"(...) Dada su experiencia de argentino exiliado en Barcelona, ¿está
de acuerdo en que, como asegura el catalanismo, Cataluña es una “tierra
de acogida”?
En las últimas décadas, sobre todo después de la Segunda Guerra
Mundial, casi todas las regiones avanzadas de América y Europa han sido
tierras de acogida. Cataluña no es una excepción. Sin embargo, si por
“tierra de acogida” entendemos una sociedad que acoge generosamente a
los que se establecen allí, es archisabido que la catalana no es lo que
se dice una sociedad abierta.
Cuando llegué a Barcelona en 1976, ya me
chocó que se hablase de los andaluces o extremeños como de inmigrantes.
Me parecía extraño que una región considerase a sus connacionales de
otras regiones como extranjeros. Aquello ya era un indicio de que en
Cataluña existía una cultura doble: una específica y local, y otra
levantada y sostenida por los ciudadanos del resto de España.
Sostiene que el nacionalismo ha usado la lengua “como frontera”.
Los nacionalismos suelen recurrir a tres argumentos para justificar
sus reivindicaciones. Por un lado, presentan una nación oprimida,
circunstancia habitual en los procesos de colonización tras conquista.
Puesto que aquí no hubo ni conquista ni la opresión consiguiente, el
nacionalismo catalán no ha tenido prurito en falsear la historia para
crearse un enemigo opresor.
El segundo motivo suele ser la religión, que ha sido causa de
conflictos permanentes desde el final del Imperio Romano. Y, por último,
suele aducirse la supuesta unidad espiritual de los hablantes de una
lengua, aunque es bien sabido que la lengua sirve tanto para cohesionar
como para separar. Sirve para comunicarnos con nuestros semejantes, pero
también para alejarnos del otro –ahí están las diferencias sociales
marcadas por los vocabularios y los acentos–.
En Cataluña, a falta de un argumento religioso y siendo discutible el
de la opresión –la manifiesta prosperidad de la sociedad catalana
siempre ha estado vinculada a España–, sólo quedaba la lengua. Ahora, el
catalán, que otrora fuera perseguido, se usa como un instrumento de
afirmación nacional y con los mismos propósitos excluyentes y
discriminatorios que empleó el franquismo después de la guerra civil.
Recientemente, el Tribunal Constitucional ha tumbado las
multas que la Generalitat impone a los comercios que no usan el catalán.
¿Le parecen legítimas dichas sanciones?
No, evidentemente. Los ciudadanos catalanohablantes, que usan su
lengua en su círculo íntimo, tienen razón cuando se quejan de que se les
obliga a expresarse en otra lengua al cambiar de entorno. Pero hay
matices relevantes: el bilingüismo siempre ha sido un fenómeno normal,
cuando menos, en Barcelona y en el resto de las ciudades catalanas.
La
denominada “otra lengua” no es sino un vehículo de intercambio social,
necesario por otra parte en una España integrada. En cambio, la
costumbre de responder en catalán frente a un ciudadano de habla hispana
no es más que grosería y cerrilismo.
¿Es cierto que una vez escuchó decir a Xavier Rubert de
Ventós: “Prefiero una Cataluña fascista e independiente a cualquier otra
unida a España, aunque sea una Cataluña socialista”?
Así es. Lo recuerdo muy bien. Fue a poco de llegar yo a España. Paradójicamente, esa boutade
habla bien de la coherencia ideológica de Rubert, que siempre ha
mantenido la misma posición. Aunque, vaya uno a saber: hace unos días me
contaron que ahora no es separatista.
En cualquier caso, el suyo es el
mismo espíritu inconfesable que se esconde en el pensamiento de muchos
intelectuales nacionalistas. En esencia, lo que caracteriza al
nacionalista catalán es el empecinamiento en no ser reconocido como
español.
No importa qué argumentos le opongas, seguirá pensando igual. Es una
especie de negación maniaca. Pero este no es el problema de fondo. Los
escoceses no quieren ser confundidos con los ingleses, y los ingleses
desprecian a los galeses casi tanto como los franceses abominan de los
belgas. En todos los países se producen estas anomalías.
El problema es
que ese tribalismo primitivo, en Cataluña, está siendo transformado en
pura xenofobia alentada e instrumentada por las instituciones, lo que ha
desembocado en la actual situación.
Desde un punto de vista filosófico, ¿resulta lícito reclamar derechos apelando a la identidad?
La identidad es una estupidez. Míreme a mí: mi apellido es irlandés,
pero la familia de mi madre venía de Como y mi abuela materna era de
origen navarro. Sin embargo, todo el mundo sabe en América Latina que mi
nombre, aunque suena a irlandés, es más argentino que el dulce de
leche. Yo soy el producto de 300 años de mestizaje indiscriminado. ¿Qué
puede ser para mí la identidad?
El proceso mediante el cual una persona que es idéntica a ti te
asegura que eres diferente recurriendo a un concepto intangible, muchas
veces ideológico. La identidad no es más que una ficción que se emplea
para combatir al otro y distinguirse de él. Un mito siniestro que
desemboca siempre en graves problemas.
En España, el regionalismo y el
folclore siempre han sido causa de problemas. Ya a comienzos del siglo
XIX, Chateaubriand observaba en sus memorias que el futuro de España
estaba amenazado por los particularismos regionales.
Para el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, el “nacionalismo es veneno”. ¿Exagera?
En absoluto. Juncker no hace más que recoger la experiencia del siglo
pasado en Europa. El nacionalismo está en la base de las dos guerras
mundiales: la primera, iniciada en los Balcanes; y la segunda, sobre
todo alimentada por el odio recíproco entre germanos y eslavos.
La
identidad es un sentimiento que debería elaborarse a través del
folclore. ¿Hay algo de malo en que un bávaro se vista los domingos con
su traje regional o que un vasco levante piedras? No. Lo malo es que
esas costumbres sean determinantes para que unos u otros reclamen tener
un Estado propio.
Es del todo obvio que las fronteras son resabios de otros tiempos y
que deben eliminarse en todos los sentidos posibles: técnicos,
culturales, fiscales, etcétera. De lo que se trata es de construir la
vida en común, no de usar los atavismos para destruir la convivencia.
En los últimos tiempos, diversos periodistas y políticos han
dejado de participar en TV3 por su falta de neutralidad ideológica. ¿Qué
opinión le merecen a usted los medios públicos catalanes?
Lo que ocurre en Cataluña con TV3 es un auténtico escándalo: un canal
institucional, pagado con dinero del Estado y dedicado a reivindicar y
difundir la causa separatista catalana, las 24 horas del día, todos los
días de la semana. Es un escenario gravísimo que solo se encuentra en
los regímenes totalitarios. El Gobierno de España debería haber
intervenido en este programa de manipulación masiva hace muchos años.
El Ejecutivo ha actuado muy mal en Cataluña, escondiéndose detrás del
poder judicial y negándose a ejercer el poder. Es una vieja historia:
todos los gobiernos centrales, de un signo y de otro, han transigido con
los separatistas, a los que han usado como comodín para políticas
coyunturales: aprobar unos presupuestos, sacar adelante una ley o ganar
espacio en el Congreso.
La fuga de empresas que ha sufrido Cataluña no menoscabó el
apoyo a los partidos nacionalistas en las últimas elecciones. ¿Cómo lo
explica?
El voto nacionalista tiene un fuerte componente irracional. Pretender
que un independentista vote a otros partidos es como pretender que un
culé deje de ser del Barça. A ello se le suma que el aparato de
propaganda independentista, aunque falso e inconsistente, tiene un
discurso, mientras que el Gobierno central carece de uno, ya que la mera
evocación de España suena a franquismo. Y no solo para los catalanes.
¿Qué tiene de vergonzoso ser español?
Sin embargo, la autoexecración es una constante en España, un empeño por
verse denigrado que viene de antiguo, probablemente del trauma que
significó la pérdida del Imperio. Da la impresión de que los únicos
contentos con ser españoles son los andaluces; aunque la suya, por
cierto, es una España exclusivamente andaluza.
La situación actual es
una mezcla de cerrilismo irracional por parte de los catalanes,
pusilanimidad en el Gobierno, y ambigüedad y oportunismo en la oposición
–solo oír la consigna del PSOE “España es una nación de naciones” me
pone los pelos de punta–. (...)
Puigdemont admitió en sus mensajes de móvil que “todo ha terminado”. ¿Cree que es cierto?
En realidad, lo que afirme el señor Puigdemont es irrelevante. El Sr. Puigdemont es la prima donna
de una farsa grotesca. A este respecto, me parece positiva la
iniciativa de Tabarnia, porque es necesario atacar al separatismo
justamente por lo que tiene de ridículo.
No te puedes tomar en serio
todo porque, entonces, tendrías que tomarte en serio a Puigdemont; y la
única realidad es que no es más que un prófugo, un individuo que se fugó
para no acabar en la cárcel. ¿El nacionalismo catalán prefiere mantener
bloqueada la situación política? Pues que se aplique el artículo 155 sine die.
De hecho, en mi opinión, hace mucho tiempo, años, que deberían haberse
intervenido las instituciones catalanas, que llevan treinta años
promoviendo la secesión. Urge democratizarlas para recuperar el espíritu
moderno, cosmopolita y civilizado, y restablecer la convivencia." (Óscar Benítez, El Catalán.es, 26/02/18)
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