"El motivo de la atención que prestamos los españoles a Quebec no es
ningún secreto: durante décadas hemos sentido las tribulaciones
existenciales de Canadá y de su díscola provincia como un reflejo de
nuestro drama de familia. Si durante lustros pareció que el riesgo de
ruptura de la unidad nacional era mayor en Canadá que en España, las
tornas se han girado.
La crisis secesionista arrecia en Cataluña
mientras en Quebec, a la vista de los últimos resultados electorales, la
marea soberanista entra en fase de reflujo. Es así natural que nos
preguntemos qué ha funcionado allí para serenar las aguas, en la
esperanza de que nuestros males también tengan remedio. (...)
El PQ, que desde el gobierno provincial organizó dos
referendos de independencia en 1980 y 1995, sumiendo a Canadá en un
abismo constitucional, ha obtenido sus peores resultados desde su
creación por el mítico René Lévesque. Completemos el cuadro con este
dato: el Bloc Québequois, formato y nombre del PQ cuando concurre a las
elecciones generales, tiene actualmente tan solo 10 diputados en el
Parlamento federal de Ottawa, lejos de la cincuentena que obtuvo durante
dos décadas.
A la vista de estos resultados, la pregunta es
pertinente: ¿se ha clausurado en Canadá el largo ciclo de inestabilidad
constitucional iniciado en los años sesenta del siglo XX al albur de la révolution tranquille
en Quebec? Tras haber vivido en el país y estudiado el caso, he
expuesto en otros lugares mi impresión de que Quebec no será
independiente y de que tampoco veremos un nuevo referéndum de
independencia. (...)
Canadá y España: ecos y espejos
Al contrario de lo que supone el tópico, las comparaciones no son odiosas. Son, más bien, eficaces vías de conocimiento. (...)
En el caso que nos ocupa, una aproximación sensata al problema sería
esta: Canadá y España son países muy diferentes con un problema muy
similar. Las diferencias echan raíces en la historia, pues el proceso
formativo de ambos Estados no tiene nada que ver. (...)
Una segunda diferencia salta la vista: Canadá es
enorme en comparación con España, dato no trivial cuando se piensa que
el federalismo se impone como solución política natural en países de
tamaño continental.
En tercer lugar, aludamos a una discrepancia no
menor: en Canadá son dos las lenguas que coexisten, siendo ambas lenguas
internacionales. En España hay una lengua común de carácter
internacional en compañía de, al menos, tres lenguas de menor alcance,
concentradas geográficamente y dotadas de poderosa proyección política.
Más: la composición demográfica en Canadá apunta hacia una
multietnicidad ausente, al menos por ahora, en España. Por último, la
pesada digestión de una guerra civil y una larga dictadura son episodios
que no perturban la psique canadiense ni distorsionan el abordaje de su
querella territorial, como sí es el caso de España.
Y sin embargo, por mucho que diverjan en sus
trayectorias históricas, Canadá y España convergen en un punto esencial:
ambos países son democracias liberales y pluralistas, respetadas y
respetables, que afrontan o han afrontado un desafío a su unidad
territorial que trae causa de la existencia en su interior de
comunidades lingüísticas diferenciadas y geográficamente concentradas.
En ambos casos esas comunidades muestran pujos secesionistas, en ambos
casos las demandas de separación son divisivas dentro y fuera de la
comunidad y en ambos casos el aparato doctrinal que el Derecho
Internacional conoce para afrontar estas demandas es inútil, porque ni
Cataluña ni Quebec son colonias de España y Canadá, y tampoco son
regiones sometidas a una grave vulneración de derechos y libertades.
Para estas comunidades no cabe ni la doctrina internacional de la
autodeterminación ni tampoco aplicar la doctrina sobre “secesión
remedial”, pues ninguna situación intolerable hay que remediar. Por
tanto se trata en ambos supuestos de saber cómo debe una democracia
pluralista, afrontar el desafío que plantea el deseo de separación de
una parte de su población por motivos que, por más ropajes cívicos de
los que se quieran vestir, proceden de una circunstancia puramente
etnolingüística, como es el hecho de hablar una lengua distinta de la
común o mayoritariamente hablada en el territorio estatal.
Para completar el cuadro comparativo, quizá no sea
ocioso establecer analogías entre los sistemas de partidos, donde se
producen coincidencias interesantes. Por la derecha, el papel que el
Partido Conservador tiene en Quebec es escaso, como marginal es también
la presencia del Partido Popular en Cataluña.
En cambio, por la
izquierda, al igual que el PSOE en Cataluña, el Partido Liberal de
Canadá tiene en Quebec un profundo granero de votos, pero –y esto es
significativo– al igual que la voz del PSOE en Cataluña no es la propia,
sino la de un partido federado como el PSC, en Quebec tampoco son
exactamente la misma cosa el Partido Liberal de Canadá y el Partido
Liberal de Quebec. Y al igual que el discurso público de los socialistas
catalanes ha sido en ocasiones tambaleante y ambiguo en relación al
proyecto común, también los liberales de Quebec adoptaron complicadas
posturas en escorzo que introdujeron confusión en el debate.
Viene a la
memoria las declaraciones del premier Liberal Robert Bourassa en París
en 1975; en aquella ocasión el político liberal sostuvo que su objetivo
era un “Quebec puramente soberano, enteramente francés, en un mercado
común canadiense”, lo que no parece muy federalista. Por lo demás, tanto
en Quebec como en Cataluña hay un bloque netamente independentista (PQ y
QS, por un lado; ERC y los sucesivos avatares de Convergencia, por
otro) pero en la provincia canadiense no hay nada parecido a Ciudadanos,
seguramente en razón del menor peso de los anglófonos en comparación
con los castellanohablantes en Cataluña).
“¿Qué factor o factores han permitido en Canadá el descenso de voto
independentista en Quebec?”. Lo que equivale a preguntar: ¿qué puede
España copiar de Canadá para curar su propia dolencia? No es menos útil
averiguar qué vía o medida ensayada a lo largo de 40 años de conflicto
se mostró fallida, con el objeto de no copiarla. Para tentar la
respuesta, abordaré cinco modos de atacar la crisis que ha sobrevolado
el debate en ambos países: referéndum, plurinacionalidad, estatuto
especial, lenguas y transcurso del tiempo.
El referéndum y la Ley de Claridad.
Según cierta opinión apresurada que puede ser un malentendido
interesado, Canadá ha superado su crisis territorial porque su gobierno
ha permitido a los quebequeses votar la separación. El referéndum sería
así una suerte de válvula de escape, ejemplarmente democrática, que
permitiría solventar las disputas territoriales y que España debería
imitar.
Nada de esto es cierto. Vayamos a los hechos. El
primer dato a retener es que la Constitución canadiense no reconoce el
derecho a la secesión unilateral. En cambio, sí reconoce la facultad de
celebrar referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción
en el universo de las democracias constitucionales, fundadas en el
principio republicano de indivisibilidad del territorio.
Pero
insistamos: la separación no es un derecho, sino una mera posibilidad,
legalmente restringida. Fue el gran teórico del federalismo, y antiguo
ministro federal, Stéphane Dion quien en 1996 solicitó de la Corte
Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que el ejercicio
de autodeterminación se podía practicar.
En su respuesta, el tribunal
concluyó que Quebec no tiene un derecho a la secesión sino a entablar
negociaciones con la federación al efecto de separarse; que solo habría
lugar a negociaciones tras un referéndum con una pregunta clara (en 1980
y 1995 no lo habían sido); y que, por lo demás, la negociación no tenía
por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no
alcanzaban un acuerdo.
Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la
Ley de Claridad de 2000. Es decir, y esto es lo crucial, la Ley de
Claridad no nace para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al
explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada. Algo,
por cierto, que ya hace, para el caso español, la Constitución de 1978,
que no contiene cláusulas de intangibilidad y, por lo mismo, no excluye
la posibilidad de partición del territorio siempre que se cumpla el
procedimiento previsto para su reforma.
No parece tener sentido por tanto la aprobación de
una ley de claridad española, puesto que, a todos los efectos, ya la
tenemos: la Constitución de 1978, que puede reformarse para permitir la
separación. Conviene, en todo caso, retener otro hecho: las consultas de
1980 y 1995 fueron legales pero unilaterales, es decir, no acordadas.
Los gobiernos federales de Ottawa, liderados por Pierre Trudeau y Jean
Chrétien, respectivamente, declararon no sentirse vinculados por el
resultado de una votación basada en una pregunta esotérica en cuya
redacción no habían tenido parte.
Las consultas fueron, en fin,
experiencias ásperas y penosas que tensaron amistades y relaciones
familiares. Nos lo podemos imaginar, porque un referéndum de
independencia supone nada menos que, en palabras de Dion, ese “ejercicio
raro e inusitado en la democracia por el cual se elige, entre los
conciudadanos, los que se quieren conservar y los que se quieren
transformar en extranjeros”. Es decir, algo difícilmente conciliable con
el ideal democrático de la ciudadanía compartida, y sin duda un trance
desagradable.
– Plurinacionalidad.
¿Pero no es cierto, se escucha a menudo, que Canadá reconoce a Quebec
como nación? “Sin duda, ese reconocimiento ha sido determinante para que
los quebequeses se sientan cómodos en Canadá”, parece aducirse. De
nuevo, la historia es más compleja. Lo cierto es que en ningún lugar de
la Constitución de 1982 se establece la plurinacionalidad de Canadá.
Lo
ocurrido fue esto: en 2006, a instancias del gobierno conservador de
Stephen Harper, el Parlamento federal neutralizó una moción del Bloc
Québécois declarando que “les quebequois forman
una nación en un Canadá unido”. Adviértase la cuidadosa redacción: se
dice “los quebequeses” –y no “Quebec”– y se dice en francés, tanto en la
versión francesa como la inglesa de la declaración. ¿Qué significa?:
a)
que el asunto se concreta en una declaración parlamentaria, renunciando
a llevarlo a la Constitución;
b) que el reconocimiento de nación, en su
acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes
francófonos de los colonos franceses, dejando fuera a quebequeses de
lengua inglesa
c) que el reconocimiento de esta nación histórica y
cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá unido.
Compárese este sutil
e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a
reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber cuántas y
cuáles son las naciones que lo compondrían.
– Estatuto especial.
Cabe también especular sobre si lo que ha permitido la deflación del
sentimiento independentista en Quebec ha sido algún tipo de negociación
orientado a mejorar el “encaje” de la provincia en Canadá. De nuevo, la
respuesta es negativa. Y no porque no se intentase.
Al igual que en
España en la última década, el campo unitario en Canadá se dividió en
unas voces flexibles y apaciguadoras y otras duras e intransigentes. Las
primeras abogaban por mejorar el “reconocimiento” de Quebec como vía
más eficaz para calmar el anhelo secesionista. Si en España hablamos de
“nación de naciones” y “Estado plurinacional”, en Canadá se lanzaron las
fórmulas de “comunidad de comunidades” y “Estado binacional”. Si en
España se habla de reconocer la “singularidad” de Cataluña o su “hecho
diferencial”, en Canadá se habló de reconocer a Quebec como “una
sociedad distinta” y de darle un “estatuto especial”.
Hubo negociaciones
para traducir estas fórmulas. Notoriamente, el Acuerdo del lago Meech
de 1987, y más tarde el Acuerdo de Charlottetown de 1992. Prolijos
esfuerzos jurídico-políticos asociados a una mayor descentralización del
país que fracasaron en medio de una tempestad de acritud. Son episodios
equivalentes al tortuoso episodio de reforma del Estatut de 2006 en
España.
En esencia: torturados ejercicios de ingeniería constitucional
que no contentan a nadie y, al fracasar, extienden las llamas del
incendio que querían apagar. Más aún: no es inexacto decir que Canadá es
hoy un país más centralizado, y no menos, que en los años sesenta,
cuando comenzó la crisis.
La razón es que la Constitución de 1982, al
incorporar una Carta de Derechos Fundamentales para todo el territorio,
crea un límite a la capacidad de legislar de las provincias, también en
áreas de su competencia exclusiva. Ejemplo palmario es su Sección 13,
que regula los derechos de instrucción en lengua cooficial, y obtura la
posibilidad de que algo parecido a la inmersión lingüística uniforme y
obligatoria que rige en Cataluña pudiera darse en Quebec, donde la
provincia mantiene un sistema de doble vía escolar.
Es algo que los
nacionalistas quebequeses entendieron bien desde el primer momento, y
esa es la razón por la cual todavía hoy la provincia de Quebec no ha
firmado la Constitución de Canadá (técnicamente su voto no era necesario
para su entrada en vigor, según dictaminó en su momento la Corte
Suprema).
Lenguas y paso del tiempo, ¿clave del éxito?
Entonces, si los referendos no zanjaron la disputa,
si la plurinacionalidad nunca se reconoció del todo, y si los poderes de
Quebec hoy no son sustancialmente mayores que al iniciarse el procés
quebequés, ¿qué es lo que ha funcionado? ¿Qué ha obrado el milagro de
situar el voto independentista en niveles más llevaderos?
En el espacio
de este artículo no es posible hacer justicia al cúmulo de factores que
lo ha permitido, pero me arriesgo a proponer que lo más importante ha
sido la neutralización del agravio lingüístico y el paso del tiempo.
Sobre lo primero, los nacionalistas en Quebec nunca
han ocultado la fuente originaria de su malestar: la conciencia de
pertenecer a una isla lingüística francófona, rodeada de un océano
anglófono, y por lo mismo, con una aguda percepción de un desequilibrio
demoscópico y de mercado que ponía en riesgo el principal factor de su
identidad –la lengua francesa– o, cuando menos, la confinaba a un
estatuto de diglosia vivido como humillación ante una élite anglófona
que –no hay que olvidar– también controlaba el poder económico de la
provincia. Maîtres chez nous, fue el lema de la
“revolución tranquila”.
En el interior de Quebec, la recuperación de la
autoestima fue obra de la famosa Ley 101, aprobada en 1977 bajo el
mandato de Lévesque, que elevó el francés al rango de única lengua
oficial de la provincia. En el ámbito federal, la élite política en
Ottawa entendió, no sin resistencias mentales, que, si los quebequeses
veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales
de gobierno, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería
privado de su principal instrumento de propagación: la victimización
lingüística.
Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual
rango federal al francés en condiciones de igualdad con el inglés.
Gracias a esa medida, gradualmente implementada, en su momento polémica y
hoy indiscutida, el soberanismo llegó a sus referendos con la pólvora
mojada.
Y más importante: las nuevas generaciones de quebequeses no
tienen memoria del agravio de pertenecer a una federación que
menosprecia su identidad lingüística. Lo que nos lleva a otro factor que
haríamos mal en desdeñar, que es el mero transcurso del tiempo. Porque
la vida, como decía Montaigne, es ondulante, y también lo es la
política.
Las batallas de los padres no tienen por qué ser las de los hijos. Cabe
sospechar que la mayoría de jóvenes de la provincia no ven razones para
despegarse de una federación refundada y ejemplarmente inclusiva,
respetada en el mundo. Respecto del inglés, lo ven más como una
oportunidad que como una amenaza, en un mundo más globalizado que aquel
en que vivieron sus padres. (Otro dato a retener: el secesionismo
arrancó en Quebec en tiempos de la descolonización, es decir, en un
caldo de cultivo ideológico hoy extinto.)
He ahí la clave, a mi
entender: la correcta localización del problema, a partir de los años
sesenta, en la cuestión de la lengua; aplicado el antiinflamatorio
lingüístico, el tiempo ha obrado el efecto de domar las pasiones y
reordenar las prioridades.
Canadá y España, una misma vocación
La conjetura en la que baso mi análisis es la
siguiente: la unidad canadiense no sobrevivió porque se llegara a una
“solución política” pactada con el nacionalismo quebequés –esa solución
sigue pendiente, como prueba el hecho de que la Asamblea Nacional de
Quebec sigue sin ratificar la Constitución de 1982– sino porque líderes
políticos visionarios como Lester B. Pearson o Trudeau ejercieron un
liderazgo de transformación que refundó su país sobre nuevas bases.
Del
Estado-nación “britanizante”, plantilla heredada del siglo XIX, a la
vibrante nación multicultural y federación bilingüe de hoy. De la
primera podía tener sentido separarse si uno era un quebequés de lengua
francesa; de la segunda no apetece tanto.
¿Qué significa todo esto para España? A mi parecer,
lo siguiente: enfrentados a un problema de estas características, es más
prometedora la vía de la transformación que la de la transacción. En
otras palabras, visto que es imposible contentar a un nacionalista, se
puede intentar al menos que su oferta carezca de sentido: dejar su
relato sin demanda.
En Canadá, mientras la estrategia fue intentar
buscar alambicados acuerdos con el bloque soberanista, mediante
embrolladas ingenierías constitucionales, la nave zozobró cerca del
naufragio. Esta es la tesitura en la que estamos los españoles:
intentando llegar a una transacción con el independentismo catalán, un
empeño fútil como avala la experiencia de 40 años de diálogo infructuoso
que no ha servido para contentar a quien, por esencia, es imposible
contentar.
Más interesante me parece la vía de transformar España o, como se suele
decir, otorgarla un nuevo relato. Federalizar el país, pero no con la
intención encubierta de contentar al nacionalismo, sino para
racionalizar el sistema y prevenir la emergencia rutinaria de conflictos
entre los niveles de gobierno. Desconcentrar las instituciones del
Estado, más que descentralizar el poder, sin descartar alcanzar una
cocapitalidad para Barcelona.
Y, sobre todo, pacificar la querella
lingüística a través de una Ley de Lenguas Oficiales que visualice mejor
el plurilingüismo del Estado y ordene la convivencia bajo el sencillo
principio de que, en materia lingüística, los derechos son de los
usuarios y las obligaciones son de las administraciones. Abordar el
contenido de esta ley desborda ampliamente los límites de este artículo.
Baste decir, a modo de cierre, que Canadá y España comparten una misma
vocación: la de ser, para Europa y para el mundo, un ejemplo de unidad
en la diversidad.
Porque en una época que coquetea con la idea tenebrosa
del retorno al nacionalismo, también para los españoles sirve la
poderosa arenga del gran Trudeau ante el Congreso de Estados Unidos en
1977: “Una mayoría de canadienses comprende que la ruptura de su país
sería un aberrante desvío de las normas que ellos mismos se dieron, un
crimen contra la historia de la humanidad; porque soy lo suficientemente
inmodesto para sugerir que el fracaso de este siempre variado, a menudo
ilustre, experimento social canadiense generaría olas de escepticismo
en todos aquellos en el mundo que hoy están comprometidos con la
proposición de que, entre las obras más nobles de los hombres, están las
comunidades en las que personas de distinto origen, aman, trabajan y
encuentran mutuo beneficio”.
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