodio de reforma del Estatut de 2006 en España. 

En esencia: torturados ejercicios de ingeniería constitucional que no contentan a nadie y, al fracasar, extienden las llamas del incendio que querían apagar. Más aún: no es inexacto decir que Canadá es hoy un país más centralizado, y no menos, que en los años sesenta, cuando comenzó la crisis. 

La razón es que la Constitución de 1982, al incorporar una Carta de Derechos Fundamentales para todo el territorio, crea un límite a la capacidad de legislar de las provincias, también en áreas de su competencia exclusiva. Ejemplo palmario es su Sección 13, que regula los derechos de instrucción en lengua cooficial, y obtura la posibilidad de que algo parecido a la inmersión lingüística uniforme y obligatoria que rige en Cataluña pudiera darse en Quebec, donde la provincia mantiene un sistema de doble vía escolar.

 Es algo que los nacionalistas quebequeses entendieron bien desde el primer momento, y esa es la razón por la cual todavía hoy la provincia de Quebec no ha firmado la Constitución de Canadá (técnicamente su voto no era necesario para su entrada en vigor, según dictaminó en su momento la Corte Suprema).

Lenguas y paso del tiempo, ¿clave del éxito?

Entonces, si los referendos no zanjaron la disputa, si la plurinacionalidad nunca se reconoció del todo, y si los poderes de Quebec hoy no son sustancialmente mayores que al iniciarse el procés quebequés, ¿qué es lo que ha funcionado? ¿Qué ha obrado el milagro de situar el voto independentista en niveles más llevaderos?

 En el espacio de este artículo no es posible hacer justicia al cúmulo de factores que lo ha permitido, pero me arriesgo a proponer que lo más importante ha sido la neutralización del agravio lingüístico y el paso del tiempo.

Sobre lo primero, los nacionalistas en Quebec nunca han ocultado la fuente originaria de su malestar: la conciencia de pertenecer a una isla lingüística francófona, rodeada de un océano anglófono, y por lo mismo, con una aguda percepción de un desequilibrio demoscópico y de mercado que ponía en riesgo el principal factor de su identidad –la lengua francesa– o, cuando menos, la confinaba a un estatuto de diglosia vivido como humillación ante una élite anglófona que –no hay que olvidar– también controlaba el poder económico de la provincia. Maîtres chez nous, fue el lema de la “revolución tranquila”.

 En el interior de Quebec, la recuperación de la autoestima fue obra de la famosa Ley 101, aprobada en 1977 bajo el mandato de Lévesque, que elevó el francés al rango de única lengua oficial de la provincia. En el ámbito federal, la élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias mentales, que, si los quebequeses veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales de gobierno, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de propagación: la victimización lingüística. 

Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal al francés en condiciones de igualdad con el inglés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, en su momento polémica y hoy indiscutida, el soberanismo llegó a sus referendos con la pólvora mojada.

 Y más importante: las nuevas generaciones de quebequeses no tienen memoria del agravio de pertenecer a una federación que menosprecia su identidad lingüística. Lo que nos lleva a otro factor que haríamos mal en desdeñar, que es el mero transcurso del tiempo. Porque la vida, como decía Montaigne, es ondulante, y también lo es la política.

 Las batallas de los padres no tienen por qué ser las de los hijos. Cabe sospechar que la mayoría de jóvenes de la provincia no ven razones para despegarse de una federación refundada y ejemplarmente inclusiva, respetada en el mundo. Respecto del inglés, lo ven más como una oportunidad que como una amenaza, en un mundo más globalizado que aquel en que vivieron sus padres. (Otro dato a retener: el secesionismo arrancó en Quebec en tiempos de la descolonización, es decir, en un caldo de cultivo ideológico hoy extinto.) 

He ahí la clave, a mi entender: la correcta localización del problema, a partir de los años sesenta, en la cuestión de la lengua; aplicado el antiinflamatorio lingüístico, el tiempo ha obrado el efecto de domar las pasiones y reordenar las prioridades.

Canadá y España, una misma vocación

La conjetura en la que baso mi análisis es la siguiente: la unidad canadiense no sobrevivió porque se llegara a una “solución política” pactada con el nacionalismo quebequés –esa solución sigue pendiente, como prueba el hecho de que la Asamblea Nacional de Quebec sigue sin ratificar la Constitución de 1982– sino porque líderes políticos visionarios como Lester B. Pearson o Trudeau ejercieron un liderazgo de transformación que refundó su país sobre nuevas bases. 

Del Estado-nación “britanizante”, plantilla heredada del siglo XIX, a la vibrante nación multicultural y federación bilingüe de hoy. De la primera podía tener sentido separarse si uno era un  quebequés de lengua francesa; de la segunda no apetece tanto.

¿Qué significa todo esto para España? A mi parecer, lo siguiente: enfrentados a un problema de estas características, es más prometedora la vía de la transformación que la de la transacción. En otras palabras, visto que es imposible contentar a un nacionalista, se puede intentar al menos que su oferta carezca de sentido: dejar su relato sin demanda. 

En Canadá, mientras la estrategia fue intentar buscar alambicados acuerdos con el bloque soberanista, mediante embrolladas ingenierías constitucionales, la nave zozobró cerca del naufragio. Esta es la tesitura en la que estamos los españoles: intentando llegar a una transacción con el independentismo catalán, un empeño fútil como avala la experiencia de 40 años de diálogo infructuoso que no ha servido para contentar a quien, por esencia, es imposible contentar.

 Más interesante me parece la vía de transformar España o, como se suele decir, otorgarla un nuevo relato. Federalizar el país, pero no con la intención encubierta de contentar al nacionalismo, sino para racionalizar el sistema y prevenir la emergencia rutinaria de conflictos entre los niveles de gobierno. Desconcentrar las instituciones del Estado, más que descentralizar el poder, sin descartar alcanzar una cocapitalidad para Barcelona.

 Y, sobre todo, pacificar la querella lingüística a través de una Ley de Lenguas Oficiales que visualice mejor el plurilingüismo del Estado y ordene la convivencia bajo el sencillo principio de que, en materia lingüística, los derechos son de los usuarios y las obligaciones son de las administraciones. Abordar el contenido de esta ley desborda ampliamente los límites de este artículo. Baste decir, a modo de cierre, que Canadá y España comparten una misma vocación: la de ser, para Europa y para el mundo, un ejemplo de unidad en la diversidad. 

Porque en una época que coquetea con la idea tenebrosa del retorno al nacionalismo, también para los españoles sirve la poderosa arenga del gran Trudeau ante el Congreso de Estados Unidos en 1977: “Una mayoría de canadienses comprende que la ruptura de su país sería un aberrante desvío de las normas que ellos mismos se dieron, un crimen contra la historia de la humanidad; porque soy lo suficientemente inmodesto para sugerir que el fracaso de este siempre variado, a menudo ilustre, experimento social canadiense generaría olas de escepticismo en todos aquellos en el mundo que hoy están comprometidos con la proposición de que, entre las obras más nobles de los hombres, están las comunidades en las que personas de distinto origen, aman, trabajan y encuentran mutuo beneficio”. 

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