22/1/19

El sentido común no puede dejar de maravillarse de que siete años de conspiración encaminada a la ruptura del orden constitucional, con declaraciones explícitas en ese sentido desde 2013, resulte no ser más que una “mamarrachada” (o una partida de póker) a duras penas punible por un quítame allá esos dineros públicos...

"La revista digital mientras tanto publicó recientemente, en su número 175, de enero del año en curso, un artículo firmado por José Luis Gordillo y titulado “Sobre el juicio al procés(II)”.

 En él, sobre la base de una fuerte crítica del proceso secesionista catalán, se argumenta, no obstante, contra la calificación provisional de las actuaciones llevadas a cabo por los dirigentes del proceso actualmente encausados (rebelión, según la fiscalía del Tribunal Supremo; sedición, según la Abogacía del Estado). (...) 

El sentido común (no incluyo entre los usuarios consecuentes de dicha facultad a la mayoría de los secesionistas) no puede dejar de maravillarse, ante semejante docta conclusión, de que un mínimo de siete años de conspiración constante encaminada a la ruptura del orden constitucional, con declaraciones explicitísimas en ese sentido desde 2013, como mínimo, proceso que ha perjudicado gravemente el clima social y de convivencia entre los habitantes de Cataluña y de muchos otros españoles, así como las perspectivas económicas del territorio (con miles de empresas trasladando fuera de él sus sedes sociales y/o domicilios fiscales) resulte no ser, a final de cuentas, más que una “mamarrachada” (o una partida de póker) a duras penas punible por un quítame allá esos dineros públicos.

Y es que el sentido común sin duda percibe o intuye, sin necesidad de entrar en disquisiciones jurídicas, que los que un día de éstos se sentarán en el banquillo (así como los que huyeron cobardemente para evitarlo) no tuvieron necesidad de recurrir a la fuerza física para derribar el orden legal establecido precisamente porque eran los representantes de ese orden en Cataluña y pudieron dinamitarlo desde dentro.Si no llegaron a hacerlo efectivo (ocupación del territorio, control de las fronteras, etc.) fue porque su apuesta era en todo momento, como bien dijo la inefable Ponsatí, un “farol”, un inmenso farol con el que sí perseguían realmente“ganar la partida” (la independencia). Para eso sirven los faroles en el juego.

Se trataba, en suma, de mantener un constante desafío verbal desde el gobierno y el parlamento catalán, acompañado de acciones callejeras no exentas de violencia de baja intensidad, que buscaba provocar una respuesta desproporcionada de la Administración central, una reiteración de las cargas policiales del 1-O, por ejemplo, que propiciara algún tipo de intervención diplomática exterior: con sólo lograr eso, se creaba un precedente y una situación de hecho que confería ya a los golpistas el mínimo reconocimiento internacional suficiente como para erigirse en titulares de una soberanía no sometida a la española.

Ese era uno de los dos posibles resultados esperados. El otro, seguramente, un amedrentamiento tal del gobierno central, asustado ante la idea de un enfrentamiento no sólo civil, sino entre fuerzas policiales autonómicas y estatales, con posibles víctimas mortales, que forzara al vacilante Rajoy a algún tipo de transacción que legitimara, siquiera parcialmente, el golpe.

Si ninguno de ambos resultados se obtuvo, no fue por falta de voluntad, sino por errores de cálculo sobre las fuerzas propias y ajenas. En cuanto al hecho (que, extrañamente, no añade a la lista de eximentes el manifiesto “de los cien”) de que la declaración de independencia fue, en una primera ocasión, suspendida segundos después de proclamada y se camufló rocambolescamente de compromiso parlamentario (o vaya usted a saber de qué) en una segunda ocasión, cabe recordar que la ruptura decisiva del orden constitucional no se produjo en ninguna de esas ocasiones ni con el pseudo-referéndum del 1 de octubre de 2017, sino en las previas sesiones parlamentarias de los días 6, 7 y 8 de septiembre, en que se aprobó la llamada “Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república”, actuación que nunca fue suspendida, anulada ni desmentida por quienes la llevaron a cabo y de la que ahora casi todo el mundo parece haberse olvidado.

O sea, señoras y señores, que lo de Puchi no fue un Putsch. Que no fue rebelión, ni pronunciamiento, ni golpe de Estado, ni nada remotamente parecido. Vamos, que, como aseguró Carme Forcadell, se trató simplemente de algo así como una “performance” para regodeo de catalanistas enragésy ludibrio de españolistas casposos. Todo porque no hubo “violencia” entendida como uso de armas y asalto a edificios públicos.

Pero ¿acaso no es un quebrantamiento masivo del orden constitucional el que una parte del Estado (la Generalitaty el Parlament, en este caso) decida, tras un concienzudo (aunque con no pocos flecos chapuceros) proceso de preparación de “estructuras de Estado” y leyes al margen de la Constitución vigente, proclamar la instauración, en una parte sustancial del territorio del Estado, de un nuevo orden legal incompatible y en abierta contradicción con el vigente? ¿Y acaso no es ese proceso un acto masivo de violencia ejercida sin necesidad de disparar ni un solo tiro por la simple razón de que los edificios públicos ya estaban ocupados y la fuerza armada (17.000 mossos) controlada por los promotores de esa operación?

¿Acaso la aprobación de la llamada “ley habilitante” que dio en 1933 plenos poderes a Hitler no es considerada universalmente como un “golpe de Estado” pese a que aquel acto, por el que se liquidó en Alemania todo vestigio de Estado de derecho y de democracia, se llevó a cabo también sin disparar ni un solo tiro?   (...)

Tengo para mí que, si en España nos rigiéramos, como en el Reino Unido, por el “common law”,para el que no hace falta que todos los delitos posibles estén tipificados con pelos y señales en un código escrito,la acusación no precisaría ni media página de argumentación para llegar a las mismas conclusiones a las que ha llegado la fiscalía del Tribunal Supremo."                        

 (Miguel Candel, Profesor de Historia de la Filosofía de la Universidad de Barcelona, Crónica Popular, 12/01/19)

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