"De viaje por el extranjero, recibí en una estación ferroriavia un
mensaje escueto de una persona amiga: ETA ha pedido perdón a las
víctimas. Eso era todo. Se trataba, en realidad, de una llamada de
atención para que me informase más por extenso con ayuda de internet. (...)
Demasiado bello, demasiado humano, me dije, para ser verdad. Y por un
momento, deslumbrado por el fogonazo de la palabra perdón, me complació
la idea de un cierre con provecho pedagógico para uno de los capítulos
más negros de la historia moderna de España y, por consiguiente, de
Europa. La ilusión me duró lo que tardé en leer en la pantalla del móvil
el comunicado de ETA. (...)
A mí el reciente comunicado de ETA me pareció una
redacción de colegio, de una liviandad intelectual que me haría gracia y
hasta me inspiraría ternura si no fuera porque detrás de ella se
esconde otra cosa distinta que la lastimosa pretensión de los últimos
etarras de hacerse los buenos, los sensibles, los compasivos con una
parte de sus propios asesinados.
No se sabe exactamente con cuáles. Los
no implicados directamente en el conflicto, dicen. Quizá habría que
hacerles llegar a los portavoces de ETA un ejemplar de Vidas rotas para
que por favor marquen con una cruz los nombres de los muertos en
atentados suyos a los que piden perdón y cuyo dolor y el de sus
familiares dicen lamentar o al menos reconocer.
No existe la bondad armada, aunque es cierto que estos
sacralizadores del suelo patrio, persuadidos de la nobleza de su causa,
creyeron implicarse en una acción positiva montándose un paraíso, una
comunidad ideal de vascos libres y genuinos, por el expeditivo
procedimiento de arrebatarles la vida a otros.
Esto se lo siguen
bailando todavía algunos con aurreskus a la salida de la cárcel,
legitimando los pasados crímenes con homenajes en el quiosco de música
del pueblo. Ahora los encargados de echar el cierre a la barraca del
terror piden con humildad impostada esa cosa imposible: la absolución
histórica. ETA o quienquiera que se exprese estos días en su nombre se
considera perdonable; un chiste de mal gusto que una narrativa
blanqueadora y falaz, de uso exclusivo entre sus adeptos, intenta
apuntalar con una apariencia de buenas intenciones.
ETA reitera la cantilena de la victimización del
pueblo vasco, lo que no impidió a la banda, por cierto, matar a
numerosos vascos, como tampoco atentar contra ciudadanos que padecieron
prisión en tiempos de la dictadura franquista.
Me vienen enseguida al
recuerdo el periodista José Luis López de Lacalle, que estuvo cinco años
en la cárcel durante el franquismo y a quien ETA asesinó, o a José
Ramón Recalde, que cumplió un año de condena y a punto estuvo de perder
la vida en otro atentado. Extraña manera de terminar con los residuos de
una dictadura liquidando a quienes se destacaron por enfrentarse a
ella.
Y ya metidos a repasar la Historia, pienso en mi
difunto tío Eugenio, miliciano combatiente a las afueras de Gernika el
día del bombardeo, o en mi abuelo Manuel Aramburu, que murió defendiendo
la República en esa misma guerra, ambos con similares convicciones
ideológicas que Isaías Carrasco, Joseba Pagazaurtundúa o Enrique Casas,
por poner algunos ejemplos de asesinados por estos justicieros que se
arrogan la prerrogativa de hablar en nombre del pueblo vasco, tutelarnos
a todos como si nos hicieran el favor de liberarnos, cosa que nunca les
pedimos, e interpretar la historia colectiva conforme a su gusto y sus
fines, que no fueron otros que los de imponer su utopía con bombas y a
tiro limpio.
Hay que delirar hasta la náusea para ver un hilo conductor,
una lógica histórica, entre un bombardeo de 1937 y la bomba en el
Hipercor de Barcelona cincuenta años después o el asesinato de niños y
concejales y, en el fondo, de todo lo que se pusiera delante, sin
excluir a algunos de sus propios militantes o exmilitantes, hasta
superar de largo la cifra de ochocientos muertos.
Y buscando justificarse aducen que hubo guerra sucia y
violencia de Estado, como si lo contrario de una violencia fuera otra
violencia y no la aceptación democrática sin restricciones de unas
reglas de juego que permitan la convivencia de los distintos y deleguen
en las instituciones creadas al efecto la resolución de los problemas de
la sociedad, incluyendo los conflictos de cualquier naturaleza.
Por
supuesto que deberían aclararse los crímenes de Estado que siguen sin
resolverse. Una democracia digna de tal nombre así lo exige, y no la
pretensión inhumana de buscar un presunto equilibrio en una balanza de
víctimas repartidas en dos grupos.
Mucha niebla de olvido habría de
levantarse delante de nuestros ojos para que no recordemos que ETA
cometió más del 90% de sus asesinatos durante un periodo democrático,
sin dejar de legitimar el uso de la violencia mediante la invención de
un escenario de guerra, una guerra tan claramente unilateral que se
acabó en el mismo instante en que los etarras dejaron de disparar.
Particularmente infantil se me figura la tesis etarra según la cual
existía una especie de predeterminación fomentadora de la violencia. ETA
pretende convencernos de que recurrió a la violencia porque había una
violencia previa, violencia que, según su comunicado del otro día, «ha
continuado después de que (ETA) haya abandonado la lucha armada», lo
que, se mire por donde se mire, supone una confesión: la de que las
acciones de la propia ETA no han servido para nada; en ningún caso, para
frenar el dolor más o menos ancestral del pueblo vasco.
De hecho, ETA
ha liquidado con sostenida pertinacia el mito de un nacionalismo
inocente y de los vascos como sempiternas víctimas de la Historia. El
relato de ETA no se sostiene. No estaría de más desmentirlo y, en
consecuencia, derrotarlo." (Fernando Aramburu, El Mundo, 29/04/18)
No hay comentarios:
Publicar un comentario