"En los últimos tiempos hemos asistido a un fecundo debate en torno al momento de arranque del procésy las razones que posibilitaron el crecimiento tan espectacular del independentismo.
De cierto modo se ha querido profundizar en los análisis que fijaban
aquel arranque en la sentencia del Estatuto de 2010 y que hasta hace
poco habían sido mayoritarios.
Quien ha reflexionado sobre ello (estoy
pensando en Guillem Martínez, en Ignacio Sánchez Cuenca, o Jordi Amat),
no han menospreciado el impacto disruptivo de aquella sentencia, pero
han aportado la idea de la existencia de unas circunstancias políticas y
unas tendencias culturales que venían de antes, así como han remarcado
el peso de las condiciones del contexto y no precisamente solo de lo
inmediato.
(...) ERC se adentró en una profunda labor de redefinición de sus postulados
tradicionales. De la mano de Carod y Puigcercós primero hacía un
movimiento de emancipación del nacionalismo tradicional optando para una
mayoría de izquierdas y luego definía un ambicioso proyecto de
ensanchamiento de sus bases.
Tanto a nivel social, a través de la
integración de cuadros y dirigentes en UGT, como a nivel geográfico,
apostando fuerte por el área metropolitana de Barcelona. Esta
redefinición llevaría a valorizar la idea de un independentismo anclado a
la izquierda, que se concebía a sí mismo como no nacionalista.
La independencia, en definitiva, era únicamente un instrumento, no un fin. La meta no
era construir un estado-nación clásico sino acercar las decisiones a la
ciudadanía y dotar a la sociedad catalana de herramientas para hacer
políticas sociales que —según la lectura que se hizo sobre todo después
de los recortes en el Estatuto en 2005 y 2006— la pertenencia al Estado
español no garantizaría.
Este fue el discurso que se impulsó y que
arraigó profundamente en sectores amplios de la población, más aun
después de la crisis económica de 2008, de la Sentencia sobre el
Estatuto y sobre todo de los recortes de 2010-2011.
El discurso contenía una contradicción intrínseca en el momento en el
que quien lo impulsaba aceptaba compartir proyecto —y tarea de
gobierno— con quien aplicaba estos mismos recortes.
De otro modo —sin la
conceptualización de la independencia como sinónimo de cambio, no como
reivindicación nacional clásica—, no se entendería ni la envergadura de
la gran Diada de 2012 ni la popularidad de un concepto como el derecho a
decidir, tampoco la eclosión y consolidación de la CUP en el escenario
político catalán o ciertas simpatías que el procés ha despertado en algunos sectores de la izquierda no independentista.
Queda por preguntarse hasta qué punto en los últimos años esta idea tan
aparentemente prometedora de un independentismo no nacionalista,
democrático y de cambio ha desplegado sus posibilidades y ha podido
influir realmente las suertes políticas del país.
Las evidencias de las
que disponemos parecen apuntar más bien al contrario: lejos de ser un
instrumento, la independencia (o más bien la retórica sobre la
independencia) ha acabado siendo el fin de toda acción política
emprendida por las fuerzas políticas partidarias de la construcción de
un estado propio.
Y, probablemente, el elemento más inquietante es que
haciendo esto se han asumido unos costes altísimos en términos de
polarización civil y subordinación a una visión meramente nacionalista,
esencialista y conservadora de la que la elección de Torra es únicamente
el último epifenómeno.
Hoy, en definitiva, los independentistas no nacionalistas, parecen
haber perdido su combate. Y sin embargo, tal vez deberían volver a
pensar en por qué querían la independencia.
Si realmente era sólo un
instrumento para el cambio y para la mejora de la vida de la ciudadanía,
seguro que encontrarían herramientas nuevas y diversas para avanzar
hacia estos objetivos." (Paola Lo Cascio, El País, 23/05/18)
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