"(...) No es lo mismo vivirlo a que te lo cuenten. Cataluña
ha superado una sublevación que no fue pacífica, sin llegar a ser
armada, tan ilegal que una parte mayoritaria de la población la entendió
como una amenaza a sus libertades.
Se declaró una república
independiente que duró ocho segundos, el tiempo suficiente para que los
payasos se dieran cuenta de que aquello, que a ellos les parecía una
fiesta, era la consumación de una rebelión, que se llevaba fraguando desde hacía años y que había llegado al punto de ebullición.
Me hace gracia escuchar a ilustres jurisconsultos que
desde el sillón de su casa califican lo sucedido en Cataluña como una
broma amparada en la libertad de expresión. Ni
rebelión, ni sublevación, ni golpe de estado, sencillamente una
“asonada”, como las del siglo XIX pero sin otros batallones que la
policía autonómica cómplice y aquel ejército desarmado que, en equívoca
expresión de Manolo Vázquez Montalbán, estaba constituido por un equipo
de fútbol -que por cierto opina más e influye más que el desahuciado Parlament de Cataluña-.
La violencia es un instrumento
político que se usa cuando se necesita, tanto para defender la
democracia como para acabar con ella. Por fortuna no fue necesario
llegar a tanto, pero quedaron las secuelas. No son precisamente las que
exhibirán en el circo mediático en el que se ha convertido el juicio en
el Tribunal Supremo, sino el enquistamiento de los rencores, la
imposición de la censura, ¡nadie habla de la represión mediática que
institucionalizó la Generalitat y los fondos para reptiles sin
zoológicos! , ni del destierro profesional.
Todo eso que te puede
convertir en un “no ser” social. Existes, pero en igual medida que el
paisaje urbano. Somos, algunos, como esas especies que la alcaldesa de
Barcelona ha ido retirando del zoológico.
El desprecio que manifiesta la izquierda española
-tanto la moderada como la que se disfraza, cuando toca, de radical-
hacia la parte silenciada de Cataluña tendrá consecuencias. Me refiero a
la que no sale con banderas ni tiene himnos y a la que los símbolos les
importan lo mismo que esa nueva fe en el fútbol, que siempre creímos
que era el sucedáneo de disconformidad que concedía el franquismo.
Hay una generación española voluntariamente huérfana, por exclusión. La
que está hasta los huevos del discurso castrador y de las revoluciones
del lenguaje, porque cambiar las expresiones no significa cambiar las
ideas sino ayudar a reprimirlas. ¡Benditos idiotas que besan a los
cerdos, una transformación de los sentidos que me produce más rechazo
aún que los chavales que en los pueblos de mi época se follaban a las
gallinas! Ahora los detendrían por violadores. (...)
Nadie que no sea un desalmado puede alegrarse de que doce payasos sufran
prisión, ni largas penas, aunque sus chistes hayan provocado una
conmoción social y tengan un costo en el que peligra la convivencia que
ellos arrasaron.
No salieron a la pista para proclamar más democracia
sino más poder. Eran y son una minoría que amenazó con suplantar un
sistema corrupto por otro más corrupto aún. Se propusieron echarnos de
nuestros trabajos, hacernos invisibles, como exiliados en tu propio
país. Y a fe que lo consiguieron.
Ahora llega la hora del diálogo,
dicen. Hasta este momento era una palabra fuera de la esfera de la
política catalana: o con ellos o contra ellos, no había lugar para la
disidencia. Con la mediocridad de los iguales llegamos a la república de
los ocho segundos.
La charlatanería de la superioridad, de la
fantasmagórica democracia “más antigua de Europa”, según enunció Josep
Fontana, ínclito y cínico maestro de generaciones de historiadores, la
que ahora se exhibe en la pista del Supremo. Va para diez años que clamé
por que se fletaran barcos de psicoanalistas argentinos para que
trataran a la sociedad catalana que demanda tratamiento. Ya llegan
tarde.
Han jodido la convivencia urbana
y hasta la ciudadana, cambiaron el metabolismo de los partidos como si
se tratara de un forúnculo en el culo, inocuo pero molesto. La izquierda
institucional ha perdido los papeles y hasta hipotecado su patrimonio.
La que fue ensoñadora aspiración de una república, siempre frustrada, ha sido hollada por unos pijos asentados, funcionarios públicos en su mayoría.
No resulta gratificante la sociedad que dejamos
nosotros, junto al barrizal en el que la han metido quienes nos
siguieron, pero nunca creímos que llegaríamos tan lejos, o que caeríamos
tan bajo, según se mire. Convertir en un circo lo que no es otra cosa
que un duelo, -duelo de dolor, se entiende-, no es el mejor modo de
afrontar lo que se nos viene encima. (...)" (Gregorio Morán, Vox Populi, 16/02/19)
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