"Cómo y por qué ETA extorsionó, aterrorizó y asesinó a empresarios vascos y navarros.
El destino trágico de José Legasa comenzó a fraguarse en noviembre de 1976 cuando recibió una carta de extorsión de ETA.
A este empresario de Irún le exigían 10 millones de pesetas, 520.000
euros de hoy. En la misiva se le pedía que cruzara la frontera hasta la
localidad francesa de Bayona y entregara el dinero en el bar Euskaldun a
un tal Otxia.
El constructor guipuzcoano lo denunció a la Policía
Nacional y acompañado de varios agentes se dirigió cierto día al
encuentro del tal Otxia, que resultó ser Francisco Javier Aya Zulaica,
jefe del aparato de extorsión de ETA. Lo halló jugando tranquilamente a
las cartas en el bar. El terrorista fue detenido allí mismo y
posteriormente fue condenado a tres años de prisión en Francia.
José Legasa fue valiente en tiempos de pocas heroicidades. No solo denunció y colaboró para condenar a un terrorista, sino que también evitó que su oro lo convirtiera ETA en plomo.
Pero lo pagó caro porque la venganza no se hizo esperar.
“Después del
juicio en Francia, mi tío cambiaba de hábitos y horarios constantemente
porque era consciente del peligro. Protegía como podía a su familia,
pero él tenía claro que no quería emigrar, quería ser libre en su tierra
a pesar del miedo”, cuenta su sobrina Lourdes Legasa a este diario. Su padre Miguel trabajaba con José en el negocio familiar y siempre andaban juntos.
Uno de los empleados de la empresa resultó ser
confidente de ETA y facilitó la información necesaria para que se
consumara la tragedia. Corría noviembre de 1978 cuando el francés Henri
Parot, el etarra más sanguinario con 26 asesinatos a sus espaldas, llegó
a Irún acompañado de otro pistolero. Sorprendieron a José y a Miguel a
pie de obra. “Mi padre forcejeó con Parot y recibió un tiro en la
pierna. A mi tío le dispararon hasta la muerte”, narra Lourdes.
“La
familia ha estado muy callada, pero es el momento de hablar porque no
podemos dejar que este caso y otros muchos se queden en el olvido. Ojalá
hubiera habido más valientes como mi tío”, explica con templanza
Lourdes.
En un nuevo libro,
con igual mesura y mucho rigor también nos cuentan nueve autores cómo y
por qué ETA aterrorizó a los empresarios, principalmente vascos y
navarros. En ‘La bolsa y la vida. La extorsión y la violencia de ETA contra el mundo empresarial’
se lee que entre 1993 y 2010 fueron 10.000 las personas a las que
exigieron el ‘impuesto revolucionario’.
Se sabe por el descifrado de los
códigos alfanuméricos que la organización terrorista añadió a las
cartas a partir de 1993. Hablar del número de extorsionados antes de ese
año “es pura especulación”, apunta el periodista Florencio Domínguez, quien viene a ser como la ‘enciclopedia de ETA’.
El estudio de Domínguez le lleva a asegurar que las fuentes de financiación de ETA
fueron principalmente los secuestros (106 millones de euros), los
atracos (19 millones) y la extorsión (21 millones). Los valores están
actualizados. Asegura este periodista, ahora director de la Fundación
Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, que “la aportación de
los simpatizantes, según la documentación analizada, es irrisoria".
"El ‘merchandising’ de pulseritas y medallitas apenas
les aportó fondos”. Dada la ‘omertà’ impuesta por el miedo a ETA y el
silencio mayoritario de los afectados, la cifra conservadora obtenida
mediante el ‘impuesto revolucionario” la fundamenta Domínguez en el
análisis de la documentación incautada en la empresa Sokoa de Bayona
(1986), en la localidad francesa de Bidart (1992) y a Mikel Antza en
2004.
Otra de las cifras llamativas que aporta el libro es que el terrorismo de ETA tuvo un impacto negativo de 25.000 millones de euros en la economía vasca, actualizado el valor a hoy. El coordinador del libro, Josu Ugarte,
afirma que “ese coste directo estimado ha sido pagado en su mayor parte
por el conjunto de los españoles”.
Añade Ugarte: “Tan solo la
paralización que provocó ETA de la central de Lemóniz supuso un
sobreprecio de entre 6.000 y 7.000 millones de euros en los recibos de
la luz pagados por los ciudadanos”. El coste de la incidencia en el PIB
del País Vasco y Navarra es incalculable, sostienen los autores.
Respecto a las causas de la violencia sistemática
contra el empresariado, Ugarte señala que “la búsqueda de fondos para
llevar a cabo su actividad terrorista es la causa que prevaleció en la
práctica de la extorsión”. ETA colocó bombas contra las instalaciones de
las compañías, realizó atracos, envió miles de cartas de extorsión, secuestró a 86 personas entre 1973 y 1997 y cometió 55 asesinatos en sus atentados contra el empresariado.
El coordinador del libro cuenta a El Confidencial que
“en los primeros años de ETA, su ideología anticapitalista y de odio
hacia los empresarios en tanto que explotadores y enemigos del pueblo
vasco provocó ciertos episodios de violencia, pero ya desde finales de
los setenta lo que marcó la extorsión fue conseguir dinero”.
Florencio Domínguez añade que también hubo otros
motivos por los que ETA atentó contra el mundo empresarial. Señala, por
ejemplo, que hubo ataques contra intereses económicos franceses para que
París dejara de cooperar con Madrid en la lucha antiterrorista. O casos
en los que la banda terrorista se arrogó la defensa del ecologismo,
como en el caso de la central nuclear de Lemóniz que paralizó o el de la
autovía de Leizarán que uniría Navarra y Guipúzcoa, proyecto este
último cuyo sobrecoste por la amenaza terrorista fue de casi 100
millones de euros.
A más terror, mayor recaudación
“Mi secretaria captaba con la mirada qué quería el
empresario extorsionado cuando venía a entrevistarse conmigo porque el
terror se le veía en los ojos”, explica José Manuel Ayesa,
que fuera presidente de la Confederación de Empresarios de Navarra
entre 1989 y 2010 y que vivió con escolta durante 14 años por las
amenazas de muerte recibidas.
El terror facilitaba el pago del chantaje.
Así, desde finales de los setenta la banda le dio una gran importancia
estratégica a crear un aparato de extorsión que perfeccionó en los
ochenta y que se profesionalizó del todo en los noventa con un archivo
informático cifrado.
La jefatura de ese aparato siempre estuvo en
Francia, pero “necesitaba una red de personas legales vinculadas a la
trama política de ETA [Herri Batasuna
y sindicato LAB] que hacían las labores de inteligencia, además de una
red de informantes entre trabajadores de la banca que registraban los
movimientos de las cuentas o empleados públicos que proporcionaban datos
clave para el chantaje”, explica Josu Ugarte.
Luego había otra red de colaboradores que mantenían
los primeros contactos con los extorsionados y también una trama de
intermediarios que negociaban los pagos que se realizaban normalmente en
el País Vasco francés o que directamente recogían el sobre y lo
llevaban al país vecino.
Una
correlación siniestra que funcionó: a más terror, más ingresos por
extorsión; y a más pago del ‘impuesto revolucionario’, mayor capacidad
asesina
ETA entendió muy pronto que la intimidación sistemática y la violencia extrema favorecían el pago del ‘impuesto revolucionario’,
un ingreso básico para los terroristas. “Hubo factores que
interactuaban: a mayor violencia, más ingresos; a más ingresos, más
recursos humanos para atentar y más capacidad de conseguir dinero de la
extorsión. De modo que sí, hubo una relación directa entre el miedo y la
capacidad de recaudar”, detalla Florencio Domínguez.
Así, no fue casualidad que en 1977 ETA secuestrara, torturara y asesinara a sangre fría al importante industrial y político Javier de Ybarra y Bergé.
Cinco días después de su secuestro, la familia Ybarra recibía una carta
que rezaba: “La oligarquía de los Ybarra entregará a ETA la cantidad de
mil millones de pesetas [50 millones de euros hoy]. En caso contrario,
J. Ybarra será ejecutado”.
Gaizka Fernández,
historiador y coautor de ‘La bolsa y la vida’, explica lo siguiente:
“El secuestro y asesinato de Ybarra fue un mensaje para la oligarquía de
Neguri, que era la oligarquía española en contraposición con la
burguesía del PNV, la aliada nacional: ‘Si no pagáis, os vamos a matar’.
Eso aceleró el proceso de extorsión y de pago”.
Fue un punto de inflexión. Como consecuencia, desde
finales de los setenta y durante la década de los ochenta el presupuesto
de ETA se incrementó exponencialmente gracias en gran parte a los
ingresos por el ‘impuesto revolucionario’. Sus acciones terroristas
sufrieron un gran auge. No en vano solo entre 1980 y 1989 los
terroristas asesinaron a 412 personas del total de 858, número del
balance mortífero de su medio siglo de acción violenta. Una correlación
siniestra que funcionó: a más terror, más ingresos por extorsión; y a
más pago del ‘impuesto revolucionario’, mayor capacidad asesina.
Esa relación también se ve claramente en 2000 tras el asesinato con coche-bomba del empresario José María Korta,
entonces presidente de la patronal guipuzcoana Adegi. Florencio
Domínguez comenta a este diario que esa acción “conllevó un efecto de
intimidación entre los empresarios extorsionados, lo que llevó ingresos a
las arcas de ETA”. Un documento intervenido en 2004 a la jefa de
extorsión, Soledad Iparraguirre, confirmaba esa correlación: “En el 2000 el efecto Korta tiene su influencia; hay dos años buenos, fructíferos”.
El desamparo del empresariado
Todas las víctimas de la extorsión con las que ha
hablado este diario —unas quieren aparecer, otras no— manifiestan una
queja común: el desamparo que sufrieron por parte del conjunto de las
administraciones del Estado mientras hacían frente al chantaje y la
violencia de ETA.
“No tengo ninguna duda de que el silencio de los
empresarios, que no denunciaran y el hecho de que muchos pagaran, es
consecuencia del desamparo que sentían ante el comportamiento de los
medios gubernamentales”, explica José Manuel Ayesa.
Este expresidente de la patronal navarra sostiene
que, salvo la Guardia Civil, que tenía un equipo contra le extorsión,
los gobiernos e instituciones no dieron importancia alguna al
sufrimiento de los empresarios chantajeados y sus familias: “Mientras
mis hijos no me dejaban pasear con mis nietos por temor a que pasara
algo, los diferentes cuerpos policiales no eran capaces de coordinarse
para ayudarnos”.
Hasta
los ochenta, Francia era la retaguardia segura de los etarras, que
celebraban reuniones a cara descubierta en los bares con los
extorsionados
Cuenta Ayesa una anécdota que le ocurrió en la Semana Santa de 2007 mientras compartía hotel con Alfredo Pérez Rubalcaba,
entonces ministro de Interior. “Un amigo mío —relata Ayesa— había
recibido una carta de extorsión esos días y aparecí en todos los
telediarios nacionales para denunciar la situación, aunque estuviera de
vacaciones.
Pérez Rubalcaba sabía que desayunábamos a cinco metros uno
del otro, pero me miraba y no decía nada. Una mañana quise acercarme a
él para comentar el asunto, pero no dio permiso a su escolta para que me
dejara hablar con él”. Concluye Ayesa: “No les interesaba en absoluto
el sufrimiento de los empresarios”.
A finales de los setenta y los ochenta, el panorama era peor. Francia era la retaguardia segura de los etarras,
quienes celebraban reuniones a cara descubierta en los bares con los
extorsionados, y en el País Vasco aún no había una conciencia social e
institucional para combatir a los terroristas.
“Tras el asesinato de mi tío, no sufrimos una
especial estigmatización social, pero tampoco sentimos un apoyo de las
instituciones”, asegura Lourdes Legasa. Cuando ocurrió el atentado, a
los pocos días ETA exculpó a su padre (herido) en un comunicado de la
denuncia de su tío que había propiciado la condena de un terrorista. “En
ese momento pensé que ya estábamos vacunados, pero en los ochenta, que
fueron muy duros, me volvió la inquietud: ‘A ver si estos vuelven a por
nosotros”, confiesa Lourdes.
La diáspora
La situación de violencia y falta de protección
institucional que sufrieron los empresarios llevó a no pocos a emigrar a
otras regiones de España y al extranjero. La tentación de irse era muy
grande.
Los Ortuzar emigraron a Reino Unido
tras el asesinato de Javier de Ybarra y Bergé en 1977. Una de las
personas que encabezaron el grupo familiar de negociadores para intentar
su liberación fue Gaizka Ortuzar, casado con una de las hijas del
empresario vizcaíno e hijo del fundador de la Ertaintza en 1936, Luis de
Ortuzar.
“Cuando mi padre estaba negociando la liberación de mi abuelo,
los etarras le dijeron que el siguiente sería él. Nos obligaron a
mudarnos y varios familiares míos siguieron apareciendo en las listas de
objetivos de la banda terrorista”, contó su hijo Iban a El
Confidencial.
Todo el mundo sabía que el dinero que ingresaba ETA era para matar, un castigo terrible para la conciencia de quien pagaba
Unos años más tarde, en 1987, la hoy galerista Blanca Soto
montó un espacio multicultural en la céntrica calle donostiarra de
Urbieta. Pero al día siguiente de la inauguración, ella y su socio
oyeron unos ruidos que les sobresaltaron mientras trabajaban. “De
repente, nos vimos rodeados por ocho chicos de Jarrai, habían entrado en
el local y echado el cierre”, afirma Soto.
“Nos interrogaron sobre
nuestras personas, el origen del dinero para abrir el negocio y qué
actividades pretendíamos hacer. Nuestras explicaciones no les
convencieron, así que destrozaron el local en apenas cinco minutos y nos
dieron una paliza de muerte”, explica esta empresaria hoy afincada en
Madrid.
Los socios denunciaron los hechos ante la Policía Nacional, cuyo caso llevó personalmente el inspector jefe de San Sebastián, Enrique Nieto.
“A los pocos días identifiqué a los ocho jóvenes en
una rueda de reconocimiento. Entonces comenzaron a pasar por el negocio
los padres pidiéndome que los perdonara, a lo que me negué, por lo que
también ellos me amenazaron”, narra Soto. A continuación, comenzaron a
llegarle cartas que incluían amenazas de muerte, hasta siete.
“Me sentía
aterrorizada. No podías hablar con nadie porque la gente allí estaba
acostumbrada a la violencia y a la muerte, solo podía hablar de esto con el psiquiatra, como tantas otras víctimas”, cuenta atribulada. La banalidad del mal también afectó a la sociedad del País Vasco.
Una de las cartas para ella le llegó al político del Partido Popular Gregorio Ordóñez
cuando estaba en el Ayuntamiento de San Sebastián. “Pensaban que era mi
amigo —señala la galerista—, pero no lo era. Entonces, Gregorio me
dijo: ‘Tú eres una ciudadana normal, no te inquietes’; pero yo tenía
mucho miedo porque las cartas también llegaban al buzón de mi casa”.
La mayor parte del tiempo los empresarios extorsionados se vieron solos ante el peligro
La violencia continuó. Con la misma pistola, en 1995,
ETA segó las vidas del inspector Enrique Nieto y de Gregorio Ordóñez.
“En 2000 me marché, tenía por entonces dos hijos muy pequeños y el
ambiente seguía siendo insoportable. Además, no quería que ellos crecieran en una sociedad enferma como aquella”, dice Blanca Soto.
La mayor parte del tiempo los empresarios
extorsionados se vieron solos ante el peligro. La sociedad, las
instituciones y las propias patronales les dieron la espalda en
demasiadas ocasiones. El que no pagaba, se sumía en la angustia; el que
lo hacía, arrastraba el sentimiento de culpa. “Todo el mundo sabía que
el dinero que ingresaba ETA era para matar y eso era un castigo terrible
para la conciencia de quien pagaba”, concluye José Manuel Ayesa." (Marcos García, El Confidencial, 05/02/18)
"Reconozco que no era nada valiente. Cada vez que llegaba una carta no paraba de llorar”.
“Reconozco que no era nada valiente. Cada vez que llegaba una carta no paraba de llorar”. La empresa de pinturas de Carlos, en Vitoria, tenía once personas en nómina. Las cartas le comenzaron a llegar en 1994 y no pararon, en varias oleadas hasta 2008.
La posibilidad de que le asesinaran si no contribuía a alimentar la maquinaria sangrienta de ETA pesaba demasiado. La sensación de estar jugando a la ruleta rusa cada vez que trituraba una carta de ETA le torturaba. Cada carta del mal llamado “impuesto revolucionario” le acercaba al de la ejecución de la sentencia de muerte que le había impuesto ETA.
En cinco décadas de violencia fueron asesinados 49 empresarios y directivos, otros 52 fueron secuestrados, y entre 10.000 y 15.000 fueron extorsionados, alguno más de un millar en Navarra, según informes prácticamente coincidentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de la Universidad de Deusto. Creen que en torno al 8% de media de los extorsionados pagaron, en Gipuzkoa más.
Como Carlos, muchos empresarios no se lo decían ni a la familia. Preferían sufrirlo solos, ocultarse en segundas residencias alejados de sus seres queridos, o marcharse de Euskadi. El miedo se cebó hasta tal punto en ellos que tuvieron que pasar seis años desde que la banda anunciara el cese de sus acciones violentas, en octubre de 2011, para que los empresarios comenzaran a verbalizar sin tapujos que fueron víctimas de las cartas de extorsión de la banda.
En octubre de 2017 la patronal Confebask, y las tres asociaciones provinciales, Cebek, Adegi, y SEA, homenajearon en un acto en Bilbao a todos los que murieron por no pagar, a los que sobrevivieron con la angustia de contar los días que les quedaban, y a quienes se ocultaban entre los muros de sus casas para pasar inadvertidos en un contexto en el que significarse era como ponerse en la primera línea.
El terror y el miedo se trufaron además con la desconfianza. Cualquiera podía ser el soplón de la banda que describía tus rutinas en la empresa, en los trayectos en coche a casa, o el que te hacía los seguimientos y avisaba a loa asesinos cuando y donde estabas solo, para pegarte un tiro o secuestrarte
. Al principio los pagos se hacían sin problemas, en los "círculos abertzales habituales", hasta que la presión policial desmanteló varios comandos dedicados al cobro.
De los 52 secuestros de empresarios y directivos de empresas, ETA asesinó a dos, Angel Berazadi
en 1976 y Javier Ybarra en 1977. Pero fueron secuestrados muchos más.
El propietario de Avidesa, Luis Suñer fue secuestrado en 1981 y un año después José Lipperhide y Saturnino Orbegozo. Diego Prado y Colón de Carvajal cayó en manos de ETA en 1983, Juan Pedro Guzmán Uribe en 1985, Lucio Aguinagalde en 1986 y Emiliano Revilla en 1989.
Este último fue liberado tras el supuesto pago de algo más del equivalente en pesetas a siete millones de euros. En noviembre de 1989 fue secuestrado Adolfo Villoslada y el último fue Cosme Delclaux, hijo del presidente de Vidrieras de Álava, que coincidió algunas semanas con José María Aldaya, quien sufrió el secuestro más largo de los sufridos por empresarios, desde el 8 de mayo de 1995 al 14 de abril de 1996. Algunos estudios cifraron en 115 millones de euros el dinero recaudado por ETA entre 1978 y 2008 a través de los secuestros.
Todavía a día de hoy es un tema incómodo. “Algún día se lo diré a mis tres hijos, y al resto de mi familia, pero no pueden enterarse por el periódico”, explica Carlos durante un paseo por la zona de la Universidad, junto al monolito en recuerdo del socialista Fernando Buesa, asesinado por ETA en 2000.
En una de las misivas ETA le acusaba de promover la corrupción para, “en descarada connivencia con los diferentes sectores políticos en el poder y sectores de la burguesía regionalista vasca, arrojar sin escrúpulo al paro y a la miseria a miles de ciudadanos vascos”. Las cantidades que pedían oscilaban
Otros se han atrevido a decir, con mucho pesar, que habían pagado a la banda. Jesús Mari Korta, de Grúas Goierri vio cómo asesinaron a dos de sus amigos, el empresario de la construcción, Isidro Usabiaga, en 1996 y al presidente de la patronal guipuzcoana, Joxe Maria Korta en 2008, y claudicó. “No pude más”, reconoció con motivo del homenaje a los empresarios en octubre de 2017.
Una de las conclusiones del estudio sobre el chantaje de ETA realizado por la Universidad de Deusto es que además del terror que generaban las cartas, sometían a los industriales a un terrible dilema: no pagar y arriesgarse a morir, o pagar para otros siguieran muriendo." (Pedro Gorospe, El país, 02/05/18)
La posibilidad de que le asesinaran si no contribuía a alimentar la maquinaria sangrienta de ETA pesaba demasiado. La sensación de estar jugando a la ruleta rusa cada vez que trituraba una carta de ETA le torturaba. Cada carta del mal llamado “impuesto revolucionario” le acercaba al de la ejecución de la sentencia de muerte que le había impuesto ETA.
En cinco décadas de violencia fueron asesinados 49 empresarios y directivos, otros 52 fueron secuestrados, y entre 10.000 y 15.000 fueron extorsionados, alguno más de un millar en Navarra, según informes prácticamente coincidentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de la Universidad de Deusto. Creen que en torno al 8% de media de los extorsionados pagaron, en Gipuzkoa más.
Como Carlos, muchos empresarios no se lo decían ni a la familia. Preferían sufrirlo solos, ocultarse en segundas residencias alejados de sus seres queridos, o marcharse de Euskadi. El miedo se cebó hasta tal punto en ellos que tuvieron que pasar seis años desde que la banda anunciara el cese de sus acciones violentas, en octubre de 2011, para que los empresarios comenzaran a verbalizar sin tapujos que fueron víctimas de las cartas de extorsión de la banda.
En octubre de 2017 la patronal Confebask, y las tres asociaciones provinciales, Cebek, Adegi, y SEA, homenajearon en un acto en Bilbao a todos los que murieron por no pagar, a los que sobrevivieron con la angustia de contar los días que les quedaban, y a quienes se ocultaban entre los muros de sus casas para pasar inadvertidos en un contexto en el que significarse era como ponerse en la primera línea.
El terror y el miedo se trufaron además con la desconfianza. Cualquiera podía ser el soplón de la banda que describía tus rutinas en la empresa, en los trayectos en coche a casa, o el que te hacía los seguimientos y avisaba a loa asesinos cuando y donde estabas solo, para pegarte un tiro o secuestrarte
. Al principio los pagos se hacían sin problemas, en los "círculos abertzales habituales", hasta que la presión policial desmanteló varios comandos dedicados al cobro.
El propietario de Avidesa, Luis Suñer fue secuestrado en 1981 y un año después José Lipperhide y Saturnino Orbegozo. Diego Prado y Colón de Carvajal cayó en manos de ETA en 1983, Juan Pedro Guzmán Uribe en 1985, Lucio Aguinagalde en 1986 y Emiliano Revilla en 1989.
Este último fue liberado tras el supuesto pago de algo más del equivalente en pesetas a siete millones de euros. En noviembre de 1989 fue secuestrado Adolfo Villoslada y el último fue Cosme Delclaux, hijo del presidente de Vidrieras de Álava, que coincidió algunas semanas con José María Aldaya, quien sufrió el secuestro más largo de los sufridos por empresarios, desde el 8 de mayo de 1995 al 14 de abril de 1996. Algunos estudios cifraron en 115 millones de euros el dinero recaudado por ETA entre 1978 y 2008 a través de los secuestros.
Todavía a día de hoy es un tema incómodo. “Algún día se lo diré a mis tres hijos, y al resto de mi familia, pero no pueden enterarse por el periódico”, explica Carlos durante un paseo por la zona de la Universidad, junto al monolito en recuerdo del socialista Fernando Buesa, asesinado por ETA en 2000.
En una de las misivas ETA le acusaba de promover la corrupción para, “en descarada connivencia con los diferentes sectores políticos en el poder y sectores de la burguesía regionalista vasca, arrojar sin escrúpulo al paro y a la miseria a miles de ciudadanos vascos”. Las cantidades que pedían oscilaban
Otros se han atrevido a decir, con mucho pesar, que habían pagado a la banda. Jesús Mari Korta, de Grúas Goierri vio cómo asesinaron a dos de sus amigos, el empresario de la construcción, Isidro Usabiaga, en 1996 y al presidente de la patronal guipuzcoana, Joxe Maria Korta en 2008, y claudicó. “No pude más”, reconoció con motivo del homenaje a los empresarios en octubre de 2017.
Una de las conclusiones del estudio sobre el chantaje de ETA realizado por la Universidad de Deusto es que además del terror que generaban las cartas, sometían a los industriales a un terrible dilema: no pagar y arriesgarse a morir, o pagar para otros siguieran muriendo." (Pedro Gorospe, El país, 02/05/18)
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