"Desde primeras horas del 1 de octubre, X. –un hombre bueno en el
sentido machadiano de la palabra– fue incapaz de levantarse de la cama.
Vivió demasiadas horas depresivas. Su mujer no sabía exactamente qué
hacer para apaciguar su angustia. Ella llamó a algunos amigos para que
les acompañasen, prácticamente como si estuviesen viviendo un duelo.
Desde la cama, X. se cruzaba mensajes con su padre.
Demasiada zozobra.
Sentía el resquebrajamiento nacional como una ruptura interior. Hasta
que apareció el Borbón, la razón de estado se impuso catódicamente y él
sintió que la herida empezaba a suturar. Y respiró.
Algo similar le ocurrió a Y., otro amigo desarbolado. Eran ya
demasiadas semanas de intensificación de las emociones. ¡Qué semanas!
Meses, incluso años. Tantas horas, tantos días, pensando que ese día, a
pesar de tanta propaganda y tantas manifestaciones, no iba a llegar.
Pero, al fin, la tragedia era presente y la catarsis apaciguadora
parecía que no sería posible. No podría volver a sentir su ciudadanía
como la había vivido desde hacía décadas.
La extraña huelga general del 3
de octubre, cuando el procés mutó –de acumulación de
legitimidad empezó a transformarse en un movimiento desestabilizador–, Y
buscó las seguridades perdidas. La calle estaba paralizada, su despacho
solitario y su espíritu estaba en combustión en las calles vacías.
Encontró algo de paz en casa de su exmujer, pensó que tal vez hallaría
más paz si pasaba unas horas en la casa del Padre. Parece una escena
pensada para que la interprete Luisa Elena Delgado con su caja de
herramientas. Y entonces Y. supo que el Borbón hablaría. Lo escuchó como
todos lo escuchamos. Y como casi todos, quedó paralizado. Pensó en esas
palabras que había escuchado y, al cabo de media hora, respiró.
En mi nube, no fueron sólo ellos. Z., un hombre de letras
constructivo (no es contradictorio) que llevaba años trabajando para
evitar que se produjese esa ruptura convivencial, que durante las
últimas semanas incluso había discutido con amigos de letras con los que
se había bebido Barcelona entera durante años; Z., digo, sentía que tal
vez lo mejor sería preparar las maletas y recorrer a la inversa el
cordón umbilical que le devolvería a la seguridad de su Madrid natal.
Demasiada desazón. Hasta que ese hombre paralizó la angustia. Z. no bajó
al garaje. Dio un beso el bebé. Deshizo las maletas. Colocó de nuevo la
ropa en los cajones de casa y colgó las camisas en el armario del piso.
Y él también respiró.
A otros, en cambio, más que respirar, se les aceleró el pulso.
Durante los últimos meses ese político con cargos de responsabilidad en
la Generalitat de Catalunya recibía llamadas de algunos empresarios
importantes de la ciudad. Paradlo, le pedían.
Pero había otros, con el
pelo suelto de la estelada moldeando el viento (en el mástil,
severo e inhiesto, plantado en el jardín de su segunda residencia), que
esa noche por primera vez enviaron mensajes al consejero. El medio no
era el mensaje. El mensaje era el mensaje. Paradlo, le imprecaban.
El método del discurso había sido la fría exposición de la razón de
estado en horario de máxima audiencia. Fernando Savater, desde su
columna, aplaudía porque en su hora más grave Felipe VI no había
pronunciado la infausta palabra: diálogo. Ese había sido su acierto.
Esa, como si lo nuestro fuese ETA matando y extorsionando, sería la
salvación.
El Rey severo, en el séptimo párrafo de su discurso y ante la
atenta mirada de Carlos III, pedía que se abriese la puerta del
Castillo: “Ante esta situación de extrema gravedad, que requiere el
firme compromiso de todos con los intereses generales, es
responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden
constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la
vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en
la Constitución y en su Estatuto de Autonomía”.
¿Hasta dónde podían llegar “los legítimos poderes del Estado” para
asegurar la unidad territorial, y emocional, amenazada tras 72 horas
instalados en Cataluña en un escenario de revolución banal, estéril y
violenta represión policial, desbordada parálisis social?
¿Hasta dónde
podía llegar la desconexión entre estado de derecho y una mecánica
democrática averiada por la dejación de responsabilidades de los líderes
políticos que han gobernado durante el último lustro? ¿Hasta dónde
podía bloquearse la autocrítica para impedir un cuestionamiento de lo
ocurrido?
Como no son preguntas que toleren el subterfugio como respuesta
encubridora, más valía empezar a suministrar placebo a gran escala para
cimentar la ofensiva. Ante la posibilidad de que el Estado de Derecho
mostrase su lado oscuro, cuando el fuego de Mordor debía arrasar el
llano, el mejor analgésico sería el nacionalismo como consolador.
Banderas, banderas, banderas. Y a más nacionalismo, mayor tolerancia
colectiva para que la ley –el nacionalismo español tiene una lectura
pétrea de la Constitución como sacrosanto factor diferencial, la Carta
Magna se ha transformado en el sagrario donde se adora una soberanía
grande y libre– resolviese una crisis constitucional mutada en crisis
institucional y, al fin, en tensión social sufrida por unos y por otros
con un nivel de emotividad que a día de hoy imposibilitan el pacto.
Lo
tuvieron clarísimo los manifestantes que inundaron el centro de
Barcelona en una manifestación de cara constitucional y cruz
nacionalista. Debían dar un viva. Y gritaron a una, viva el Rey. " (Jordi Amat, CTXT, 20/04/18)
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