"Es sabido que el destino histórico de aquel Estado que en su día 
respondiera por República Federativa de Yugoslavia se decidió no en los 
cuarteles de Belgrado ni tampoco en las calles y plazas de Zagreb, sino 
en algún pulcro despacho oficial de Berlín. 
Sin el plácet de Alemania, 
también es sabido, Croacia nunca habría osado dar el último paso, el que
 condujo a la guerra civil y, a la postre, a la voladura controlada del 
país. Es una regla no escrita: en la región oriental de Europa nada se 
mueve sin el consentimiento expreso de Rusia. En la occidental, Alemania
 y, de modo accesorio, Francia asumen, aunque siempre de modo mucho más 
discreto, ese mismo papel de gendarmes locales.
 Los Balcanes caían justo
 en las lindes de esas dos jurisdicciones. Y lo que sirvió para Yugoslavia igual servirá para España. La
 única posibilidad real de que Cataluña consume la independencia pasa 
por que la causa de los secesionistas logre la neutralidad, como mínimo 
la neutralidad, de alguno de los grandes decisores que dominan el 
tablero europeo.
Un avatar que sólo se podría materializar si el Estado cometiera la 
torpeza de recurrir al uso desmesurado de la fuerza en respuesta a las 
inminentes provocaciones de la Generalitat, esos renovados gestos de 
insubordinación frente al orden legal que no tardarán en producirse. 
Con
 una cierta ingenuidad pueril, los de la CUP acaban de reconocer que 
ese, el de una espiral de violencia institucional inducida que 
internacionalice el choque con Madrit, es el escenario óptimo 
que, en la medida de sus posibilidades, tratarán de forzar a partir de 
ahora. Por lo demás, algo en extremo improbable dado el carácter 
pequeñoburgués y refractario a la épica sacrificial que caracteriza al 
grueso del movimiento catalanista. 
Así, descartadas las estampas más o 
menos belicosas de confrontación física abierta, tan contrarias a la 
idiosincrasia local, su ansiada internacionalización del conflicto solo
 podría pasar por la celebración de un referéndum unilateral de 
independencia que contase, asunto trascendental, con la participación de
 los discrepantes con el proyecto de ruptura con España.
La paradoja es que necesitan que los refractarios a la secesión 
legitimen de puertas afuera la quiebra del orden constitucional a través
 de su concurso en ese plebiscito. Ellos entienden, y no se equivocan, 
que Europa únicamente podría llegar a mostrarse complaciente en alguna 
medida con la fractura de la soberanía española si, y solo si, en el 
seno de la sociedad catalana el acuerdo al respecto alcanzase una 
mayoría muy reforzada, del orden del ochenta por cierto de la población. 
 Ahora mismo, sin embargo, los separatistas representan una mayoría muy escasa
 del censo, poco, muy poco más de la mitad. Y con eso se pueden 
organizar impresionantes manifestaciones, sí, pero no se rompe un 
Estado. Para partir la columna vertebral de un país hay que tener detrás
 al ochenta o al noventa por ciento de la gente. Algo que a día de hoy 
distan de poseer. (...)
A efectos políticos, el 9-N no supuso nada más que una pachanguita 
folclórica e intrascendente. Nadie, empezando por ellos mismos, se tomó 
en serio aquella performance por la sencilla razón de que la 
tercera Cataluña, esa que ni se entusiasma con los españolistas ni con 
los separatistas, no se prestó a participar en el juego. 
Y esa tercera 
Cataluña, nos guste o no, es la que al final acabará decidiendo el 
ganador de la partida. ¿Y qué harán llegado el caso? Sospecho que ni la 
propia Colau lo sabe a estas horas."                 (José García Domínguez, Libertad Digital, en Caffe Reggio, 14/09/16)
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